Lecturas recomendadas

Debió ser un hombre recio

(Señor Del Adviento, capítulo XVI)

Alicia Álamo Bartolomé:

 

La reciedumbre no es una virtud que caracteriza a las últimas generaciones. No somos recios quizás porque hemos vivido la civilización del confort, de la exaltación del placer, la comodidad y la facilidad. Muchos aparatos mecánicos resuelven nuestros problemas y hasta las operaciones aritméticas elementales corren el riesgo de ser completamente olvidadas, pues las computadoras, grandes o mínimas, calculan todo por nosotros. El facilismo ha invadido nuestras vidas y, lo que es un contrasentido, al mismo tiempo la enfermedad de la fatiga, la tensión nerviosa, el llamado “stress”, hoy tan en boga.

 

Hemos dejado de ser recios de espíritu. Hay píldoras para darnos ánimo y otras para calmarnos cuando las primeras nos ponen demasiado excitados. Hay muchas soluciones químicas, mecánicas y síquicas para nuestra abulia y sin embargo ésta se expande. Atacamos los síntomas, no la raíz. ¿Por qué hemos perdido reciedumbre?

 

Tal vez porque nos contemplamos demasiado. Cultivamos el yo y sólo buscamos el tú cuando sirve a nuestros intereses. Nos hemos vuelto egoístas y abanderados de eso que llaman vivir su vida, lo cual se traduce generalmente  en desprecio por  los problemas ajenos.  Nuestra indiferencia

la escudamos en un falso respeto al prójimo expresado en unas cuantas muletillas: yo no me meto con nadie, que nadie se meta conmigo; yo no me ocupo de la vida ajena; ése no es asunto mío. En el fondo sólo hay un lavarse las manos para no complicarnos la vida. Tanta complacencia nos ha hecho blandengues.

 

José es una negación a esta triste forma de ser. Jamás vivió su vida, vivió las de María y Jesús, como Dios le señaló. La reciedumbre le fue característica. Como obrero, hubo de tener vigor físico; como fiel cumplidor de la voluntad divina, vigor moral. En ambos casos la reciedumbre es adquirible aunque se puede nacer ya con la tendencia. Tenemos innumerables ejemplos de luchas con éxito para alcanzar la condición física o la virtud moral. En el primer caso están algunos deportistas y campeones, como el famoso nadador que interpretó en el cine al más popular Tarzán, Johnny Weissmuller, quien tuvo una niñez físicamente difícil. En el segundo, Santa Teresa del Niño Jesús, de niña era en extremo sensible, fácilmente lloraba y sin embargo aprendió a ser una recia carmelita, una gran santa.

 

Ignoramos toda la vida de José antes de que apareciera en la escena evangélica junto a la Santísima Virgen. No sabemos si nació fuerte, si fue un niño sensible, si lo formaron sus padres en la práctica de la virtud de la reciedumbre. De todas maneras, en la sociedad israelita de su tiempo había ambiente para formarse en ésta. Israel era un pueblo sojuzgado por Roma, pero siempre resistiendo orgulloso, esperando su liberación. En contraposición con todos los ventajismos que los sacerdotes y doctores se arrogaban para cumplir con Dios sin mucha dificultad, el pueblo piadoso

practicaba con rigor las leyes religiosas. Era una época de hombres fuertes para un momento duro. Un obrero fiel cumplidor de su trabajo, como de sus obligaciones civiles y religiosas, debía ser un hombre recio. José lo demostró con su pronta ejecución de la voluntad de Dios. Tal vez si hubiera puesto inconvenientes ante las voces que le señalaban una acción, habría figurado más en las Sagradas Escrituras, como Zacarías, el padre de San Juan Bautista, que dudó e las palabras del ángel y el Evangelio registra lo de su mudez como castigo (66)

 

A veces nos hacemos notar para la historia precisamente por nuestras debilidades de carácter. Es una triste manera de entrar en ésta. Por eso hay una gran mayoría de héroes y  santos anónimos, porque no hicieron en apariencia  nada   extraordinario  sino   que   vivieron  con   reciedumbre   el

cumplimiento del deber. José es un ejemplo de éstos, apenas aparece en el relato evangélico y sólo por ser el esposo de la Madre de Dios. No se le señala hazaña alguna, pero tampoco que obstaculizara nada. Sólo cuando corrieron los siglos se empezó a ver su grandeza y precisamente esa inadvertencia de su paso temporal nos resulta ahora luminosa. Cuando nos sabemos débiles, poco animosos, debemos pedir en la oración la reciedumbre, porque la hora actual necesita actuaciones heroicas en la clandestinidad de una vida corriente, del trabajo realizado a la perfección cuando nadie nos ve. A San Josemaría Escrivá de Balaguer le gustaba citar el caso de las catedrales góticas: arriba, en las cúpulas y agujas, la piedra está tallada con esmero, aparecen figuras perfectas aunque no se pueden ver desde abajo; los obreros y artistas que las ejecutaron estaban trabajando

para ser vistos desde el cielo (67).

 

Reciedumbre es hacer las cosas cuando y como hay que hacerlas, por ser misión encomendada por Dios, sin buscar el aplauso de los hombres. Como también es reciedumbre recibir éste, si viene, con señorío sobre nuestra vanidad tan fácil de esponjarse; reírnos de ella cuando así sucede, y recordar que todo éxito es de Dios; lo nuestro son los fracasos. Tal vez ni éstos, porque a menudo nos suceden porque Dios quiere enseñarnos a propósito de los mismos precisamente la reciedumbre. Nos ejercitamos en ésta a través de la adversidad, de lo que cuesta, de la lucha constante.

 

Reciedumbre no quiere decir dureza, brusquedad. Recio y dulce fue José, como lo fue también Francisco de Asís. Frente a personas de este tipo se estrellan o se desarman los contrarios. Cristo ante Herodes opuso una dulzura silenciosa y el lúbrico tirano no satisfizo así la curiosidad que lo había hecho desear ver a Jesús como objeto novedoso (68). Toda la Pasión de Jesús es la más total muestra de reciedumbre y fuente de la misma, pero conviene destacar a veces esa parcialidad de la visión que puede inspirarnos para casos concretos de nuestra vida. Fuente, por que la reciedumbre de María, de José y de todos los santos se alimenta de ella.

 

Los recios saben llorar. Una falsa idea de reciedumbre ha propagado que las lágrimas son una gran debilidad y así, el no derramarlas, más que una manifestación de virtud se ha convertido en motivo de orgullo. Se quiere mostrar fortaleza y a veces ésta, sin estar enderezada hacia Dios su intención, más bien quiebra por dentro. Hace hasta daño físico. Hay momentos de llorar, no de ser llorón, sino de derramar lágrimas por una gran pena, por dolor de nuestros pecados, por dolor de los ajenos. Contener este alivio de las lágrimas, don de Dios, cuando atravesamos circunstancias trágicas, puede ser un esfuerzo dañino, imprudente, tanto para la salud del cuerpo, al cual sometemos a una presión innecesaria que repercute en los órganos, como para la salud del alma que se pavonea de parecer tranquila. Llorar  no es  un delito  ni una debilidad  cuando la  pena  es cierta y honda.

Llorar para que nos vean y nos compadezcan sí es un exhibicionismo con ánimo egoísta. Debemos saber diferenciar el origen e intención de la muestra tanto de reciedumbre como de debilidad. Aprender a vivir el siguiente equilibrio: ni contemplarnos demasiado ni alardear de coraje.

 

El hombre recio no es inconmovible, por el contrario, se compadece del dolor ajeno porque conoce bien la batalla de no dejarse aplastar por éste. Ama a sus semejantes porque su corazón se ensancha a fuerza de enseñorearse del mismo y ponderar los acontecimientos a la luz de la razón. Ser recios es saber discernir la voluntad de Dios que nos pone ante el hecho adverso; es reaccionar sin desesperación o temor porque se confía en Él. La reciedumbre es una consecuencia de la fe, la esperanza y la caridad, es decir, es una virtud humana que se sobrenaturaliza bajo la luz de las teologales.

 

 

 

66 –  Lucas 1, 5-25.

67 –  De su estancia en Burgos durante la guerra civil española, San Josemaría

Escrivá de Balaguer recordaba: “Me gustaba subir a una torre, para

que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra,

fruto de una labor paciente, costosa. En aquellas charlas les hacía notar

que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y para materializar lo

que con tan repetida frecuencia les había explicado, les comentaba:

¡Esto es el trabajo de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con

belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra” (Amigos de

Dios, n. 65, homilía Trabajo de Dios).

68 – Lucas 23, 7-12

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