Lecturas recomendadas

Trabajo

(Señor del Adviento, capitulo 15)

 

Alicia Álamo Bartolomé:

Los pecados capitales lo son del reino del mal que existe cuando se desaloja a Dios del alma, de la sociedad, del mundo. O no existe, porque el mal no es existencia  sino ausencia de bien: negación de Dios, Bien Supremo. Sin embargo, podemos situarnos, para combatirlo, en este reino de la no existencia y sus capitales fantasmales. Entre éstas, capital de capitales, está la pereza. Conocemos bien el dicho: “la ociosidad es la madre de todos los vicios” y es exacto. Hay un caso famoso muy ilustrativo.

 

El rey David de Israel había completado muchas campa- ñas exitosas y después de vencer a sirios y amonitas se fue a Jerusalén. Pasó un año, llegó el tiempo de ponerse en campaña otra vez, David mandó a Joab y sus oficiales con todo el ejército para acabar con el resto de los amonitas, pero él se quedó. Aquí empezó su desgracia. Se aburría, era un soldado acostumbrado a la acción, se paseaba por las terra- zas del palacio y un día, después de dormir su siesta –segu- ramente más larga que de costumbre, pues no tenía nada que hacer– vio en los terrados vecinos a una hermosa mujer que se bañaba. Era Betsabé. Lo demás ya lo sabemos 62.

 

David, uno de los personajes más puros, piadosos y simpáticos del Antiguo Testamento, quien como ningún otro amó, oró y cantó a Dios, cayó muy bajo. No fue sólo el adulterio, de por sí gravísimo pecado, sino la traición, pues a Urías, el esposo de Betsabé, primero lo agasajó y hasta trató de embriagarlo. Luego lo mandó a poner en el lugar más recio del combate para que muriera. !A dónde lo llevó la ociosidad!

 

La ociosidad! A ésta siguió, en primer lugar, la curiosidad, porque, ¿quién lo mandó a mirar indiscretamente hacia donde se bañaba la mujer? Una vez caído en los dos prime- ros pecados, fácilmente vino el tercero, la lujuria y de allí en adelante se despeñó en una serie de maldades. Todo había comenzado con la pereza: no salió con sus hombres en campaña.

 

Bonita lección para nosotros cuando tenemos la tenta- ción de no cumplir un deber, por pequeño que parezca. La primera debilidad afloja las siguientes resistencias. Los dos José, el del Antiguo y el del Nuevo Testamento, no actuaron así. El primero salió corriendo y dejó su capa en manos de la insinuante mujer de Putifar 63, no jugueteó con la tentación, practicó la primera y dorada regla para salvarse del pecado: huir. Del segundo José, tan anónimo en su historia, no tenemos datos de sus luchas contra asechanzas del pecado u otros peligros, pero seguramente las tuvo, floreció entre ángeles y antes de ser el esposo de María, no le faltarían las tentaciones corrientes para los hombres jóvenes solteros. Supo guardarse porque de lo contrario no hubiera sido elegido para ser el jefe de la Sagrada Familia. Sólo la pureza podía estar junto a la pureza. Debe haber caído en el trabajo donde encontró el mejor ejercicio para ser santo.

 

“Contra pereza, diligencia”, se dice al oponer las siete virtudes a los siete pecados. Es decir, contra esa madre de todos los vicios, trabajo; luego, contra todos los vicios, trabajo. Trabajo santificante, santificado y santificador. Y aquí, sin citas específicas, porque llenaríamos volúmenes, podemos decir que se centró la espiritualidad y la predi- cación de San Josemaría Escrivá de Balaguer, el Fundador del Opus Dei. Trabajo, Dios creó al hombre “para que traba-jara” 64 y así lo asoció a la obra de la Creación y, con Cristo, a la de la Redención. Jesús nació en el hogar de un hombre trabajador y lo fue él también, practicó, junto a su padre terrenal, idéntico oficio de  artesano; fue primero aprendiz y después colega y sucesor. Una historia común de trabajo.

 

Trabajo santificante porque nos ejercita en otras virtu- des humanas, apoyo e impulso de las sobrenaturales. Cuando trabajamos debemos vivir la puntualidad, empe- zar y acabar según el horario establecido, sin perder tiempo con pausas innecesarias, con conversaciones a destiempo. Llegar en punto a citas de trabajo y reuniones es justicia y caridad. Justicia porque respetamos el horario dentro del cual cumplimos un trabajo que nos es retribuido econó- micamente. Sería injusto restarle al tiempo que nos pagan. Justicia porque respetamos el tiempo ajeno cuando se trata de citas o reuniones con otras personas, las cuales presumi- blemente tienen una agenda llena como muchas veces está la nuestra. Los retrasos empujan el horario de otros, ocasio- nando trastornos que no podemos medir. Con razón dicen que la puntualidad es la urbanidad de los grandes. Cierta- mente, la grandeza de alma se caracteriza por un pensar siempre en los demás.

 

Con el uso justo del tiempo nuestro y del ajeno, no pode- mos conformamos: debemos vivir también la caridad que perfecciona a la justicia. Vamos más allá de una puntua- lidad a rajatablas cuando es necesario, cuando podemos ayudar a otros, cuando animamos al esfuerzo con nuestra presencia sin la limitación de cualquier horario.

 

Trabajo santificado porque lo hacemos cara a Dios, ofre- ciéndolo, como lo hacía José, con intención de perfección y el mismo tiempo, ofreciendo sus dificultades, su rutina y él cansancio consecuente con espíritu de reparación, impetra- ción y apostolado.

 

Trabajo santificador porque atrae a los demás hacia una vida limpia de entrega, de trabajo santo también por lo que se ofrece, por lo que se da ejemplo, por lo que se crea y se logra. Cuando trabajamos sabiendo que comple- tamos la Creación y la Redención, dándonos apasionada- mente a la tarea, superando los obstáculos y contratiempos con alegría, lo vamos santificando todo: a nosotros mismos, a los compañeros de trabajo, a la familia, la sociedad y todas las relaciones humanas. Hasta la naturaleza misma dejará de tener dolores de parto 65 cuando se le trate y transforme con un trabajo pleno de intención sobrenatural.

El trabajo se remunera económicamente y debe serlo, con el salario justo, puesto que de éste depende la sobrevi- vencia de la familia. En nuestro mundo actual hay  bastante

legislación al respecto porque sin ésta, nuestra pobre condi- ción humana tiende a aprovecharse del otro para aumentar sus ganancias. Si es deber de patronos el estar pendientes de los aumentos necesarios, de los beneficios sociales y las facilidades que pueden hacer posible la independencia económica de sus empleados; es a su vez deber del traba- jador solicitar la remuneración justa, sin aceptar compo- nendas por debajo de sus legítimas aspiraciones cuando le quieren ser impuestas por intimidación o halago, así como también no excederse en las peticiones amparado por sindi- catos desviados de su verdadera función.

 

Es muy  importante que quienes manejan los  proble- mas relativos  al trabajo –líderes sindicales,  representante de empresas, abogados laborales y otros especialistas– no pierdan de vista nunca que patrono-trabajador y empresa- trabajo, no pueden ser binomios antagónicos por razones políticas, sino armónicos para gozar derechos y compro- meterse con deberes que lleven al bien común. A menudo se usa el sindicato como un centro de conflictos por antono- masia, como si su único objeto fuera mantener en jaque a los empresarios, con el consiguiente descenso en la producción. Los trabajadores se ven arrastrados a mantener posicio- nes ilógicas azuzados por líderes y representantes que han hecho profesión lucrativa de esas representaciones. Esto ha desvirtuado la razón de ser de los sindicatos, convirtién- dolos muchas veces en sinónimo de vagancia y arbitrarie- dades. Lejos están de aquellos primeros movimientos del siglo XIX, llenos de acciones heroicas que llevaron a darle su justa dignidad al trabajo.

 

Del lado de los empresarios, aún hay muchos que en situaciones de crisis e inflación jamás piensan en sacri- ficar sus ganancias personales sino que hacen reflejar estos malestares en sus trabajadores y en los consumido- res, congelando los aumentos y elevando los precios. De manera que es y será siempre, el espíritu del trabajo como Dios lo ha dispuesto para la humanidad, un entendimiento equilibrado entre el que pone los medios económicos y el que realiza la tarea, ambos trabajadores, cada uno en su campo, sin preponderancia del uno sobre el otro porque lo que cuenta es el trabajo bien hecho, el que contribuye al desarrollo, sea manual, sea intelectual, administrativo o de gobierno.

 

El hombre, al estar en el mundo para trabajar, se realiza como persona humana en el trabajo y en éste adquiere su auténtica dignidad, de manera que no puede ser coartado en su derecho al trabajo, ni obligado, ni removido sin que no

 

medie un proceso legal que demuestre la necesidad y justi- cia de esas acciones. Y así como tiene derecho al trabajo lo tiene al descanso y la recreación, que son como la otra cara eficiente del trabajo, puesto que permiten que el individuo se renueve y cobre fuerzas para su labor diaria.

 

Los santos han sido grandes trabajadores. Todo lo que levantaron como obra lo hicieron con oración y trabajo. Veremos este conjunto en otro capítulo. San José fue un hombre de trabajo y sostuvo a María y Jesús con dignidad. No habla el Evangelio de extrema pobreza sino de extremo desprendimiento y aceptación silenciosa de los momentos adversos. El hecho de exigir lo justo –para el hombre cris- tiano– y luchar por esto, no quiere decir incapacidad para sobrevivir lo injusto. Con José debemos ser personas hechas a toda eventualidad: a la paz sosegada del hogar de Nazaret o a los sobresaltos de los caminos tomados de prisa y en la huida. Dios siempre va con nosotros.

 

XVI

Debió ser un hombre recio

 

La reciedumbre no es una virtud que caracteriza a las últimas generaciones. No somos recios quizás porque hemos vivido la civilización del confort, de la exaltación del placer, la comodidad y la facilidad. Muchos aparatos mecá- nicos resuelven nuestros problemas y hasta las operaciones aritméticas elementales corren el riesgo de ser completa- mente olvidadas, pues las computadoras, grandes o míni- mas, calculan todo por nosotros. El facilismo ha invadido nuestras vidas y, lo que es un contrasentido, al mismo tiempo la enfermedad de la fatiga, la tensión nerviosa, el llamado “stress”, hoy tan en boga.

 

Hemos dejado de ser recios  de  espíritu.  Hay  pildo- ras para darnos ánimo y otras para calmarnos cuando las primeras nos ponen demasiado excitados. Hay muchas solu- ciones químicas, mecánicas y síquicas para nuestra abulia y sin embargo ésta se expande. Atacamos los síntomas, no la raíz. ¿Por qué hemos perdido reciedumbre?

Tal vez porque nos contemplamos demasiado. Cultiva- mos el yo y sólo buscamos el tú cuando sirve a nuestros intereses. Nos hemos vuelto egoístas y abanderados de eso que llaman vivir su vida, lo cual se traduce  generalmente en desprecio por los problemas ajenos. Nuestra indiferen- cia la escudamos en un falso respeto al prójimo expresado en unas cuantas muletillas: yo no me meto con nadie, que nadie se meta conmigo; yo no me ocupo de la vida ajena; ése no es asunto mío.  En el fondo sólo  hay  un lavarse  las manos para no complicarnos la vida. Tanta complacencia nos ha hecho blandengues.

José es una negación a esta triste forma de ser. Jamás vivió su vida, vivió las de María y Jésus, como Dios le señaló. La reciedumbre le fue característica. Como obrero, hubo de tener vigor físico; como fiel cumplidor de la volun- tad divina, vigor moral. En ambos casos la reciedumbre es adquirible aunque se puede nacer ya con la tendencia. Tene- mos innumerables ejemplos de luchas con éxito para alcan- zar la condición física o la virtud moral. En el primer caso están algunos deportistas y campeones, como el famoso nadador que interpretó en el cine al más popular Tarzán, Johnny Weissmuller, quien tuvo una niñez físicamente difícil. En el segundo, Santa Teresa del Niño Jesús, de niña era en extremo sensible, fácilmente lloraba y sin embargo aprendió a ser una recia carmelita, una gran santa.

 

Ignoramos toda la vida de José antes de que apareciera en la escena evangélica junto a la Santísima Virgen. No sabemos si nació fuerte, si fue un niño sensible, si lo forma- ron sus padres en la práctica de la virtud de la reciedum- bre. De todas maneras, en la sociedad israelita de su tiempo había ambiente para formarse en ésta. Israel era un pueblo sojuzgado por Roma, pero siempre resistiendo orgulloso, esperando su liberación. En contraposición con todos los ventajismos que los sacerdotes y doctores se arrogaban para cumplir con Dios sin mucha dificultad, el pueblo piadoso practicaba con rigor las leyes religiosas. Era una época de hombres fuertes para un momento duro. Un obrero fiel cumplidor de su trabajo, como de sus obligaciones civiles   y religiosas, debía ser un hombre recio. José lo demostró con su pronta ejecución de la voluntad de Dios. Tal vez si hubiera puesto inconvenientes ante las voces que le señala- ban una acción, habría figurado más en las Sagradas Escri- turas, como Zacarías, el padre de San Juan Bautista, que dudó de las palabras del ángel y el Evangelio registra lo de su mudez como castigo 66.

 

A veces nos hacemos notar para la historia precisa- mente por nuestras debilidades de carácter. Es una triste manera de entrar en ésta. Por eso hay una gran mayoría de héroes y santos anónimos, porque no hicieron en apariencia nada extraordinario sino que vivieron con reciedumbre el cumplimiento del deber. José es un ejemplo de éstos, apenas aparece en el relato evangélico y sólo por ser el esposo de la Madre de Dios. No se le señala hazaña alguna, pero tampoco que obstaculizara nada. Sólo cuando corrieron los siglos se empezó a ver su grandeza y precisamente esa inad- vertencia de su paso temporal nos resulta ahora luminosa.

 

Cuando nos sabemos débiles, poco animosos, debemos pedir en la oración la reciedumbre, porque la hora actual necesita actuaciones heroicas en la clandestinidad de una vida corriente, del trabajo realizado a la perfección cuando nadie nos ve. A San Josemaría Escrivá de Balaguer le gustaba citar el caso de las catedrales góticas: arriba, en las cúpulas y agujas, la piedra está tallada con esmero, apare- cen figuras perfectas aunque no se pueden ver desde abajo; los obreros y artistas que las ejecutaron estaban trabajando para ser vistos desde el cielo 67.

De su estancia en Burgos durante la guerra civil española, San Josema- ría Escrivá de Balaguer recordaba: “Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En aquellas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y para materializar lo que con tan repetida frecuencia les había explicado, les comentaba:

¡Esto es el trabajo de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra” (Amigos de Dios, n. 65, homilía Trabajo de Dios).

Reciedumbre es hacer las cosas cuando y como hay que hacerlas, por ser misión encomendada por Dios, sin buscar el aplauso de los hombres. Como también es reciedumbre recibir éste,  si viene, con señorío sobre nuestra vanidad  tan fácil de esponjarse; reírnos de ella cuando así sucede, y recordar que todo éxito es de Dios; lo nuestro son los fraca- sos. Tal vez ni éstos, porque a menudo nos suceden porque Dios quiere enseñarnos a propósito de los mismos precisa- mente la reciedumbre. Nos ejercitamos en ésta a través de la adversidad, de lo que cuesta, de la lucha constante.

 

Reciedumbre no quiere decir dureza, brusquedad. Recio y dulce fue José, como lo fue también Francisco de Asís. Frente a personas de este tipo se estrellan o se desar- man los contrarios. Cristo ante Herodes opuso una dulzura silenciosa y el lúbrico tirano no satisfizo así la curiosidad que lo había hecho desear ver a Jesús como objeto nove- doso 68. Toda la Pasión de Jesús es la más total muestra de reciedumbre y fuente de la misma, pero conviene destacar a veces esa parcialidad de la visión que puede  inspirar-  nos para casos concretos de nuestra vida. Fuente, por que  la reciedumbre de María, de José y de todos los santos se alimenta de ella.

 

Los recios saben llorar. Una falsa idea de reciedumbre ha propagado que las lágrimas son una gran debilidad y así, el no derramarlas, más que una manifestación de virtud se ha convertido en motivo de orgullo. Se quiere mostrar forta- leza y a veces ésta, sin estar enderezada hacia Dios su inten- ción, más bien quiebra por dentro. Hace hasta daño físico. Hay momentos de llorar, no de ser llorón, sino de derramar lágrimas por una gran pena don de Dios, cuando atravesamos circunstancias trágicas, puede ser un esfuerzo dañino, imprudente, tanto para la salud del cuerpo, al cual sometemos a una presión innece- saria que repercute en los órganos, como para la salud del alma que se pavonea de parecer tranquila. Llorar no es un delito ni una debilidad cuando la pena es cierta y honda. Llorar para que nos vean y nos compadezcan sí es un exhi- bicionismo con ánimo egoísta. Debemos saber diferenciar el origen e intención de la muestra tanto de reciedumbre como de debilidad. Aprender a vivir el siguiente equilibrio: ni contemplarnos demasiado ni alardear de coraje.

 

El hombre recio no es inconmovible, por el contrario, se compadece del dolor ajeno porque conoce bien la bata- lla de no dejarse aplastar por éste. Ama a sus semejantes porque su corazón se ensancha a fuerza de enseñorearse  del mismo y ponderar los acontecimientos a la luz de la razón. Ser recios es saber discernir la voluntad de Dios que nos pone ante el hecho adverso; es reaccionar sin desespe- ración o temor porque se confía en Él.

La reciedumbre es una consecuencia de la fe, la espe- ranza y la caridad, es decir, es una virtud humana que se sobrenaturaliza bajo la luz de las teologales.

 

XVII

La obra perfecta

 

Quien se haya visto frente y bajo la catedral de Colo- nia, habrá comprendido la profunda espiritualidad del arte de una época. Es una oración hecha de materia. Hay un buen número de espléndidas  catedrales góticas en Europa  y todas nos comunican esta sensación de disparo hacia lo alto. Pasión de cielo de unos constructores que los llevó a desafiar la gravedad con un pesado  material,  logrando  una hazaña arquitectónica y una subida jaculatoria en cuerdas tensas de piedra, sin parangón en todo el planeta. Pero entre éstas, ninguna tan absolutamente vertical, tan inmensamente lanzada hacia lo alto, tan impresionante mole de encajes y de nervios, como esta catedral de Colo- nia. Sobrecoge bajo la amarillenta luz de la tarde. Es una obra casi perfecta salida de manos de hombres. Es una obra hecha con amor anónimo de generaciones de arquitectos y obreros. Una obra de todo un pueblo, pero detallada por cada uno con espíritu de perfección para dar gloria a Dios. Una manera de trabajar inspirada en el taller de José. Una manera de trabajar que nos sirve de guía.

 

Si el trabajo debe ser remunerado en dinero, no es ese su único objetivo, como ya lo hemos visto. Si humanamente debemos hacerlo bien para responder a la confianza y la remuneración que nos han acordado, mucho más debemos perfeccionarlo si con éste damos gloria a Dios y nos sirve de santificación propia y ajena.  Nuestra  intención  debe ser siempre  realizar la obra  perfecta, sea la tarea escolar,  la doméstica, la profesional, la artística, agrícola o admi- nistrativa. Somos discípulos de un artesano cabal y de su aprendiz perfecto: José y Jesús. No cabe en nuestro trabajo el apresuramiento para acabar a como dé lugar, el disimulo de la falta para pasar un examen, la entrega incompleta o defectuosa, la investigación superficial, la falta de pulcritud, la improvisación y toda esa suerte de imperfecciones volun- tarias en nuestro trabajo que equivalen a lo que podríamos tipificar como barrer escondiendo el polvo bajo la alfombra. Todo eso es sólo falta de amor a Dios y de visión sobrenatu- ral en el ejercicio de nuestras obligaciones.

 

Es difícil este espíritu de perfección para realizar día a día, minuto a minuto, nuestras labores corrientes. La pereza siempre anda por ahí buscando puesto. Sentimos cansancio, fastidio, hartura y muchas veces nos parece el trabajo sin mucho sentido, a lo mejor inútil o que no vale la pena esfor- zarse porque nadie lo verá. Pensemos entonces en ese amor anónimo que hizo las catedrales góticas. En ellas, hasta las figuras más alejadas del suelo, invisibles para quienes no eran aves en una época cuando no se soñaba aún con las naves aéreas, están labradas con acusada perfección. Aque- llos artistas sin nombre, como ya dijimos en el capítulo ante- rior citando a San Josemaría Escrivá de Balaguer, trabajaron solo por amor, cara a Dios. Y así debemos realizar siempre nuestro trabajo.

 

San José fue un artesano con este espíritu de perfección. Los utensilios que hubo de hacer para su hogar, como los muebles, los trabajaba nada más y nada menos que para Jesús, segunda Persona de la Santísima Trinidad y para María, su Madre sin mancha. Cada pieza que salió de sus manos tuvo que ser algo acabado, perfecto dentro de sus posibilidades de hombre mortal. Pero se habría quedado corto si sólo se hubiera esmerado cuando se trataba de obje- tos para el uso de tal Madre y tal Hijo; no, todo su trabajo, para el más humilde y conforme de sus clientes, fue hecho con perfección. No reposaría José hasta no hacer calzar bien las piezas, hasta no dejar tersa la madera cepillada. No podía conformarse con una hendidura de más o un nudo a destiempo. Toda su vida era orden, entrega absoluta. Traba- jaba, descansaba y se recreaba por amor.

 

¡Cuántas veces nos invade el sentimiento de la rutina! Todos los días la misma cosa sin darnos cuenta de que cada “misma cosa” es la cuenta de un rosario de alabanza a Dios. San Martín de Porres se santificó con su escoba y así este humilde instrumento –indispensable, por otra parte, para  el orden y la limpieza– se convirtió en noble arma para conquistar la gloria. ¡Cuántas cacerolas brillantes relucen más en el cielo por el alma que puso su amor en las manos para fregarlas por Diosi ¡Cuánta impetración respondida, hecha a través de las puntadas de una aguja, el teclear de una máquina, el recorrido del bisturí en la carne enferma, el golpe del cincel en el mármol, el giro del volante y el cambio de pedal en una larga carretera! Trabajo heroico  por monótono y por ser hecho con alegría, ofreciéndolo.

¡Cuántas tomas de decisión hechas con el más puro amor, a contrapelo, impopulares, contra el fácil aplauso, pero con el sentido exacto del deber y de la voluntad de Dios!

 

Casos todos en que se realiza la obra perfecta y esta no tiene jerarquía a los ojos del Señor. En la altura del poder o en la entraña de la tierra, el hombre se codea con su Crea- dor al hacer su trabajo bien hecho. Ninguna tarea honrada es limitante de la gloria eterna, con todas se abre camino  el santo en el mundo temporal. En el taller de José, Cristo fue, como él, carpintero, se ensució y se maltrató las manos, se bañó de sudor su cuerpo, se doblaron sus espaldas, se tensaron sus músculos y sus dedos manosearon los clavos y el martillo que un día se convertirían en instrumentos de su tortura. Cristo fue clavado en la cruz como la pieza perfecta que remataba la arquitectura de la Redención. En el taller de José y entre aquellos utensilios que le eran familiares, tendría el Hijo de Dios la premonición aterradora de su Pasión. Lo humilde como la madera, el clavo, el martillo, se convertirían en nobles herramientas de la Salvación. Como nosotros, cuando nos dejamos llevar por la mano de Dios.

 

Todo taller está ennoblecido desde entonces, allí, donde el artista o el artesano cumple su labor. Hay un no se qué  de divino en el arte de crear la pieza útil o decorativa donde cada artista pone su emoción. Es más fácil entender esta altura de objetivos en el trabajo artístico, pero no nos olvi- demos que cada arte tiene su parte dura, de rutina; primero en la formación del hombre y luego en la ejecución de cada obra. El cantante no llega a la emisión perfecta de su voz sin muchas horas de es calas aburridas; lo mismo el ejecutante de instrumentos musicales. Y el artista plástico tiene que ir estudiando los colores y sus combinaciones, el material, a veces muy duro, como para el escultor, quien después de muchos días de modelar en la fácil arcilla y llegar a la forma perfecta, tiene que pasar al mármol o la piedra con lenta y repetida acción, o al bronce en la fundición cuidadosa, o a otros materiales, cada uno con sus propias dificultades. Y en las artes escénicas, cuántas horas de ensayo, de volver una y otra vez sobre la misma frase o movimiento. También aquí la rutina puede y debe convertirse en oración.

 

La obra  perfecta debe ser todo  trabajo cumplido  por  el cristiano. Aun que tal vez no resista el examen exhaus- tivo de los especialistas y se encuentre, aquí o allá, alguna imperfección como obra temporal, puede ser perfecta en la intención; pero también generalmente será lo mejor posible en la realidad del mundo, porque no hay duda de que quien así trabaja tiene que lograr más y mejores obras. Hay una eficiencia humana como resultado de trabajar a lo divino. Esto explica la colosal obra lograda por algunos tenidos por insignificantes en su tiempo o bien reconocidos, pero sin medios aparentes para alcanzarla: la obra asombrosa de los santos.

 

Cuando nosotros buscamos la perfección en lo que hacemos, desde apretar una tuerca hasta conducir un país, estamos inmersos en la Creación y la Redención, como hemos dicho. Estamos haciendo, no un trabajo individual para lograr tal o cual pequeño o gran fin, sino algo más, estamos cum pliendo con la humanidad, con la naturaleza, a las cuales llevamos rectamente según el plan de Dios, en nuestra pequeña parcela de la acción, en nuestro momento. Quién sabe si tantos fracasos en la historia, tanto retroceso, se deben a esa imperfección del trabajo realizado por el individuo que no se siente forjador junto con Dios de un desarrollo, de un destino común. El trabajo es vínculo del hombre con el hombre, ya sea en la propia generación o como eslabón de trabazón eficaz entre una y otra.

 

Cuando Caín tuvo envidia de Abel porque el humo de sus ofrendas no subía blanco y puro para ser grato a Dios 69, era porque estaba haciendo su trabajo mal, no escogía los mejores frutos ni las primicias perfectas de sus animales para quemarlos en el altar, ofrecía lo imperfecto por salir del paso y su humo  no ascendía. De entonces  hasta hoy no faltan quienes se andan con artimañas para cumplir y mentir con el Señor. Ofrecen sus migajas sobre el fruto de sus esfuerzos y a veces se han esforzado mucho por miras humanas. Es una lástima, su humo no asciende, se queda flotando alrededor de ellos impidiéndoles ver el sol. Les falta ese espíritu que hizo posible la catedral gótica, que se empeñó en subir más allá de lo posible y para lograrlo con la piedra, quebró el arco en su centro, apuntó más alto y obtuvo mayor resistencia por medio de la ojiva, que tiene algo de manos unidas en oración. No lo venció la chata horizonta- lidad de lo pesado, más bien hizo que el peso se convirtiera en flecha ascendente. Eso es esfuerzo con destino superior, incienso incontenible en su avidez de cielo.

 

José santificó el trabajo, fue puesto al lado, para custo- diarlas, de las obras perfectas de Dios: Jesús Hombre y María. De este espejo fue copiando la perfección para tratar de hacerla con sus manos. Volvió a vivir Abel en el taller del artesano de Nazaret.

 

XVIII

Alegría en la paz

 

Un grupo de personas admiraba un nacimiento, pesebre o belén, oculto en un nicho con puertas cerradas durante el año y abiertas en el tiempo de Navidad 70. Alguien observó la risa en la cara de San José como algo poco usual. Es cierto, la piedad tradicional de artistas y artesanos nos tiene mal acostumbrados: las imágenes de santos y santas aparecen generalmente con rostros descompuestos. Se ha confun- dido lo seráfico con miradas lánguidas y labios entreabier- tos en mueca expectante o dolorosa. Sin embargo, bien reza el dicho: “un santo triste es un triste santo”.

 

Para Santa Teresa de Jesús era síntoma de no vocación una aspirante melancólica y cuando alguna de sus monjas se ponía así, recomendaba a la superiora comenzar por darle de comer viandas de carne, aunque las carmelitas descalzas sólo comen pescado, porque a buen seguro era flaqueza del cuerpo y si no, más valiera que fuese abando- nando el monasterio. Por eso San José sonriente, que llamó la atención de aquel grupo, es simplemente la obra de un artista inteligente y con visión sobrenatural. Sí, José fue un hombre alegre, no podía ser de otro modo.

 

¿Por qué debía ser alegre el Patriarca? ¿No tuvo suficien- tes sinsabores en su vida como para andar por el mundo con cara larga? Desde un punto de vista humano, el pano- rama donde se desenvolvió no era muy halagador; ya vimos las vicisitudes de su noviazgo, de su empadronamiento y la precipitada huida. Pero José era justo, santo, y no veía en los aconteceres sino la voluntad de Dios, a la cual se some- tía alegremente en excelente compañía, nada más y nada menos que Jesús y María, ¡si era para andar cantando todo el día!

 

Seguramente cantaría, como ya dijimos bastante ai prin- cipio, en su taller, mientras trabajaba; en los caminos para tranquilizar la jornada y arrullar a la Virgen y el Niño; en las ceremonias de su religión. Sabría entonar bien los salmos, tan importantes en las ceremonias judías como después en las cristianas, punto de unión lírico entre los dos Testamen- tos. Es más, descendiente del rey David, el gran salmista, José recitaría y cantaría los salmos de su real antepasado con orgullo y devoción.

 

La risa tiene algo de cielo, la risa sana, franca, espontá- nea, ante la alegría de vivir, la situación o la frase graciosa. No  hablemos  de  la risa nerviosa u hosca, de  la cargada  de acentos sórdidos por la broma de mal gusto o el chiste grosero, esa es mueca o explosión escandalosa y repug- nante. Hablemos de la risa fresca y clara como manantial de paz interior y contento consigo y con el mundo; la risa que nace del alma en constante unión con Dios. La risa de los santos.

 

Estar alegres constituye todo un programa de vida inte- rior. No se trata de la alegría inconsciente del idiota inca- paz de captar alguna tragedia que le concierne, sino de la alegría razonada del alma, aun en las tribulaciones de este mundo, porque se sabe anclada en Dios y amada por Él. En toda vida hay horas de lágrimas, no pasamos como el cisne sobre el lago cenagoso sin mancharse las alas; los malos momentos nos llegan y vivimos la angustia, el dolor, pero ojalá nunca la desesperanza.

 

 

Un hombre bueno –ya descansa en paz–, sin muchos logros en su vida, un hombre común, decía cómo a lo mejor le era más fácil soportar las penas que a otros, por esta sencilla razón: en el momento de vivirlas tenía el pensa- miento de que en unos días ese dolor  lacerante pasaría y  de esta manera ya se consolaba. Era un optimista empeder- nido, la frase amable y el chiste siempre a flor de su sonrisa. Quizás su invencible esperanza, se afianzaba en una devo- ción muy especial por la Santísima Virgen, sobre todo en su advocación de Nuestra Señora de Lourdes. Casa donde habitaba, casa donde hacía una pequeña gruta para alber- gar esa imagen. Estando ante la gruta verdadera para oír la santa misa con los enfermos y miles de peregrinos, el sacer- dote oficiante lo llamó para que lo ayudara, ¡a él, en medio de aquella multitud! Fue una dulce caricia de María 71.

 

Nuestra falta de  alegría  es  una  falla  de  esperanza.  A veces vemos negro el panorama, pensamos que nunca habrá luz en el horizonte. Entonces nos zambullimos en la pena como en el Mar de los Sargazos; cuesta salir a flote y ver la luz atrapados entre los fucos y las algas, pero arriba siempre está el sol. Mirar hacia lo alto será siempre la mejor cuerda de salvación. Dios nos arrastra hacia Él mientras nosotros lo dejamos actuar. Esa es la verdadera alegría, saber que no nos va a fallar.

 

La alegría es una vivencia de la paz. Hay paz en el alma cuando vueltos a nosotros mismos descubrimos, en un encuentro definitivo, que allí está Dios, Uno y Trino. Todo encaja como los dientes de dos engranajes: la voluntad de Dios y la nuestra. Funciona armoniosamente nuestra vida, nada está en discordia. Son los desajustes entre el querer de Dios y el nuestro, limitado por la ceguera de lo sensual, lo que lanza el chirrido discordante, la falta de armonía y esa nota aguda y molesta, que deja de ser música para ser ruido y desbarata el buen ambiente en torno nuestro. Comunica- mos nuestra armonía o nuestra desarmonía. Si somos autén- ticos cristianos debemos evitar esta última transmisión, es más, debemos procurar no sufrirla, al menos no por mucho rato. Rectificar pronto el desajuste, orar por el retorno de la alegría interrumpida. Porque somos débiles y sabemos que pueden ocurrir estos cortes de luz, debemos ser previsivos y tener siempre en nuestro equipaje espiritual los fusibles reemplazantes: oración, mortificación, entrega a los demás.

 

A pesar de los pocos datos existentes sobre la vida de San José, no podemos imaginar que fuera de otra manera sino alegre y con una alegría presente e imperante, porque aun siendo silencioso, su personalidad tuvo que ser recia. Si pasó inadvertido para la historia porque no realizó haza- ñas, seguramente no pasó así entre sus vecinos y amigos, pues vivía con la luz del mundo, algo de ésta tuvo que contagiársele y contagiar. La manífestación de esa luz no fue otra cosa que esa paz alegre, apoyo y reposo para quie- nes se acercaran a él.

 

Si alguna vez desfalleció en la debilidad de su carne, allí tenía a Jesús y María para recobrarse. Lo extraordinario es que nosotros también, más al propio José. Los tres son nues- tros constantes compañeros de camino cuando lo queremos así, con gran alegría para el cuarto acompañante: nuestro Ángel Custodio. Con ellos tenemos cubiertos los cuatro puntos cardinales de nuestro mundo interior. No podemos perder el rumbo. ¿Quién es capaz de entristecerse si vive la plenitud de la fe?

 

 

José vivió esa plenitud, aun sin entender creía y por eso esperaba. Su vida engranaba perfectamente con la voluntad divina, de allí la alegría de su paz. Cuando el dolor se cuela en nuestras vidas, busquemos los motivos de esa alegría de cristianos: ser hijos de Dios, redimidos por Cristo, con dere- cho a la vida eterna feliz; ser colaboradores de la Creación a través de nuestro trabajo y corredentores con nuestra fatiga; ser llamados por nuestros nombres para tal o cual misión, siempre importante, pues en los planes de Dios no hay posi- ción pequeña; ser un momento en la historia de la humani- dad que debemos llenar de amor para que ésta avance libre y pura hacia su fin; ser seres contingentes ganados para la eternidad por la sangre de Cristo. Saber que ese dolor es instrumento de salvación personal y ajena. Nuestra alegría ante esta enumeración de bienes sobrepasará las penas.

 

XIX

Fases del mismo andar

 

Algunas personas confunden la eficacia con la acción, pero si examinamos bien las cosas, a menudo encontramos lo contrario: pérdida de la eficacia por exceso de acción. Se gasta mucho tiempo en pasos mal planeados y atropella- damente ejecutados para alcanzar un fin, al cual se puede llegar más rápidamente con una larga reflexión previa y una corta acción posterior. Además se llega menos cansado, menos nervioso, menos confundido. Toda acción fecunda tiene la raíz de su crecimiento en una reflexión y un estudio previos. Esto sucede en las metas humanas y mucho más en las sobrenaturales.

 

Si pasamos rápida revista a las acciones de los santos que han dejado obras concretas, perdurables en el tiempo, encontramos que todos ellos fueron  hombres  y  mujeres de oración, de contemplación.  Solamente  los  ignorantes en materia religiosa contraponen acción y contemplación, porque en realidad son dos fases de un mismo astro y si a ver vamos, el astro es Dios como objeto.

 

En la propia Trinidad Beatísima nacen la contempla- ción y la acción, con una característica esclarecedora para nosotros: la contemplación es tan eterna como la Trinidad misma; la “acción de Dios, fuera de su intimidad divina, es la Creación, es decir, actos en el tiempo creado. En su eterno presente, Dios se conoce, a sí mismo, y este conocimiento es el Verbo, segunda Persona y entre ambos se contemplan y se aman espirando esa corriente mutua de amor, el Espí- ritu Santo. Esto está sucediendo siempre, sin principio ni  fin y así se cierra el círculo de la vida íntima de Dios, uno  y trino, que es todo contemplación y vida en la simplicidad de la unidad. La acción no es sólo un desbordamiento de ese amor donde la divinidad se aniega, es decir, una conse- cuencia de la una y triple, y una contemplación que impele entonces a actuar hacia afuera, a crear.

 

La Santísima Trinidad habita en nuestra alma en gracia y por una misericordia que no podemos comprender, en ese estrecho ámbito de nuestra miseria y temporalidad. Podríamos decir que se refleja, o se proyecta, o se contagia el proceso, con una respuesta de identificación y perfección mayor o menor, según las disposiciones del alma y su esta- dio de vida interior. El alma es un vaso frágil para contener tanta grandeza divina, pero mientras más certeza tiene de su fragilidad, menos confía en sí misma y así va eliminán- dose para ser toda en Dios. Sin embargo, tiene un gran peli- gro y no pocos lo han corrido resbalando en un precipicio destructivo.

 

Como el Señor da los dones para la labor que pide, de repente en el afán de ésta podemos ver en la inteligencia, la preparación, la destreza, la diligencia, el poder de persua- ción y tantos otros atributos que nos ayudan en la tarea,  las vías suficientes para llegar al fin deseado, el cual puede ser, en un principio,  del  más puro y perfecto apostolado. El tiempo apremia, pensamos que Dios está impaciente porque se levante esa obra y funcione. Nos faltan horas para el trabajo y como es con éste como vamos a ver concretado el negocio, empezamos a restarle horas al “tiempo muerto” de la oración ¡Qué gran error!

 

¡Cuántas obras de apostolado de perspectivas excelen- tes se han derrumbado como hierro oxidado!  Y es exacta  la comparación, porque la falta de vida interior de sus promotores o animadores terminó por afectar la estruc- tura, faltó el nimio de la oración. No se sostiene el árbol sin la raíz y cuando más crece y se expande su follaje más hondo se afinca ésta y se nutre de los ricos jugos ocultos en la tierra. Nunca podremos, decir que es inútil la raíz de un árbol porque no se ve, porque su trabajo es sin movimiento y escondido; como tampoco podremos decir lo mismo de los cimientos de un edificio. La oración, la contemplación, son eso: raíz, cimiento en Dios, que es quien hace crecer y producir la obra.

 

San José fue esas dos fases del mismo andar. Vivió tanto de los silencios de la oración y la contemplación, como del ruido de su martillo, de su sierra, de sus pasos. Es verdad que aparentemente tuvo una ventaja sobre nosotros: presen- tes casi siempre estaban los objetos más perfectos para la contemplación, Jesús y María. Sin embargo, la Redención no había sido realizada, no se había restaurado  la unión  del hombre pecador con su Creador; por eso no gozó como nosotros de la Eucaristía, sacramento de la unión y del amor. Estuvo más cerca que nadie, fuera de la Virgen, de Dios Hombre, pero no lo comió, privilegio nuestro a través del cual bebemos el agua viva en la contemplación. Agua que impulsa a la acción como la de los torrentes mueve las turbinas para producir la energía eléctrica.

 

Quien sabe si la suprema humildad exigida a José fue la de no comer a Cristo necesitándolo casi tanto como noso- tros; casi, porque era mejor, sin duda, pero en principio, mortal y pecador. En cambio la Virgen, que no conoció el pecado, si sobrevivió para recibir la Eucaristía. José sentiría el hambre de Dios sin saber cómo se resolvía, sin presentir que existiría la posibilidad de la conversión del mismo Dios en alimento para la vida eterna.

 

Se confunden también quienes ven la vida contem- plativa como un quietismo, por el contrario es ebullición.

 

 

Si alguien se escuda en la contemplación para dejar de hacer, no es realmente un contemplativo a la manera cris- tiana. Las órdenes religiosas contemplativas católicas hacen mucho trabajo manual e intelectual, a ellas han pertenecido grandes escritores místicos y teólogos, además de contar entre sus silentes mienbros con finos artesanos y expertos agricultores. Desde fuera, los mal informados y apresura- dos para enjuiciar, podrán decir con frecuencia en son de crítica: ¿pero qué hacen? Mas si los vieran desde dentro, se asombrarían ante la laboriosidad infatigable que a su vez no regatea las horas de oración determinadas por la regla. Es una vida de entredós perfecto, donde la oración es la cinta entrelazada con el encaje del trabajo y éste se transforma también en oración. Esto es la vida contemplativa; por eso puede vivirse igualmente en los plenos afanes del mundo. Así vivieron los primeros cristianos y así también muchos de los tiempos actuales. Fases de un mismo andar; según las circunstancias y el carisma vocacional, una de las dos se ve más hacia afuera.

 

La oración es la búsqueda del rostro de Dios en el alma y la contemplación es el encuentro, pero en la vida interior quien comienza a buscar va también empieza a encontrar. La búsqueda resulta con frecuencia difícil, por caminos ásperos, entre sombras, pero todo ello es buen indicio de andar por la vía correcta. La vida sobrenatural está bañada de una luz oscura que es la fe, la cual consiste precisamente en la iluminación de lo que no se ve, como bien la define San Pablo: “la sustancia de las cosas que se esperan, el argu- mento de lo que no se ve” 72.

 

A José de Nazaret lo vemos moverse en medio de esta luz oscura como buen contemplativo. Dios le habla en la

incertidumbre del sueño; a la luz real del sol nada ve.  Y  sin embargo su certeza es absoluta en fe y entonces actúa. No habla el Evangelio  que se quedara dándole  vueltas a  un asunto, siempre se dice “se levantó” y la expresión nos comunica la idea de inmediatez. El contemplativo activo tiene esa precisión para actuar: por un lado “lee” de la boca de Dios su voluntad, por otro, esa voluntad se hace la suya, entonces todo él es fuerza animadora. La manera de traba- jar de  estas personas asombra y se cree que es cuestión  de  temperamento,  que tienen inmenso gusto humano en   lo que hacen. Sólo si pudiésemos conocer la intimidad de esas almas sabríamos el mundo de contradicciones que han debido atravesar, venciéndolas, para fundar, para reformar, para atender al prójimo. El santo Cura de Ars soñaba con retirarse a una vida de oración y hasta intentó alguna vez escapar de su parroquia, pero fue alcanzado en su huida  por sus mismos feligreses, viéndose obligado a regresar a su confesionario donde noche y día le esperaban miles de almas, buscándolo como lo que era por voluntad de Dios: cura de almas. Es en la oración donde él y tantos otros han encontrado la fuerza para hacer lo que no deseaban, para marchar a contrapelo en la realización de una obra querida por Dios. ¡Cuántos no se han sentido y se sienten como Jonás, sin voluntad para predicar a los ninivitas, huyendo aterrorizado! 73. En el vientre de la ballena de nuestras dudas, angustias y cobardías, alguna vez nos toca pasar tres días. Allí hasta la luz oscura de la fe parece abandonarnos.

 

José estuvo en ese vientre justamente cuando vio en el de María los signos inequívocos de su maternidad, de la cual él no era responsable. Si aquello era un plan de Dios, él, tan humilde, no se sintió digno de acompañarla.

 

Debía abandonarla para que ella cumpliera su glorioso destino, pero la amaba, !qué dolor¡ esconderse en las profundidades de la ballena de su confusión y repudiarla  en secreto. Tuvo que sufrir mucho el Patriarca en esa noche de su espíritu. Seguramente había cumplido cabalmente con la voluntad de Dios y sin embargo, se veía envuelto en tal aprieto. Nos puede suceder igual en algún momento de nuestra vida: haber puesto todos los medios legítimos, sin escatimar esfuerzos, para una misión por la gloria de Dios que nos ha sido confiada y encontrarnos de repente ante una confusión total de resultados. Todo parece derrum- barse, muere la ilusión que habíamos puesto en el proyecto, buscamos el rostro de Dios en nuestra alma y se nos oculta. El alma está en Sábado Santo: Cristo ignorado en el sepul- cro, los sagrarios vacíos. Es entonces cuando más cerca está la resurrección.

 

Así es nuestro caminar por el terreno de nuestra vida interior. Para algunos este suelo es más fácil, sin mayores accidentes y con vías más directas. Para otros, quizás más cuanto más arriba suben, se atraviesan montañas a esca- lar; pero !cuidado¡, a menudo son sólo lomas que nuestra imaginación agiganta. José tuvo la suficiente presencia de ánimo para encarar esos ascensos porque actuaba en fe: había que repudiar en secreto, había que marchar a Belén, luego a Egipto, después regresar y torcer el rumbo. Todo se resolvió en el sueño, el pesebre, el levantarse con prontitud, el cambiar el destino y reinstalarse en Nazaret para seguir siendo, como siempre, carpintero, pobre, padre de familia, fiel de la sinagoga y maestro del Hijo de Dios.

 

Con las adaptaciones del caso, nuestro programa es el mismo.

 

X X

Señor del Adviento

 

Estuvo nueve meses ante el sagrario. Si no todo el tiempo en actitud corporal de rodillas, con el alma en genu- flexión perenne. Un sagrario de  carne inmaculada. Arca  de la Alianza también porque encerraba la Promesa. Si la primera atravesaba el desierto en hombros del pueblo de Israel, ésta se desplazaba por el mapa de Judea y Galilea cumpliendo los mandatos del Señor.

 

Fue una novena de espera, un Adviento largo y prome- tía serlo henchido de paz, de armonía. Ella vendría a acom- pañarlo algunas horas al taller mientras él trabajaba la madera o el hierro, haría labores de aguja preparando el ajuar del que habría de venir. Quien sabe si presintió que algún día una túnica inconsútil, obra de  sus manos para  ese Hijo adulto, manchada de sangre, sería rifada entre la soldadesca 74.

 

Las tardes eran apacibles, terminado el oficio del día, ambos esposos organizaban los detalles del porvenir dispo- niendo para el Hijo lo mejor de acuerdo a sus posibilidades, que eran pocas. Una pequeña casa de Nazaret, un trabajo rudo no muy bien remunerado; pero mucho  amor mutuo, en Dios, para multiplicarlo todo. Poco antes, cuando ya caía el sol, María tomaba su cántaro para llenarlo en la fuente pública. En los últimos meses de ese Adviento prolongado, José la acompañaba para liberarla del peso. Agua fresca como aquella que, en otro pozo, una samaritana habría de darle al Hijo cansado del camino 75. Agua para calmar la sed, para lavarse del polvo, materia del bautismo que el  Hijo instituiría más tarde sometiéndose al de Juan 76. Agua para lavar nuestra culpa original.

 

Había que encender las lámparas de aceite, calentar la frugal cena. Mientras Ella iba y venía entre vasijas de barro y fogones, una hora más de oración contemplativa se abría paso en el alma de José. El hogar era su templo. También para nosotros. Allí se realiza el encuentro inmediato con Dios en el cónyuge, en el hijo, en el familiar, en el empleado. Cada familia es una Iglesia doméstica como lo fue, inaugu- rando esta posibilidad, la Sagrada Familia, réplica temporal de la Trinidad eterna. Y un eco de ésta debe haber en todo matrimonio cristiano, en todo hogar, aunque los vínculos de convivencia se hayan ido transformando. Es lo mismo, la casa familiar es un templo, en ella el quehacer es oración como lo es en el taller, la fábrica, el quirófano, la oficina, la cantera, el escenario o el campo labrantío.

 

José contemplaba la dulce y serena belleza de María madurando en la redondez de su vientre. ¡Qué oración abismal! Tras aquella curva, Dios empeñado en ser uno de nosotros. Luz. Comunicación sin palabras. Ningún razo- namiento ni discurso, sólo vivencia, éxtasis. Y al mismo tiempo, José en todo: trabajos manuales, reparaciones, lectu- ras en la sinagoga, pago de impuestos, ayuda a los vecinos, previsiones futuras, obligaciones y atenciones familiares, imprevistos, soluciones, obras de misericordia. De pronto, el empadronamiento. Todo estaba listo en Nazaret, pero había que partir.

 

El final del Adviento se precipitó en cambios. Sin dejar de estar con el alma de rodillas ante el sagrario irrepetible, tuvo que cambiar los planes, arreglarlo todo, tomar disposiciones de emergencia. La tarde apacible se convir- tió en camino. Cerró el taller, cerró la casa y partieron con destino a Belén. A la espera Dios quiso añadir el sufrimiento. No fue fácil volcar todos los planes y exponer a una mujer, pronta para el alumbramiento, a las inclemencias de un viaje en invierno, por vías polvorientas y con escasos recursos económicos. El sufrimiento hizo crisis en aquella búsqueda inútil de alojamiento.

 

José es Señor del Adviento porque fue intensamente suyo el primero, esa larga novena de meses. Señoreó sobre éste, lo vivió con dedicación y fe; tuvo gozos y lágrimas, bienaventuranzas y angustias. Nos preparó a nosotros  la manera de esperar el nacimiento de Cristo en el alma: trabajo, oración, disponibilidad. La vida entera puede ser un tiempo de adviento si sabemos vivirla en penitencia, en peregrinaje hacia la vida eterna y con la alegría de llevar a Dios con nosotros.

 

La vida es digna de ser vivida cuando la asumimos en sus justas proporciones de trayecto temporal, como medio para ganar la estancia eterna. No es que debemos transcurrir la existencia en constante sufrimiento, es que acepta- mos éste no sólo como parte ineludible del panorama vital, sino como semilla necesaria para que de ella germine la resurrección. De ahí su carácter de adviento, de espera de la luz definitiva, total. La muerte es un alumbramiento al revés. De la oscuridad del vientre materno, seguro y confortable, somos expulsados para enfrentarnos al día con todos sus rigores y riesgos. Nacer es un gran trauma y al mismo tiempo, una gran aventura para reencontrar la meta del hombre original. Morir es salir de la tiniebla insegura e incómoda de la vida para entrar en la luz eterna si se lleva el alma en gracia. Cesa la aventura. Nos sumergimos en Dios!

 

Invocamos a San José como abogado de la buena muerte porque sabemos que para su alumbramiento final estuvo acompañado de Jesús y de María; es tradicional en nuestra Iglesia hacerlo, todos deseamos para ese momento tan aseguradora compañía. Pero también es el abogado de la buena vida porque la suya transcurrió en tan adorable presencia, contemplándola, resguardándola. Ningún santo ha podido jamás igualar esta posesión en el alma que en José fue una realidad cotidiana.

El poder de intercesión de José no necesita mucha explicación para que nos animemos a contarle y confiarle nues- tras cuitas, basta sólo pensar que el mismo Dios le obedeció aquí en la tierra y se sometió no sólo a sus mandatos de padre de familia, sino a sus enseñanzas y consejos. Hay un cuento muy hermoso y lleno de buen humor de Gabriel Miró para

demostrar ese poder de San José. Un pecador devoto del Santo muere y no lo quieren dejar pasar en el cielo. José interviene, pero el Todopoderoso está decidido a decir que no a causa de las grandes faltas de esa alma. José insiste tanto que Dios se enoja y lo echa del cielo. José se dispone a marcharse pero reclama todo lo suyo: su mujer, en primer lugar y ésta con su Hijo, naturalmente. La cosa se pone seria, pero el Creador no cede. José reclama las posesiones de su mujer y empieza a llamar: reina de los ángeles, reina de los patriarcas,  reina de los apóstoles, reina…  Dios detiene tal éxodo,

el cielo se quedaría vacío. José gana la partida y su devoto entra campante en la bienaventuranza eterna. Es sólo un cuento, pero cuánto de verdad expresa.

 

Ese es José, el mínimo, el humilde y silencioso. Aparentemente nada y sin embargo, gigante entre los santos, el primero. Su manera callada y fuerte de imponerse no es sólo una risueña fantasía de Miró, si nos fijamos bien. En Vene- zuela, por ejemplo, hace muchos años la jerarquía eclesiástica pidió en un momento dado a la Santa Sede, la dispensa de la obligación de oír misa y no trabajar para la mayoría de las fiestas religiosas, ya que la dureza de los corazones de empresarios y gobernantes se había empeñado en hacerlas laborables con el consiguiente pecado para quienes así lo disponían. La Iglesia local, madre cuidadosa, quiso evitar el mal con esa solicitud y envió la lista de fiestas para ser trasladadas al domingo más próximo.  Sólo  quedaron  en su fecha normal el 1° de enero y el 25 de diciembre, pero también otra más: el 19 de marzo, Día de San José, ¡se olvidó ponerla en la lista! No quedó ni una sola fiesta de la Virgen, pero sí la de su santo esposo. Luego, la Conferencia Episco- pal determinó las fiestas de precepto y ahora no se encuentra entre éstas la de San José.

 

Tampoco la cosa queda ahí. Para el mundo entero la Iglesia dispuso, con doble motivo, instituir otra fiesta de San José; uno de éstos, que la suya tradicional siempre queda inmersa en el tiempo penitencial de la Cuaresma; el otro, resaltar su carácter de obrero, por eso apareció la fiesta de San José Obrero el 1° de mayo, abriendo el mes dedicado a su Esposa. Aquí ya no se trata de anotaciones olvidadas. El día corresponde a una fiesta nacional y prácticamente universal, ¡el carpintero de Nazaret se ha salido con la suya!

En este viaje penitencial

que es nuestra existencia terrestre,  hagámonos acompañar de señor tan poderoso:

¡Señor del Adviento!.-

 

Este libro se terminó de imprimir

en los talleres de Altolitho, C.A., RIF J-00107216-0 Teléfonos: (0212) 945.65.22, 943.54.29,

Caracas, en el mes de noviembre de 2014.

De esta edición se imprimieron 500 ejemplares

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