Alicia Álamo Bartolomé:
Dice Santa Teresa:
Nada te turbe,
nada te espante;
todo se pasa;
Dios no se muda;
la paciencia to lo alcanza;
quien a Dios tiene nada le falta:
sólo Dios basta.
La paciencia es una forma de apresurarse, en el mismo sentido del dicho: “despacio que estás apurado”. La paciencia es una autopista recta; el apresuramiento, callecitas estrechas y sinuosas. Los investigadores científicos son un ejemplo cumplido de paciencia, ¡cuántos ensayos y anotaciones! Van persiguiendo una idea y no cesan hasta encontrar la fórmula. Los inventores igual. Estudian y fabrican modelo tras modelo corrigiendo un trazo, una pieza cada vez, hasta lograr el artefacto de su sueño. Ni uno ni otros, cuando son de ley, buscan atajos inseguros para acortar caminos, a menos que lo que intenten sea precisamente eso, entonces prueban para lograr en el futuro esa economía de tiempo.
En todo trabajo logrado hay una buena dosis de paciencia, como en toda vida triunfante. Los grandes saben esperar, pero no sentados a puerta de su tienda viendo pasar la vida, sino en una paciencia activa: se preparan. Entonces esperan su momento y éste llega. Si la paciencia es una espera boba, la hora precisa no aparece, se pasa la vida y nunca se hizo lo que había que hacer. La paciencia es un nivel entre el atolondramiento y la inercia; es saber medir capacidades, posibilidades y aconteceres. La paciencia mantuvo a José en Egipto y cuando lo dijeron “vuelve”, volvió.
Nosotros nos impacientamos cuando no vemos nuestros proyectos cumplirse con la prontitud deseada. Un joven párroco, en una ciudad de Estados Unidos, estaba empeñado en terminar las obas del templo y la escuela parroquial, los créditos no salían, los materiales no llegaban; en fin, la construcción se retardaba por una serie de inconvenientes que no podía resolver. tenso, con los nervios contenidos, se paseaba en su despacho de un lado a otro, hasta que alguien le pregunto la causa de su impaciencia y contestó: “Es porque Dios no tiene prisa”.
Exacto, “Dios no tiene prisa”, pero nosotros sí. Justamente la paciencia es acomodar nuestras ansias y nuestros pasos al ritmo de Dios. Eso es lo más sencillo y a la vez lo más heroico, porque significa poner todos los medios humanos, exhaustivamente –sin cicatería ni pereza- y todos los sobrenaturales, como la oración y el sacrificio; después, esperar que Dios actúe cuando quiera y como quiera. Nosotros tranquilos, no más afanes, porque no depende el resultado tan sólo del verdadero empeño que pusimos, sino de la voluntad divina.
La paciencia es una virtud humana asentada sobre la fe y la esperanza; por éstas, confiamos en los resultados. Entonces, ¿por qué preocuparnos si se tardan? Esta virtud es floreciente en los santos, ellos saben muy bien que la solución vendrá. La Virgen María quedó encinta apenas dio su consentimiento al arcángel, luego se dio cuenta de la angustia de José al no tener explicación de lo sucedido; mas a ella no la habían autorizado a revelarlo y guardó silencio pacientemente, aun dándose cuenta del desconcierto inicial de José, que quizás vería asomar a sus ojos. Sabía que el Señor, en el momento oportuno, devolvería la calma a su esposo. No resolvió por su cuenta contarlo todo, com hacemos muchas veces nosotros, cometiendo imprudencias para evitar el mal juicio de alguien en cuanto nos atañe. No, la Virgen esperó.
A los niños y los jóvenes se les debe enseñar la paciencia, pero una paciencia inteligente, explicándoles las virtudes de esperar y dejar madurar el cuerpo y la mente. Ponerles el caso de los frutos, cómo alcanzan lentamente su sazón. Los jóvenes tienen la impaciencia de crecer antes de tiempo, de enterarse d cosas de adultos y hacerlas. ¡Es doloroso provocar un corte violento, de consecuencias impredecibles en el alma o la psiquis de un joven, por enfrentarlo antes de tiempo a realidades que más adelante asimilaría perfectamente! Es un tajo duro en la tensa cortina de la inocencia, cuando ésta debe descorrerse suavemente, a su hora, para descubrir el hermoso espectáculo de la vida. Los hechos adelantaos a una edad, na sensibilidad, un grado de inocencia o inmadurez dejan huella. Si todo vendrá en un momento, irremediablemente, ¿por qué precipitarlo. El fruto cortado cele se atrofia. El leño quemado verde produce humo que hace llorar. Así sucede al apresurar en el espíritu la pubertad cuando el cuerpo es aún impúber.
Por otra parte, ya que hablamos de niños y de jóvenes, educar es una obra de paciencia. No es lo que habla a un niño, sino lo que se le insiste, la causa eficiente para formar los hábitos de higiene, de orden, de buenos modales, etc. El niño atraviesa etapas según la edad, por ejemplo: la de no querer tomar el baño para no interrumpir los juegos. Es un día y otro día, quizás durante años, como la madre debe recordar e imponer la hora del baño. De repente, cuando llega la edad de resumir, sucede lo contrario: hay que enseñarle a economizar el jabón.
San José ejercitó la paciencia para educar a Jesús, no porque fuese un niño díscolo o inepto, sino porque Dios quiso asumir nuestra carne y pasar inadvertido entre nosotros, someterse a los avatares del aprendizaje de un infante normal y si bien captaba todo y era aplicado, su padre, el carpintero de Nazaret, muchos días estaría cansado y se le haría penoso enseñarle. Es la paciencia que debemos invocar cuando nos toca el proceso educativo con los hijos, o por profesión, con niños y jóvenes, o con aquellos bajo nuestra responsabilidad en el trabajo. Nunca debemos olvidar que “nadie nace aprendido”. Por eso enseñar es una demostración de paciencia sostenida; además, ésta hay que enseñarla también.
Los años pasan, llegamos a la época en que por edad o incapacidad nuestras horas de jubilados de trabajos y fatigas se hacen largas, dependemos para todo de personas que deben atendernos. Perdemos la noción de los minutos y nos parece que no vienen rápidamente cuando las llamamos; por eso, cuando acuden, las recibimos con disgusto. No pensamos en los otros menesteres que interrumpieron para venir en nuestra ayuda. En estos casos se necesita una paciencia recíproca: la del atendido y la del que atiende. Lo mejor es entregar todos los sinsabores de la espera o de las majaderías de los impacientes o ancianos confundidos, en manos de María y José, tan silenciosamente hechos a esperar y soportar.
Como seres imperfectos tenemos también la mala costumbre de proceder despacio y exigir rapidez. A nosotros, que no nos apuren, pero los demás deben respondernos con prontitud. En la sociedad dependemos los unos de los otros . El trabajo presente de cada quien está ligado, en pasado y en futuro, a otros. En mí se pude apresurar, detener, mejorar o empeorar un negocio. Me toca despachar la parte que me corresponde lo mejor posible y en el tiempo cabal. No puedo pretender que otros suplan mis deficiencias, ni imponerles ritmos que no les corresponden, porque estoy impaciente. Nosotros queremos que nos tengan paciencia para tener el tiempo de enterarnos de los componentes del trabajo a realizar, de aprender y pensar las cosa bien; pues lo mismo quieren otros y todo tiene su tiempo lógico. La paciencia sabe sopesar estas necesidades en uno mismo y en los demás. El jefe que posee esta virtud difícilmente se irrita y siempre saca el mejor partido de sus subordinados. Cuando es lo contrario, el mal humor y las carreras cunden en la empresa y el trabajo sale mal y escaso.
La ira, en muchos casos, es consecuencia de la impaciencia. Bien dicen que se debe contar hasta diez antes de demostrar enojo. Según el temperamento, para algunos, será mejor contar hasta cien. Es cuestión de paciencia y con ésta se atemperan muchos resultados.
Por supuesto, hay una santa impaciencia, aquella que nos lleva a reparar una falta, recobrar la vida de la gracia en el sacramento de la penitencia, a socorrer la necesidad ajena, pero esta impaciencia debe desenvolverse siempre bajo la luz de la caridad para poder calibrar las prioridades. Lo primero es Dios y lo demás en Dios. Jesús estuvo impaciente por la Redención: “Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero si no que arda?” (59). “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de mi pasión” (60). Pero no se trata de una impaciencia angustiosa, llena de mal humor, sino de una impaciencia alegre, ansiosa, plena de esperanza, de promesa y más bien se disfruta. Es la impaciencia de José, a quien hemos calificado como señor del Adviento, es decir, de la espera, estuvo pacientemente esperando e impacientemente deseando. Así fue también la impaciente paciencia del mundo aguardando el nacimiento de Cristo. Impaciencia que colmó los largos años de Simeón y de Ana (61).
58 – Anécdota recogida en una vieja edición de Selecciones del Reader Digest.
59 – Lucas 12, 49
60 – Lucas 22, 15
61 – Lucas 2, 25-38