Lecturas recomendadas

Pecado y Misericordia

 

Nelson Martínez Rust:

 

De un tiempo para acá es lugar común oír la expresión: “Dios es misericordioso”, “La misericordia divina”. Pero, ¿valoramos exactamente la palabra? ¿Sabemos lo que significa? La “misericordia” se relaciona estrechamente con las nociones de “pecado” y “amor” o “caridad”. Por lo tanto, aclarar el término “misericordia” implica valorar primeramente el de “pecado”.

El mundo que nos circunda ha perdido el sentido del pecado en cuanto ofensa a Dios y como consecuencia, arrastra también la pérdida del verdadero “arrepentimiento”, “perdón” y “caridad” – “amor” -. Se hace cada vez más evidente. Es ese el verdadero drama actual de la humanidad y el fundamento de toda injusticia y desface existente en el mundo. Pareciera que el problema del pecado – mal – está totalmente superado porque se logrado superar la noción de Dios. Las razones que se aducen para justificar esta afirmación son: 1º.- La creencia de que con el pecado que se dice ofender a Dios, en realidad de lo que se trata es de relegar a un segundo plano la realidad humana. De esta manera se está cometiendo una injusticia con al prójimo y la sociedad. 2º.- El llamado a la responsabilidad personal y a la conciencia de las relaciones humanas y sociales importa mucho más que la referencia a los mandamientos y leyes divinos y, en definitiva, al Ser supremo y 3º.- El sentido de culpa se supera, o al menos se ha disminuido sustancialmente, al tener presente las diversas implicaciones de naturaleza psicológica, social, política y económica. Por tanto, no se necesita acudir a un dios para resolver el problema del “pecado”. Este y su consecuencia están superados. De ahí podría derivarse, y de hecho así sucede, una actitud de claudicación frente a la negación del verdadero Dios, al mismo tiempo que, considera la realidad humana en cuanto tal, signo de lo divino y normativa para el comportamiento del hombre. El hombre ocupa el lugar de Dios. En muchos escritos de antropología se encuentra esta idea.

La enseñanza de la Iglesia debe tener claro que es en este contexto en dónde hay que situar la reflexión sobre el pecado y el vocabulario a usarse. Además, debe tener en cuenta que no solo se da la posibilidad en el hombre de una sola dimensión, también existe otra que trasciende las posibilidades de estos instrumentos de análisis, es decir, la de las ciencias exactas.

También nosotros en esta ocasión, como lo hemos hecho con anterioridad, acudiremos a la Revelación Divina y a la Tradición de la Iglesia en busca de una respuesta a la situación de hoy.

En esta ocasión nos ocuparemos de la revelación: La Biblia – Antiguo Testamento – habla, casi en cada página, de la realidad del pecado. Los términos empleados son múltiples y son tomados del lenguaje de las relaciones humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticia, etc. Posteriormente se añadirá el término ”deuda” que también utilizara  el Nuevo Testamento.  Pero es en el transcurso de la historia veterotestamentaria en donde se manifestará con mayor claridad el hecho del pecado, su malicia y sus dimensiones. La revelación sobre la naturaleza del pecado, paradójicamente, contiene también la revelación sobre la naturaleza divina – la santidad de Dios -: sobre su amor en contraposición al pecado y su misericordia para con el hombre pecador.

El pecado de Adán, más allá de la desobediencia (Gn 3,3), se presenta como una actitud interior de quien desea suplantar a Dios para decidir sobre el bien y el mal, afirmando frente a Dios la propia autosuficiencia y la negativa a depender de Él: “Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5). Aquí radica la gravedad. Precisamente porque el hombre fue creador por Dios “a su imagen y semejanza”, su relación con Dios no era solo un acto de dependencia y sumisión: ni mucho menos, de esclavitud, sino también de “amistad”. Al rechazar a Dios, el hombre lo considera como un rival y está celoso de los privilegios divinos y de su superioridad (Gn 3,4ss). De esta manera el pecado corrompe al hombre en su misma naturaleza. Y así, la imagen primigenia de Dios, ante el hombre, se transforma radicalmente: de un ser perfecto en sí mismo pasa a ser visto como la de un ser interesado y necesitado, preocupado por protegerse frente a la rivalidad de su creación, del cual el hombre tiene que defenderse. La expulsión del paraíso será la ratificación de separarse el hombre de su creador. La ruptura o rechazo de la relación amistosa con Dios implica también la ruptura entre los miembros de la comunidad humana: interpersonal, familiar, social y ambiental. No obstante, desde el mismo inicio la condición pecadora del hombre se sitúa bajo el signo de la esperanza. Dios no se resigna a perder al hombre. Dios toma la iniciativa (Gn. 3,15). A lo largo de toda la historia de la salvación Dios manifestara su designio salvador para con los hombres: Noé y su familia (Gn 6,5-8) y, por su medio, Dios recreara toda la tierra (Gn 12,3). Esa esperanza la mantiene viva el Pueblo de Israel a través de los siglos por medio de los profetas y hombres de Dios a los que se les denominara “los Pobres de Yahveh”.

En el Nuevo Testamento se nos muestra cómo Jesús lleva a cabo el cumplimiento de la profecía de Is 53,11: El Siervo de Dios liberara al hombre de su pecado. Desde los mismos inicios de la vida pública, Jesús se muestra cercano con los pecadores. Mediante la predicación del “El Reino de Dios” invita al hombre a “la conversión” – noción de gran importancia -, que lo dispone a recibir el favor divino, a dejarse amar por Dios y acoger “su reino (Mt 1,15). Pero Jesús permanece impotente ante el rechazo de su ofrecimiento (Mc 3,28s), frente al hecho de que el pecador no quiere aceptar el ofrecimiento del perdón (Lc 18,9ss). Jesús denuncia la falsa justicia que se basa en el cumplimiento de hechos, tradiciones y cumplimientos de leyes pero que, al mismo tiempo, mantiene un corazón malvado (Mc 7,21ss). El verdadero discípulo de Jesús no se contenta con el cumplimiento de leyes – escribas y fariseos – (Mt 5,20); lo que Jesús predica y exige es el precepto del amor (Mt 7,12); y, el verdadero amor se aprende viendo actuar a Jesús. Es haciendo nuestro el estilo de vida de Jesús y, de esta manera, se da cumplimiento a la realidad del Reino.

Pero es San Pablo quien mejor sistematiza lo que es el pecado y el perdón que Jesús vino a traer a este mundo. Su doctrina la encontramos con una gran claridad en su carta a los Romanos.  Pablo distingue entre la realidad de “el pecado” – “hamartia” en griego – y los actos pecaminosos particulares – los pecados – a los que denomina con el término griego de “paraptoma”, que significa “caída”. No debemos pensar que Pablo, dada esta distinción, disminuye la gravedad y la trascendencia a los actos pecaminosos (1 Cor 5,10ss; 6,9ss; 2 Cor12,20; Gal 5,19-21; Rm 1,29-30; Col3,5-8; Ef 5,3; 1 Tim 1,9; Tit 3,3; 2 Tim3,2-5), por el contrario. Estos pecados son en el hombre pecador la expresión y la exteriorización de esa fuerza hostil a Dios y a su Reino – “hamartia” -. El mismo hecho de que Pablo reserve un término particular para designar a “El Pacado” en singular, demuestra la importancia que el Apóstol da a cada una de estas categorías del pecado. Pero, Pablo se preocupa de describir su origen y sus efectos en cada uno de los hombres, elaborando, de esta manera, una verdadera teología del pecado.

Para Pablo, “El Pecado” – “hamartia” – lleva consigo la no aceptación, el rechazo total y deliberado de Dios en la vida del Hombre, de la sociedad y del mundo entero. El hombre se erige en contra de Dios como un dios alterno que quiere sustituir y reinar y, por consiguiente, se constituye en el artífice del “bien” y del “mal”. Él, – el hombre –, se constituye o se cree, de esta manera, el ser supremo: niega a su creador. Se vuelve a repetir el drama del paraíso: “seréis como dioses” (Gn 3,4). Los demás pecados (lujuria, ambición, injusticias, marginación, etc.) tienen como fundamento o base, este rechazo a Dios – “hamartia” -, a ese Dios que nos quiso tener como “amigos”.

En este contexto, ¿qué pensar de la misericordia?  La misericordia es un atributo divino. No se puede negar, sin embargo, hay que entenderla correctamente. La misericordia es ese amor misericordioso e inagotable de Dios-Padre que entrega a su Hijo, Jesucristo, a la pasión, muerte y resurrección para salvar al hombre pecador y volver, de esta manera, a restituir la amistad perdida con el pecado original. Sin embargo, esa misma “misericordia” divina pide y exige de parte del hombre pecador un proceso de conversión, es decir una vuelta a la aceptación del amor que Dios-Padre manifestó a la humanidad desde el momento de la creación. La Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, continúa con la acción reconciliadora del hombre con Cristo – sacramento de la reconciliación –.

Se hace urgente para la Iglesia el que ella vuelva a convertirse en testigo del Evangelio predicando la conversión y demostrando a las nuevas generaciones que hay motivos para creer y alcanzar la felicidad buscando, creyendo y entregando su vida a Cristo. La Iglesia, en todo momento, debe ser fiel a su fundador: Jesucristo. No puede plegarse a las tendencias del mundo presente. Ella tiene como mandato la predicación y la fidelidad al Evangelio que se realiza en la fidelidad al dato revelado y en la enseñanza milenaria de la comunidad cristiana. En nuestros tiempos objetivo difícil.-

Valencia. Enero 21; 2024

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