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¿Puede la ciencia demostrar la existencia de Dios? Precisiones a un libro que está causando revuelo

El filósofo Frédérick Guillaud deslinda los campos para no enturbiar el debate

En Francia está teniendo un gran éxito comercial (100.000 ejemplares vendidos desde el otoño) y suscitando debate intelectual un libro, Dios, la ciencia, las pruebas, del que son autores dos empresarios con formación científica, Michel-Yves Bolloré (informático y doctor en Ciencias) y Olivier Bonnassies (ingeniero y teólogo, ateo hasta los veinte años). El prólogo es de Robert W. Wilson, Premio Nobel de Física en 1978.

La tesis de la obra es que, si bien en el pasado se ha utilizado la ciencia contra la religión, lo cierto es que los datos sobre la realidad del universo que nos ofrece la física (en particular la cosmología y la termodinámicasugieren fuertemente la existencia de un Dios creador.

¿Sugieren o demuestran? Ésa es la cuestión que plantea por su parte el filósofo Frédérick Guillaud (autor de Dios existe. Argumentos filosóficos) dentro del completo dossier especial consagrado a este libro por la revista católica francesa La Nef en su número de febrero.

¿La ciencia puede realmente demostrar la existencia de Dios?

Cuando la mayor parte de los científicos profesionales -aunque sean creyentes- oyen proclamar que «la ciencia demuestra la existencia de Dios», suelen levantar los ojos al cielo y dar un puñetazo sobre la mesa. Podemos comprenderlos, porque si tomamos la palabra «ciencia» en su sentido estricto, que se ha convertido en el más habitual, es falso que la ciencia pueda hacer algo así. No es una cuestión de hecho, sino una cuestión de derecho.

Lo que llamamos «ciencia» desde Galileo no tiene por objeto los primeros principios y las primeras causas, según la metafísica definida por Aristóteles (que, efectivamente, se llamaba «ciencia» en la Edad Media), sino la realidad material considerada bajo su único aspecto cuantificable y mensurable. En otros términos, la ciencia se ocupa del funcionamiento del mundo físico, cuyas leyes intenta comprender gracias al método experimental y a las matemáticas. No se ocupa para nada de establecer su origen último, si lo tiene.

Por consiguiente, es constitutivamente imposible, por la misma definición de su objeto y sus métodos, que la ciencia tomada en este sentido, es decir, la ciencia física matematizada, encuentre a Dios bajo el microscopio, en los tubos de ensayo o en el dial de sus interferómetros. Ni siquiera como entidad invisible (¡la física de las partículas nunca falta!). Dios no es una hipótesis científica: ningún sistema de ecuación, en un tratado de astrofísica, tendrá a «Dios» como solución posible. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma en el párrafo 31 que las pruebas de la existencia de Dios -porque existen- «no [lo son] en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales».

Portada de Dieu, la Science, les preuves.

¿Entonces? ¿Se equivocan M.Y. Bolloré y O. Bonnassies (a partir de aquí B&B)? ¿La ciencia no tiene nada que decirnos sobre el tema que nos interesa? ¡No, para nada! Sería comprenderlo mal. Lo que hay es, sencillamente, un quid pro quo sobre el papel de la ciencia en este tema. Aun si descartamos que la ciencia, como tal, pueda interesarse en la existencia de Dios, y menos aún demostrarla, sin embargo podemos sostener, con B&B, que ciertos datos surgidos de la ciencia (el Big Bang, el ajuste fino de las constantes cosmológicas, la información específica del ADN), pueden ser utilizados legítimamente por la reflexión filosófica a fin de construir argumentos que tienden a demostrar la existencia de Dios. Es lo que hacen, sin decirlo explícitamente, los autores del libro. De ahí el posible malentendido.

Hagamos una comparación: en un juicio, un abogado puede utilizar en su alegato todo tipo de datos técnicos -horarios de tren, un test de ADN, datos meteorológicos- con el fin de demostrar la inocencia de su cliente. No llegaremos a la conclusión de que la inocencia del acusado se debe a la meteorología, la genética o la técnica ferroviaria. Es una conclusión del razonamiento del abogado, que utiliza los datos técnicos. Sería absurdo buscar a un experto en meteorología y decirle: «Entonces, ¿su ciencia demuestra la inocencia de X?». Responderá que no sabe nada al respecto y que no es su trabajo. Y tendrá razón. En cambio, se equivocará si afirma de manera categórica que un resultado meteorológico no puede ser utilizado de ninguna manera como un elemento del razonamiento del abogado.

Una entrevista televisiva a los autores del libro.

Volvamos ahora a los argumentos en cuestión. En este artículo, por cuestión de espacio, solo puedo tratar uno, el que utiliza el Big Bang.

Veamos cómo se introducen los datos científicos.

1) Si no hay Dios, entonces el Universo es eterno (axioma filosófico).

2) Ahora bien, según la astrofísica, es muy probable que el Universo no sea eterno (dato de la ciencia).

3) Por consiguiente, es muy probable que Dios exista.

Este razonamiento es lógicamente válido, lo que quiere decir que, si se aceptan los dos primeros postulados, se deduce la conclusión. Conviene pues analizarlos.

El postulado número 1, que B&B consideran evidente, es propiamente filosófico: de hecho, ninguna ciencia ha formulado nunca, ni formulará, una afirmación de este tipo. Lo que convierte su argumentación en una argumentación filosófica implícita.

Podemos explicarla de la manera siguiente: si definimos el Universo como la totalidad de la realidad espacio-temporal, y si afirmamos que no existe nada más que el Universo (lo que es la definición misma del ateísmo), estamos obligados a afirmar que el Universo no tiene un inicio radical. Dicho de otro modo, es eterno. ¿Por qué? Pues porque si el Universo tuviera un inicio, habría que encontrarle una causa en virtud del principio metafísico según el cual «de la nada, no surge nada» (ex nihilo nihil); ahora bien, esta causa no podría ser ni matemática, ni espacial, ni temporal -si no, formaría parte de lo que se supone que causaría-, lo que es absurdo.

En resumen, si el Universo tuviera un inicio radical, deberíamos plantearnos la existencia de una primera causa inmaterial, atemporal y no espacial, infinitamente poderosa… Lo que se parece mucho, reconozcámoslo, a la definición filosófica de Dios. Por consiguiente, si aceptamos el principio según el cual todo lo que empieza a existir tiene una causa, podemos aceptar el postulado número 1.

La ciencia entra en escena

Pasamos entonces al postulado número 2, y es aquí donde B&B hacen entrar la ciencia en escena. De hecho, consideran con una cierta plausibilidad que la astrofísica relativista -llamada la teoría del Big Bang- nos da buenas razones para pensar que el Universo no es sempiterno, sino que tuvo un inicio radical. Al subrayar «radical», se insiste en el hecho de que no se trata de un inicio dentro del espacio-tiempo, como el inicio de vuestra existencia o de la del sol, sino el inicio del espacio-tiempo mismo. Dicho de otro modo, el inicio más allá del cual no hay, para la ciencia, nada más que conocer, porque no hay un antes.

Georges Lemaître.

El sacerdote, físico y matemático belga Georges Lemaître (1894-1966) propuso, pronto hará un siglo, la teoría del Big Bang como explicación para la expansión del Universo.

Efectivamente, si la ciencia demuestra una cosa similar, entonces el postulado número 2 es verdadero, el razonamiento funciona y la conclusión es su deducción. Queremos de paso subrayar que la conclusión de un razonamiento como este no convierte a Dios en un relleno a fin de llenar una laguna del conocimiento científico, sino, por el contrario, como algo que la filosofía estima probable a la luz misma de los conocimientos científicos. Quiero precisar de paso que existen, además, argumentos puramente filosóficos que apoyan el postulado número 2 (que B&B recuerdan en un capítulo que es específicamente filosófico).

Dos tipos de objeciones

Evidentemente, existen dos posibles tipos de objeciones: algunos -poco numerosos- cuestionarían el postulado número 1 intentando negar el principio ex nihilo nihil, o pretendiendo que una cosa «puede crearse a sí misma». Alternativas que, como mínimo, son atrevidas, si no desesperadas…

Otros, y aquí la discusión se vuelve más espinosa, cuestionarían el postulado número 2: afirmarían que el Big Bang aparece como un inicio radical solo en las ecuaciones de la relatividad general, y sabemos que estas no describen adecuadamente lo real más allá del Muro de Planck (10-43 segundos). Añadirían que la teoría que un día tal vez unificará la gravedad y la física de partículas (teoría de cuerdas o teoría de la gravedad cuántica de lazos) podría demostrar que el Big Bang solo fue una transición de fase con un estado precedente de la materia. Por consiguiente, no un inicio radical. Si así fuera, la teoría de la relatividad no es el único elemento científico que apoya el postulado número 2: la termodinámica va en el mismo sentido y hace extremadamente poco probable una cadena causal infinita en el pasado. Si, efectivamente, el Universo no tuvo un inicio radical, debería encontrarse ya en un estado de muerte térmica, lo que no es el caso. Ergo… Algunos científicos invocarán «otra física» al otro lado del Big Bang para intentar evitar la restricción termodinámica…

En conclusión, creo que hay que reconocer una cosa: una cadena no vale más que lo que vale su eslabón más débil; los razonamientos filosóficos que implican una premisa que se basa en las ciencias, sobre todo en los ámbitos aún en construcción, sufren de una fragilidad debida al carácter incompleto y revisable de las teorías. Pero, en mi opinión, a pesar de que yo prefiero los argumentos puramente filosóficos, los elementos científicos analizados por B&B son sólidos y proporcionan un buen nivel de probabilidad a sus conclusiones. Sin embargo, de nuevo, salvo que queraos molestar inútilmente a la comunidad científica, hay que admitir sin discusión que se trata de conclusiones filosóficas. Por tanto, se comprende la fuerza de la obra.

Traducido por Verbum Caro.

ReL

Foto de referencia: El 20 de noviembre de 2021 se celebró un debate en el auditorio Gaveau de París en torno a este libro, con la participación de los autores, Michel-Yves Bolloré (en el centro de la foto) y Olivier Bonnassies (con el micrófono).

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