Los privilegios del odio
En definitiva, y muy lejos de sus propósitos teóricos, la ley del odio lo que ha establecido, hasta ahora, son los privilegios oficiales del odio a la hora de imputar y condenar a los adversarios
Gehard Cartay Ramírez:
Desde que el régimen inventó la llamada “Ley del Odio” en noviembre de 2017, bajo el pomposo e irreal nombre de “Ley contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia”, la misma se convirtió en un privilegio que ejercen impunemente sus partidarios y, al mismo tiempo, en un castigo absurdo contra los adversarios.
Lo irónico del caso es que su exposición de motivos señala que esa Ley Constitucional (¿y cuál será la ley que no es constitucional?) “tiene por objeto contribuir a generar las condiciones necesarias para promover y garantizar el reconocimiento de la diversidad, la tolerancia y el respeto recíproco, así como para prevenir y erradicar toda forma de odio, desprecio, hostigamiento, discriminación y violencia, a los fines de asegurar la efectiva vigencia de los derechos humanos, favorecer el desarrollo individual y colectivo de la persona, preservar la paz y la tranquilidad pública y proteger a la Nación”.
Bonitas palabras y nobles propósitos, sin duda, aunque en la práctica la ley en referencia ha producido resultados totalmente contrarios a los que supuestamente se proponía en teoría conseguir.
Porque aplicar una ley como esa, en contraposición de sus motivos y de manera contraria a la equidad, la ponderación y la convivencia, resulta más propia de sistemas totalitarios –cualquiera sea su signo ideológico, aunque, al final, siempre son lo mismo en cuanto a tales prácticas– al convertirla en un instrumento contra los disidentes, aplicada muy discrecional y autoritariamente por fiscales y jueces del régimen, como se ha demostrado hasta ahora.
Hace poco tiempo, en menos de una semana, cuatro sucesos lo han comprobado. El primero fue un incidente en el estado Zulia, donde se celebraba una asamblea con la participación de Juan Guaidó, y que fue saboteada por violentos partidarios del chavomadurismo. Tal situación pudo haber degenerado en males mayores que, gracias a Dios, no pasaron de allí.
El segundo hecho lo constituyó un discurso del presidente de la Asamblea Nacional madurista contra el propietario de una conocida institución bancaria a nivel nacional, a quien llamó “ladrón” y amenazó “con ir por él”. Se trata, sin duda, de un asunto grave, no sólo por quien lo provocó y sus descalificaciones personales, sino también por las amenazas proferidas por alguien que es una de las figuras más conspicuas del régimen.
El tercer suceso lo motivó una protesta pacífica de varios jóvenes que conmemoraban la fecha del asesinato del joven Neomar Lander en el sitio donde cayó mortalmente herido por fuerzas represivas. Un hecho como ese, que no reviste ningún carácter delictual, trajo como consecuencia un desenlace injusto y atentatorio contra los derechos humanos, pues fueron detenidos por la policía del municipio Chacao y entregados a fuerzas especiales del régimen, secuestrados por varias horas, acusados de instigación a delinquir y al odio (¿?) y finalmente liberados bajo régimen de presentación. Todo ello, insisto, sin que se hubiera cometido delito alguno.
Finalmente, el cuarto evento fue una nueva agresión contra Guaidó en San Carlos, estado Cojedes, el pasado 11 de junio. Lo gravísimo de este vergonzoso episodio fue que en esta oportunidad el líder opositor resultó agredido físicamente por hordas del chavomadurismo, hecho que acompañaron también con insultos y actos violentos contra sus acompañantes. Tal hecho, grave de por sí, pudo haber terminado con consecuencias mayores, como el asesinato de cualquiera de ellos, todo lo cual resalta la espiral violenta que el régimen pretende continuar contra la disidencia.
Lo cierto es que, al día de hoy, los únicos imputados en todos los hechos señalados son los muchachos de Chacao. Los agresores de Guaidó, tanto del Zulia como de Cojedes, siguen impunes, y, por supuesto, el presidente de la Asamblea Nacional madurista, no sólo goza de inmunidad parlamentaria, sino también de impunidad total.
Todas estas circunstancias han demostrado que la “Ley del Odio” sólo sirve para condenar a los adversarios del régimen, nunca para imputar a los suyos, que han sido y siguen siendo pregoneros del odio, comenzando por su extinto jefe. La verdad es que, a estas alturas del tiempo, ese mamotreto legal siempre ha tenido tal objetivo, calcado de las leyes nazis alemanas y de las comunistas de Cuba, muy propias del totalitarismo que aplasta a la disidencia siempre.
Con ese perverso instrumento a la mano, el régimen chavomadurista se sirve de él para condenar cualquier acto de protesta que intenten sus opositores verdaderos, pues a los otros, como se sabe, los mantiene embozalados y contentos. Poco importa que sea o no grave lo que digan o hagan los disidentes, si al régimen no le gusta, allí está la ley en cuestión para automáticamente someterlos bajo la excusa falaz “de instigar el odio”.
Hoy se cuentan por centenares quienes han sido imputados o condenados en base a la “Ley del Odio”, muchos de ellos sufriendo un infierno en las cárceles, otros secuestrados en sus casas y algunos más exiliados contra su voluntad, pero todos desposeídos de sus derechos de opinión y de expresión, todo lo cual conforma un inaceptable cuadro de exclusión y discriminación dentro de su propio país.
En cambio, esa misma ley nunca se cumple con los insultadores profesionales del canal televisivo y de las emisoras y redes sociales del Estado, quienes todos los días aplican su ración de odio letal contra quienes no opinan como ellos. Menos se cumple con el actual residente de Miraflores ni con la cúpula del poder, quienes, por lo visto, tienen licencia para odiar, por lo cual nunca serán objeto de la ley en referencia. Tampoco se cumple cuando hordas violentas del régimen agreden a sectores opositores, quienes simplemente ejercen sus derechos de opinión y protesta consagrados en la Constitución Nacional.
En definitiva, y muy lejos de sus propósitos teóricos, la ley en comento lo que ha establecido, hasta ahora, son los privilegios oficiales del odio a la hora de imputar y condenar a los adversarios.