Venezuela

The Economist: «Ecosocialismo» significa aparentemente arrasar la naturaleza para construir mansiones

Nicolás Maduro deja que los mineros destruyan los bosques de Venezuela

The Economist:

Cuando el vuelo que sale de Caracas dos veces por semana desciende hacia el parque nacional de Canaima, el personal de cabina insta a los pasajeros a mirar por las ventanillas de babor para obtener la mejor vista. Es un buen consejo. Enormes montañas de cima plana, de al menos quinientos mil años de antigüedad, emergen de la niebla como antiguas puertas a otro mundo. Todo parece prístino, intacto por la humanidad.

Pero si se mira por el otro lado del avión, aparece una imagen más triste. Allí, en el valle, la selva está marcada con parches desnudos de barro y arena, evidencia de la destrucción causada por la minería ilegal de oro. Y el gobierno de Venezuela, lejos de intentar frenar este expolio medioambiental, lo está fomentando.

Venezuela fue en su día famosa por su verdor. En 1977 se convirtió en el primer país latinoamericano en crear un ministerio de medio ambiente. Se designaron vastas extensiones de tierra como parques nacionales. Se promulgaron leyes de conservación de la fauna. Canaima, que era un parque protegido desde los años 60, se convirtió en la flor más brillante de una corona floral. En aquella época, Pdvsa, la empresa petrolera estatal, estaba bien gestionada y proporcionaba a los sucesivos gobiernos tanto dinero que no veían la necesidad de talar los bosques de la nación.

Con Nicolás Maduro, el dictador socialista de Venezuela, admirador de Putin, el plan es diferente. Su régimen tiene poco dinero y es corrupto. Gracias a la mala gestión y a las sanciones, Pdvsa está en ruinas, así que Maduro está desesperado por encontrar nuevas fuentes de ingresos. Desde el Amazonas hasta el Caribe, ha permitido que se produzca una carrera desenfrenada en búsqueda de minerales.

Esa lucha comenzó en serio en 2016, cuando los precios del petróleo eran dolorosamente bajos. Maduro anunció que un territorio en forma de media luna, casi tres veces el tamaño de Suiza, en el sur de Venezuela, estaba abierto para que los mineros lo excavaran. Lo llamó el Arco Minero. El objetivo declarado era atraer inversiones para la extracción de oro, hierro, cobalto, bauxita, tantalita, diamantes y otros minerales.

En 2019, después de que Maduro se robara unas elecciones, Estados Unidos impuso sanciones a Pdvsa. La economía de Venezuela ya se estaba hundiendo, y el régimen se volvió aún más desesperado por efectivo. «Tuvimos que aprender rápidamente a depender menos del oro negro, y buscar el oro del oro», dice un ejecutivo de negocios en Caracas.

Cuando se está en un agujero, hay que empezar a cavar

Se firmaron algunos acuerdos legítimos, entre ellos con empresas mineras chinas, canadienses y congoleñas. Pero ninguno se convirtió en proyectos significativos. Las inversiones a largo plazo en un país con un gobierno tan depredador no son para los pusilánimes. En su lugar, se inició una batalla campal en el Arco Minero, una fiebre del oro supervisada por una turbia alianza de narcotraficantes, generales, bandas y guerrillas colombianas, en la que el régimen se lleva una gran parte de los beneficios.

En 2016, la ONG Global Initiative calculó que la friolera del 91% del oro venezolano se producía ilegalmente. Desde que Maduro creó el Arco Minero, es probable que esa proporción haya aumentado aún más. Una investigación realizada en enero por Armando Info, un sitio de noticias independiente, con el periódico español El País, reveló que los dos principales estados mineros de Bolívar y Amazonas tienen al menos 42 pistas de aterrizaje ocultas para los contrabandistas de oro.

La minería ilegal es atractiva para muchos venezolanos, porque las alternativas son nefastas. Bajo el mandato de Maduro, los salarios se han desplomado. Los trabajadores del gobierno ganan menos de 10 dólares al mes. Decenas de miles de personas, en su mayoría hombres, se han trasladado a Canaima para probar suerte como excavadores autónomos. Muchos lugareños se han unido a ellos. Ahora que los turistas temen venir a Venezuela, los guías indígenas pemones del parque, que antes escoltaban a los excursionistas, tienen poco que hacer, salvo cavar.

Se han derribado árboles para hacer pozos. Según datos de la organización ecologista Global Forest Watch, entre 2002 y 2020 Venezuela perdió 533.000 hectáreas de bosque primario húmedo, alrededor del 1,4% de la superficie total de bosque húmedo. «La minería se ha desbocado», afirma Alejandro Álvarez Iragorry, ecologista. Venezuela es ahora el principal minero ilegal de la Amazonia. En 2019, RAISG, un organismo de control, contabilizó 1.899 explotaciones mineras en la parte venezolana de la cuenca amazónica. En la Amazonia brasileña, un territorio más de diez veces mayor, solo había 321.

Los mineros contaminan el agua local. Utilizan mercurio para separar el oro del mineral; los residuos se filtran de forma invisible en los arroyos y ríos. Se han encontrado niveles peligrosamente altos de mercurio en muestras de cabello tomadas a indígenas que se bañan y beben de los arroyos locales. Más de un tercio de los pemones analizados en Canaima el año pasado tenían niveles superiores a los considerados seguros por la Organización Mundial de la Salud, según SOS Orinoco, un grupo ecologista. El envenenamiento por mercurio aumenta la probabilidad de que las madres den a luz a bebés con daños cerebrales.

La empresa petrolera estatal también es imprudente desde el punto de vista medioambiental. Bajo el mandato del predecesor y mentor de Maduro, Hugo Chávez, miles de empleados fueron despedidos por oponerse al régimen y sustituidos por lacayos chavistas. Desde entonces, la empresa se ha vuelto incompetente. Se han perdido habilidades, la infraestructura se ha oxidado. Venezuela registra una media de 5,8 derrames de petróleo al mes, según el Observatorio de Política Ecológica, un organismo de control.

En el Lago de Maracaibo, donde se hicieron los primeros grandes descubrimientos de petróleo en la década de 1920, los lugareños dicen que los derrames se han vuelto constantes desde 2015. Las aguas residuales y la contaminación agrícola no han hecho más que empeorar la situación; gran parte del vasto lago está ahora cubierto por una pútrida alfombra de algas. El gobierno acusa a los ecologistas de exagerar el problema y obstaculiza su labor. Tras un vertido en 2020 en el parque nacional de Morrocoy, en el noroeste del país, los científicos se quejaron de que no podían medir los daños en el fondo marino porque Pdvsa había cerrado el acceso a la zona.

En 2011, el gobierno dejó de publicar estadísticas medioambientales. Así que la verdadera magnitud de la contaminación del agua y la deforestación solo puede estimarse. Las estaciones meteorológicas instaladas a un alto costo en la década de 1970 en las cumbres de las montañas de Canaima están abandonadas. En 2014, el Ministerio de Medio Ambiente pasó a llamarse Ministerio de Ecosocialismo. «El gobierno venezolano se enorgullece con razón de la belleza de este país, pero parece que se ha olvidado el deber de protegerla», dice un diplomático.

El pasado mes de octubre, Maduro anunció planes para construir una ciudad «comunal» en el parque nacional del Ávila, una gloriosa montaña que domina Caracas y que está protegida de la construcción desde 1958. El propósito del proyecto no está claro. Una teoría es que Maduro, que ha expresado su interés por el misticismo indio, podría estar esperando construir algo parecido a Auroville, una ciudad en la India construida en la década de 1960 por los seguidores de un gurú «para concretar la unidad humana». Dado que Maduro rara vez cumple con sus anuncios grandiosos, los venezolanos nunca lo sabrán.

Pero en otra parte del país, antes virgen, las excavadoras ya están trabajando. En el Gran Roque, la isla más grande del archipiélago de Los Roques, cerca de un arrecife de coral único, se están construyendo una serie de mansiones de hormigón y un hotel. Esto parece violar los decretos gubernamentales de 2004 que prohíben la construcción. Los expertos temen que el proyecto altere el delicado equilibrio medioambiental de una zona famosa por su fauna, incluida una especie de tortuga en peligro de extinción.

No se conocen los inversores de los edificios, pero los lugareños dicen que un alto funcionario del gobierno parece ser el propietario de una de las casas más grandes. Arrasar la naturaleza para construir mansiones es una extraña definición de ecosocialismo, pero es un mundo loco, loco, loco, el de Nicolás Maduro en Venezuela.

The Economist

Traducción: Marcos Villasmil

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