Lecturas recomendadas

Arraigo, desarraigo

Rafael Tomás Caldera:

 

El principito atravesó el desierto y no encontró más que una flor. Una flor de tres pétalos, una flor de nada…

—Buenos días, dijo el principito.

—Buenos días, dijo la flor.

— ¿Dónde están los hombres?, preguntó cortésmente el principito.

Un día la flor había visto pasar una caravana.

— ¿Los hombres? Creo que existen seis o siete. Los he visto hace años. Pero no se sabe nunca dónde encontrarlos. El viento se los lleva. No tienen raíces. Les molesta mucho no tenerlas.

—Adiós, dijo el principito.

—Adiós, dijo la flor.

De El Principito, capítulo XVIII

 

 

1

Desde hace un siglo, el fenómeno migratorio en el mundo no cesa. Guerras, miseria, persecución, falta de oportunidades para una vida digna, son muchos los factores que empujan al doloroso camino de la emigración. No el menor, por cierto, la diferencia de densidad demográfica, que se hará sentir cada vez más. Sobre la despoblada Europa avanzan árabes, asiáticos, subsaharianos.

 

Ante esta realidad, el papa Francisco ha procurado llamar la atención del mundo y remediar de alguna manera el sufrimiento que implica. Desde incluir en las Letanías lauretanas una invocación a la Virgen como Consuelo y ayuda de los migrantes, pasando por hacer realizar una escultura de gran tamaño que representa un bote cargado de inmigrantes, hasta hacerse cargo en el Vaticano de refugiados que encontró en alguno de sus viajes. Sus expresiones sobre el problema son constantes y de acento doloroso.

 

Tanto sufrimiento, en verdad, con no pocas muertes. A la vez, no pequeño problema: para los emigrantes, en primer término, pero también para el futuro de sus países, privados ahora de parte de su población activa, y para las tierras de acogida, con frecuencia mal preparadas para hacer frente a esta contingencia.

 

El desarraigo que esto puede llevar consigo nos mueve a reflexionar sobre el arraigo como dimensión de la existencia humana, su valor y su importancia también en el caso de la emigración.

 

2

Por lo pronto, es importante un primer deslinde entre las personas que se ven necesitadas de emigrar de su tierra y aquellas otras que ―como en el texto de El Principito recogido arriba― puede decirse que “no tienen raíces”. Dos imágenes resultan muy a propósito para caracterizar ambas situaciones.

 

Forzado a salir de Troya en llamas, invadida por los aqueos, Eneas va con su padre Anquises en hombros y acompañado por su hijo Ascanio. Llevan consigo el fuego sagrado y los penates, que señalan su pertenencia a su hogar y su ciudad. En la obra de Virgilio, Eneas irá a fundar Roma. La imagen ha sido representada en pintura y en una impresionante escultura de Bernini.

 

En contraste, podríamos decir que el millennial (o un zeta) sale con su smarphone en la mano y un incierto GPS, que lo guía a un sitio ya edificado y ordenado donde pueda vivir materialmente mejor. Es una persona global, que igual está aquí que allá porque en definitiva no se reconoce de ningún lugar. Acaso forma parte de una generación que, anotaba Knox, “ha rechazado los convencionalismos sin sustituirlos por principios y tiene tendencia a confundir la diversión con la felicidad, la pasión con el amor y la excentricidad con el talento”.

 

3

La persona arraigada que emigra está en capacidad de aportar a su nueva patria la riqueza humana de su experiencia. Andrés Bello, ya maduro ―su vida hasta entonces se ha repartido entre su Caracas natal y Londres a donde fue por servir la causa de su país―, va a Chile “el país de la anarquía”, como dijera Bolívar, y da una contribución decisiva en el ordenamiento de aquel país. Ha quedado incluso como un referente del orden en la vida social. Esto es, se incorpora al nuevo país para construir, porque su temprana experiencia de arraigo ha cultivado en su persona un sentido de pertenencia, no de alienación. Ello no quita que pudiera escribir en unos sentidos versos que Naturaleza da una madre sola/y da una sola patria…

 

Aventado por la guerra lejos de su patria, Pedro Grases se encuentra en la necesidad de renunciar a su vocación política inicial y al cultivo de la lengua árabe, de la cual había sido profesor. Implantado en Venezuela, se transforma en el gran revalorizador de la tradición humanista venezolana para cuyo estudio es referencia impreterible. Así, este “polígrafo venezolano nacido en España”, como pudo decir Rafael Caldera en la contestación de su discurso a la Academia de la Lengua, contribuyó de manera decisiva a la cultura de nuestro país; pero nunca abandonó su vínculo con la tierra natal: pisó la uva tras la vendimia, practicó la literatura catalana. Cuando le era posible, solía en el verano pasar un par de meses en su tierra natal y su pueblo. Una cosa no quita la otra.

 

Estos trasplantados han cultivado en su intimidad una manera de ser. Es eso lo que falta (o ha sido abolido) en aquellos que viven en la realidad secundaria del mundo digital: las redes sociales y el PlayStation. La persona que ha vivido su arraigo conserva lo valioso, lo que otorga sentido y ordena la afectividad. Tendido en la arena del desierto, tras haber sufrido un accidente en su avión y a la espera quizá de un asalto por parte de las tribus guerreras, Saint-Exupéry recuerda la casa de su infancia, el cuidado que ponía el ama de llaves para que todos los lienzos, las sábanas incluidas, estuvieran en buen estado, pulcras, con olor a lavanda. Aquella ama de llaves a la cual, para su asombro, daba noticia de sus viajes como novel piloto.

 

4

El arraigo ―soy de aquí― no es una referencia administrativa. Se apoya en lo real experimentado como un don. Los padres, la familia, el país donde hemos crecido constituyen una experiencia vicaria del origen trascendente de la persona. Por eso no se opone a la emigración sino a esa superficialidad de la persona cuyas relaciones de amistad tienen fecha de vencimiento porque ―como explicó el zorro al Principito― no se saben ni se sienten responsables de lo que han domesticado.

 

Experiencia de la realidad, decía, en la que reconocemos el don: la belleza, el amor, la amistad. De allí, pues, el agradecimiento, esa gratitud profunda que es valoración de lo real, aun con la experiencia de lo malo que no deja de acompañar nuestra existencia y que solo remedia el amor. Dimensión de futuro también en la medida en que confiere sentido a nuestra vida, nuestras acciones.

 

Acaso la manipulación tecnológica oculte el misterio de lo real al poner la mirada sobre todo en aquello que el ser humano modifica. Se desdibuja y hasta pierde la conciencia de participación en lo que es. La persona se aliena y piensa que todo se debe a su trabajo, su habilidad. No resulta extraño entonces que pueda escribirse (Ballester) cómo “el desarraigo es uno de los rasgos esenciales de nuestro tiempo”.

 

5

Pero debemos quizá preguntarnos en qué consiste el arraigo, de tal manera que su contrario ―el desarraigo― pueda ser una privación.

 

La metáfora es vegetal: echar raíces, tener raíces en el terruño originario. Como tal, resulta a un tiempo algo que da fundamento sólido a la persona y que, sin embargo, permanece oculto, latente en la tierra.

 

No es extraño que se revele en un momento de crisis. Aquella joven actriz de Los Ángeles descubre hasta qué punto es ucraniana cuando su país de origen, abandonado a los siete años, se ve invadido. Sus expresiones son gráficas: “Sucede esto y no puedo expresar ni explicar lo que sentí, pero de repente pensé: ¡Oh Dios mío!, siento que me arrancaron una parte del corazón. Fue la sensación más extraña”. Desde luego, se ve movida a hacer algo, en el caso recoger una enorme suma de dinero para ayudar a su país de origen.

 

¿Qué hace que estemos arraigados y, como decíamos, en qué consiste?

En el crecimiento y desarrollo de la persona nuestra afectividad se ve marcada por esas experiencias que han dado pie a una cierta identidad: hemos experimentado, de manera fuerte, algo de lo real. Un paisaje, la imborrable visión de una tierra cruzada por arroyos, el olor de los matorrales… Con ello, esas experiencias propias del cultivo humano, de la crianza, en las cuales ―como lo recordado por Saint-Exupéry-― se cifra el descubrimiento de la bondad.

 

La persona que vamos llegando a ser se encuentra unida a aquellas tierras y aquellos recuerdos. De alguna manera configuran, nuestro corazón y definen nuestra identidad radical. Sí, dirá ella, soy ucraniana, a pesar de mi asimilación a la vida norteamericana.

 

El arraigo, cuando es auténtico, esto es, cuando toca de verdad al núcleo de la persona, se traduce en la noble virtud que los romanos llamaron ‘piedad’. Esa reverencia hacia nuestros orígenes ―los padres, la tierra que nos vio nacer: la Patria― que propicia la disposición de sacrificar de lo propio para enaltecer lo de todos. Diremos a veces, con razón, ‘amor a la Patria’ y en ello se asentará una capacidad de esfuerzo y de renunciamiento sin la cual nada grande se hace en este mundo. Piedad que ennoblece la vida al conducir nuestra libertad al agradecimiento y el sacrificio, no a la acumulación de cosas y de placeres del cuerpo. La persona entra en la dimensión del don, que resulta verdadero camino de realización propia.

 

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No clausura el arraigo, sin embargo, la posibilidad o la conveniencia, necesidad a veces, de emigrar. Cuando ha sido efectivo, la migración será como un trasplante. No un simple arrancar las raíces, un desarraigo, sino un asentarse de nuevo en el ambiente que nos recibe para llevar a cabo allí, aun con limitaciones, el empeño en la realización personal, siempre vinculada al mejoramiento del ambiente en donde nuestra vida tiene lugar.

 

Escribió así con énfasis Mariano Picón Salas: “la vida personal o la Historia no es sino la nostalgia del mundo que dejamos y la utopía ardorosa, siempre corregida y rectificada, de ese otro mundo adonde quisiéramos llegar”. Quizá porque junto al sabor local combinado con una “universalidad inconsciente” (Eliot) late siempre en nosotros una “añoranza de lo que no se ha visto, la más honda, la más querida” (Azorín).

 

No es nuestro destino quedar atado a la tierra. Aun al reposar junto a los restos de nuestros padres, el espíritu parte hacia lo eterno. Cuando la persona ha cultivado su arraigo, su pertenencia a una familia, a un rincón de este mundo, y con ello pudo entrar en la dimensión del don, su realidad trasciende, aunque no quede constancia de su nombre en ningún registro histórico.

 

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