Lecturas recomendadas

Yo soy la puerta de las ovejas

Rosalía Moros de Borregales:

Una mirada a la metáfora del rebaño

Era una tarde apacible, en la que la majestad de Dios se hacía presente a través de un crepúsculo de cielos en tonos anaranjados, que abarcaban todo el horizonte. El pastor se encontraba junto a su rebaño, ya recogido para el descanso de la noche; mientras las ovejas se iban acomodando unas cercanas a otras, el pastor elevaba su mirada al poniente, agradeciendo a Dios por un día más de labores, por un día más de vida que llegaba a su ocaso.

Al elevar su alma en una oración de gratitud, miró a su rebañó y recordó las Sagradas escrituras: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino…” (Isaías 53:6) Él, más que nadie, en su labor de pastor, conocía en profundidad la naturaleza de las ovejas. Además, recordaba que desde los patriarcas hasta su Maestro, el Señor Jesús, la imagen del rebaño era y había sido una de las más poderosas para describir la relación entre Dios y su pueblo. Precisamente, el Maestro usó esta imagen para describir su relación con ellos, sus discípulos: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. (Juan 10:27)

Los días habían pasado como el que absorto en un libro pasa una página tras otra. El maestro ya no estaba entre ellos, pero ciertamente estaba con ellos. Y, en ese atardecer, con su alma apegada a sus enseñanzas, daba gracias y recordaba cada una de sus palabras. Como pastor de rebaño sabía que una oveja no puede sobrevivir sola. A diferencia de otros animales salvajes, las ovejas no tienen un instinto de defensa agudo ni fuerza para luchar. Son vulnerables, torpes al correr y con visión limitada. Necesitan la guía, el cuidado y la protección constante del pastor.

Para cada oveja, lo importante es mantenerse en el camino del Pastor. El profeta Isaías lo expresó con claridad: “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que Él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará”. (Isaías 35:8) Entonces pensó: No es la torpeza que nos aleja de la presencia del amado Pastor, es el desviarnos del camino. Como las ovejas que se exponen a toda clase de peligros al andar lejos del pastor, también el alma humana cuando se aleja de su Creador, pronto se pierde en medio de todas las amenazas espirituales del mundo.

Al darse cuenta de la meditación de su corazón, pensó en sus hijos; entonces, se entristeció, pues cada uno de ellos andaba como ovejas sin pastor. La oración silenciosa de su alma se convirtió en un grito de socorro. La suave brisa de la tarde le acarició el rostro y el Ayudador vino en su rescate, recordándole una característica asombrosa de las ovejas. Una vez que las ovejas están familiarizadas con la voz del pastor que les provee sus cuidados, jamás olvidan su voz. Aunque varios rebaños se junten en un mismo campo, cuando el pastor llama, sus ovejas reconocen su voz y lo siguen. ¿Acaso no has reconocido su voz tantas veces cuando te has extraviado del camino?

Por esa razón, el pastor debe contar, vigilar y buscar a sus ovejas. A veces alguna oveja no está al alcance del pastor, se pierde de su vista; sin embargo, a través de su oración por ellas, el Ayudador lo guía para buscarla, encontrarla y traerla de vuelta al rebaño. Jesús lo ilustró en su parábola más tierna: “¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla?” (Lucas 15:4).

Entonces, al recordar la parábola del Maestro, pensó en lo real del Amor del Pastor, Él no abandona, va tras la perdida, la carga en sus hombros, y la lleva a verdes pastos, a aguas tranquilas donde no corra el riesgo de ahogarse. “El Señor es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará, confortará mi alma, me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre”. (Salmo 23:1-3) El lo había comprobado cientos de veces en su propia vida. Dios no solo nos protege, también nos alimenta, nos restaura, nos conforta porque nos conoce profundamente.

 

La puerta de las ovejas

Su mente viajó algunos años atrás cuando escuchó de boca del Maestro todas estas enseñanzas sin igual. No obstante, algo más había dicho el Maestro cuando habló de las ovejas. Cerró los ojos como tratando de encontrar en sus memorias, y de pronto, la imagen de la Puerta de las ovejas vino a su pensamiento, tal como la brisa suave que había venido a acariciarle el rostro: “De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos”. (Juan 10:7-9).

Además, pensó en la advertencia del Señor: “El ladrón no viene sino para hurtar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas”. (Juan 10:10-11). Quienes escuchaban al Maestro aquel día, sabían lo que significaba un redil. En los campos de Palestina, los pastores llevaban a sus ovejas a corrales de piedra, al aprisco, al caer la tarde. A menudo, no había una puerta física, porque el mismo pastor se acostaba en la entrada del redil, formando un umbral viviente. ¡Él era la puerta! Ninguna oveja salía sin su permiso, y ningún ladrón o animal podía entrar sin enfrentar su presencia. Entendió entonces, que Jesús se presentó de esta manera, como el único acceso seguro al rebaño de Dios, como la entrada viva al cuidado divino.

 

En su conocimiento de las Sagradas escrituras, las palabras del profeta Ezequiel (34) cobraron vida nuevamente. A través de Ezequiel, Dios confrontó a los líderes de Israel que se habían aprovechado del rebaño: “Así ha dicho el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No apacientan los pastores a los rebaños? Coméis la grosura, y os vestís de la lana; la engordada degolláis, mas no apacentáis a las ovejas. No fortalecisteis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada, no volvisteis al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia. Y andan errantes por falta de pastor, y son presa de todas las fieras del campo, y se han dispersado. Anduvieron perdidas mis ovejas por todos los montes, y en todo collado alto; y en toda la faz de la tierra fueron esparcidas mis ovejas, y no hubo quien las buscase, ni quien preguntase por ellas”. (Ezequiel 34:1-6).

 

Indudablemente, el amor de su Maestro siempre se hizo y se hace palpable través de sus promesas; en este caso, una promesa de lo que hará con sus ovejas: “Porque así ha dicho el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las reconoceré. Como reconoce su rebaño el pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas, y las libraré de todos los lugares en que fueron esparcidas el día del nublado y de la oscuridad. Y yo las sacaré de los pueblos, y las juntaré de las tierras; las traeré a su propia tierra, y las apacentaré en los montes de Israel, por las riberas, y en todos los lugares habitados del país. En buenos pastos las apacentaré, y en los altos montes de Israel estará su aprisco; allí dormirán en buen redil, y en pastos suculentos serán apacentadas sobre los montes de Israel”. (Ezequiel 34:11-14).

 

Al recorrer cada palabra del profeta, meditó: Esa promesa se cumple en Jesús, quien no solo es el Pastor fiel, sino también la puerta que lo precede todo. Hoy, mientras escribo sobre las bellezas de los tesoros de las Sagradas escrituras, las palabras de Charles Spurgeon vienen a mi mente: “No solo encontramos pastos tras la puerta, sino también seguridad en ella. Jesús es la entrada al descanso del alma, al gozo del perdón y a la esperanza del porvenir”. El gran predicador del siglo XIX entendió que esta puerta no es una barrera, sino un umbral de gracia”. En mi vida he comprobado que esa puerta que aparenta ser incómoda, me ha permitido entrar a verdes pastos, en los cuales el Pastor ha consolado mi alma con su inenarrable Amor, ha sanado mi pierna quebrada con el óleo de su Espíritu y ha restaurado mi corazón roto.

 

Una de las imágenes más tiernas del Evangelio es aquella cuando Jesús toca la puerta del alma, esperando una respuesta voluntaria y amorosa. El no traspasa la puerta que no ha sido abierta. Su puerta está abierta para todo aquel que abre la puerta de su corazón: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. (Apocalipsis 3:20) Siempre Dios nos invita a la casa del banquete, a compartir con nosotros el pan de vida. Siempre su mesa está servida para nosotros.

De la misma manera que su bondad se despliega invitándonos a cenar con Él, también nos expresa claramente que su puerta no es una por la que puede entrar todo el mundo, sólo aquellos que han entendido que el camino de la verdadera Vida no es ancho sino angosto. “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición y estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. (Mateo 7:13) Jesús nos exhorta a escoger el camino de la fe comprometida. Nos invita a entrar a través de una puerta que puede lucir estrecha e incómoda, en consecuencia imposible de transitar; no obstante, una puerta segura que nos guiará al Pastor del rebaño.

“Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre: Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre”.  (Apocalipsis 3:7-8).-

 

Rosalía Moros de Borregales

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