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Dios en la Cola

Julio Pernús:
El P. Cacho, un sacerdote uruguayo que dedicó su vida al servicio de los habitantes de las Villas Miserias de su país, expresó: “La pobreza no es casualidad, ni es algo querido por Dios, más bien es un pecado nacido en el corazón del hombre.” Uno de los paisajes más desoladores de La Habana se dibuja cada noche al fondo de la tienda Carlos III. Son personas de todo tipo, acampando con cartones puestos en la cera, para no perder el turno de la cola en los próximos días. Si alguien desea bañarse en la “nueva” Cuba, debe pasar por ahí y fijarse en los brazos marcados con plumones con el lugar que ocupan en la fila, donde, si tienen suerte, podrán comprar algo comestible al día siguiente.
La historia que deseo compartir con nuestros lectores comienza en una de esas colas interminables y tiene como protagonista a una religiosa extranjera llegada hace poco a nuestro país. Ella fue el primer día del mes a comprar en el mercado correspondiente los mandados de la libreta de su comunidad, y sabiendo lo que le esperaba – otras hermanas le habían advertido- se enrumbó a transitar por una cola de tres horas y algo más.
La hermana cuenta a los jóvenes de la parroquia que era desalentador contemplar los rostros de desesperanza pululando entre vecinos desesperados por adquirir productos como un poco de arroz, insuficiente para llegar a fin – ¿mediados?- de mes. Luego de casi 180 minutos en pie, finalmente le tocaba. Ella casi rezaba por ese momento: pasar a comprar y largarse corriendo a su casa, donde podría guarecerse de aquella escena dramática donde Dios no parecía estar invitado. Pero, un toque suave en su espalda cercana a la puerta del establecimiento, cambió su día.
“Amiga -le dijo la joven madre con dos niños grandes en cada brazo– me pudiera usted dejar pasar que llevo una hora en la cola y salí de la casa sin desayunar, estoy en pie de puro milagro.” Los que iban detrás de la monja en la cola le advirtieron que ya ella había hablado con varios y que sus hijos de entre 9 o 10 años no eran impedimento para esperar el tiempo que ellos habían hecho en la fila.
La religiosa no sabía bien que hacer, detrás de la respuesta a la mujer estaba su agotamiento para ese entonces infinito. Miró al cielo. Casi para pensar. “¿Qué hago Dios? El servicio al pueblo cubano de nosotras debe empezar por nuestro ejemplo de entrega y vivencia de su cotidianidad”, para ese entonces cuenta visiblemente emocionada a sus jóvenes escuchas, ya había decidido –fue la opción que le dieron los de atrás suyo- intercambiar su lugar en la fila con el de la madre, y volver a comenzar la fatídica espera.
Lo increíble de esta historia es que al comprar la mujer y estirarle la mano abierta de ella y sus hijos en señal de agradecimiento, el dependiente salió del local y la fue a buscar para preguntarle conmovido, extrañado: ¿por qué había hecho eso? Él no creía en nada, pero esa acción le había provocado preguntarse qué movía a esa extranjera a repetir una cola de tres horas. Ella, con palabras sencillas, le explicó que su fe en Dios le hacía buscarlo en cada persona con los ojos bien abiertos. “La caridad verdadera” -le comentó- “no es solo mirar tú al pobre sino dejarte mirar por él también y saber que desde su miseria también Dios actúa, transforma, cambia los corazones. Por eso hay que salir a su encuentro.”
El final de este relato incluye al dependiente asombrado hablando con el resto de la cola para pedirles permiso y despachar a la monjita a la que, además de sus mandados, le regaló otros insumos para que ella pudiera repartirlo entre los pobres, pues sabía por su gesto que ella lo haría así. La hermana finalizó diciendo a los que la escuchábamos: “es increíble muchachos, los cristianos debemos estar siempre atentos al Señor. Yo misma, de una vivencia que venía arrancándome la alegría del día, he vivido una experiencia única de encuentro con Dios; en una cola donde, sin dudas, Él estaba.”
Vida Cristiana en Cuba

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