Opinión

Problemas pilosos

En pleno siglo XXI basta de estupideces para disimular el lenguaje

Alicia Álamo Bartolomé:

Me decía alguien, a propósito de otra persona que me enviaba saludos y yo no recordaba: “Él es médico, moreno, pelo malo”. Me chocó la expresión y pensé: ¿cómo sabe que tiene el pelo malo, con alguna enfermedad o que se le parte o se le cae? Porque entiendo por malo algo que está defectuoso, que no sirve y me parece difícil que podamos juzgar, sólo a la vista, del estado del pelo del prójimo.

Por supuesto, no era la primera vez que oía esa definición del cabello y siempre me ha molestado, creo que ese eufemismo para describir el pelo ajeno es un insulto a quien lo lleva. Es una frase peyorativa llamar pelo malo al sencillamente rizado apretado, chicharrón o afro. Como es también no decir la raza aparente -si es que existen las razas y por eso digo aparente- de una persona, llamarla morenita cuando es sencillamente negra o tal vez, si se quiere ser más preciso, marrón.

En pleno siglo XXI basta de estupideces para disimular el lenguaje. Nuestro gran bailarín, a quien todos llamábamos con cariño el negro Ledezma, dijo, cuando supo que una gringa se había escandalizado porque lo llamaban así: “¡A mí nadie me va a llamar afro-descendiente, no faltaba más!” Tenía razón, negro y a mucha honra.

Tenemos que erradicar el significado negativo de colores de piel y rizado del cabello. O vamos a generalizar la descripción despectiva, por ejemplo: usar la palabra desteñido para los blancos y rubios, pelo de mazorca para los lacios y piel sucia a los morenos claros.

Es tan absurda la discriminación cromática; la famosa raza aria, la blanca, la amada de Hitler: nació en la India y los oscuros indios son raza aria. Y entre los pelirrojos, que más blancos no pueden ser, no resisten el sol de la playa, hay más de uno pelo apretado, pelo malo, según la infeliz expresión. ¿Entonces quién es blanco, negro, amarillo, indio o piel roja?

En nuestro mundo lleno de problemas, donde los pueblos se matan por idiosincrasias o fajas de tierra, líos ancestrales religiosos, ideológicos o simples antagonismos ni se sabe por qué, no podemos insistir, ni permanecer en discriminaciones absurdas. Hay que empezar por el principio.

Todos tenemos un mismo y democrático origen. Para los creyentes somos hijos de Dios y es nuestra única raza. Para los no creyentes, somos una evolución de la materia que no se sabe de dónde viene ni adónde va, luego, igual democrático origen y destino.

¿De qué están orgullosos algunos? ¿De un árbol genealógico o una prosapia, con alguno que otro lunarcito, que no faltan, aunque haya muchos nombres ilustres? ¿O están vanos por dinero ganado o heredado, tener grandes posesiones de tierras y palacios históricos? ¿Cuál es el mérito?

Le pudo haber pasado al vecino. Nadie escoge el lugar donde nace, simplemente nace allí sin mérito alguno, hubiera podio nacer en un rancho cerro arriba en Petare. En uno u otro sitio, el mismo llanto al nacer para que los pulmones se acostumbren al aire, sea en una elegante clínica, la maternidad Concepción Palacios o un cuartucho de zinc. El acto de nacer es el mismo, supongo que también para los evolucionados de la materia.

Se nace sin prejuicios, éstos son parte de la educación (!). Si, desde pequeños empezamos a oír que hay diferencias entre los seres, gente de medio-pelo -otra vez el problema piloso-, los niños con quienes se puede jugar y los que no, los que van a colegios privados y los que van a instituciones públicas, aun viviendo bajo el mismo techo. Porque el hijo de la empleada no va a las aulas de los hijos de los dueños. Vamos captando las tales diferencias sociales. Llegamos a adultos, nos parecen normales, si no y nos las saltamos, recibimos regaños de nuestros mayores.

Hay una sola diferencia difícil de saltar: la cultural. Costumbres de higiene, de modales y lenguaje insoportables. Por eso es una primerísima prioridad superar la marginalidad cultural. Es de urgencia acabar en el planeta, en nuestra “casa común”, como gusta decir a Francisco, con la pobreza económica y cultural, con el hambre y la carencia de valores espirituales. Si no, ¿para qué sirven 21 siglos de cristianismo?.-

* Alicia Álamo Bartolomé es profesora de la Universidad Monteávila

(Publicado originalmente en Pluma Mirada en 360)

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