Alicia Álamo Bartolomé:
Quien se haya visto frente y bajo la catedral de Colonia, habrá comprendido la profunda espiritualidad del arte de una época. Es una oración hecha de materia. Hay un buen número de espléndidas catedrales góticas en Europa y todas nos comunican esta sensación de disparo hacia lo alto. Pasión de cielo de unos constructores que los llevó a desafiar la gravedad con un pesado material, logrando una hazaña arquitectónica y una subida jaculatoria en cuerdas tensas de piedra, sin parangón en todo el planeta. Pero entre éstas, ninguna tan absolutamente vertical, tan
inmensamente lanzada hacia lo alto, tan impresionante mole de encajes y de nervios, como esta catedral de Colonia. Sobrecoge bajo la amarillenta luz de la tarde. Es una obra casi perfecta salida de manos de hombres. Es una obra hecha con amor anónimo de generaciones de arquitectos y obreros. Una obra de todo un pueblo, pero detallada por cada uno con espíritu de perfección para dar gloria a Dios. Una manera de trabajar inspirada en el taller de José. Una manera de trabajar que nos sirve de guía.
Si el trabajo debe ser remunerado en dinero, no es ese su único objetivo, como ya lo hemos visto. Si humanamente debemos hacerlo bien para responder a la confianza y la remuneración que nos han acordado, mucho más debemos perfeccionarlo si con éste damos gloria a Dios y nos sirve de santificación propia y ajena. Nuestra intención debe ser siempre realizar la obra perfecta, sea la tarea escolar, la doméstica, la profesional, la artística, agrícola o administrativa. Somos discípulos de un artesano cabal y de su aprendiz perfecto: José y Jesús. No cabe en nuestro trabajo el apresuramiento para acabar a como dé lugar, el disimulo de la falta para pasar un examen, la entrega incompleta o defectuosa, la investigación superficial, la falta de pulcritud, la improvisación y toda esa suerte de imperfecciones voluntarias en nuestro trabajo que equivalen a lo que podríamos tipificar como barrer escondiendo el polvo bajo la alfombra.Todo eso es sólo falta de amor a Dios y de visión sobrenatural en el ejercicio de nuestras obligaciones.
Es difícil este espíritu de perfección para realizar día a día, minuto a minuto, nuestras labores corrientes. La pereza siempre anda por ahí buscando puesto. Sentimos cansancio, fastidio, hartura y muchas veces nos parece el trabajo sin mucho sentido, a lo mejor inútil o que no vale la pena esforzarse porque nadie lo verá. Pensemos entonces en ese amor anónimo que hizo las catedrales góticas. En ellas, hasta las figuras más alejadas del suelo, invisibles para quienes no eran aves en una época cuando no se soñaba aún con las naves aéreas, están labradas con acusada perfección. Aquellos artistas sin nombre, como ya dijimos en el capítulo anterior citando a San Josemaría Escrivá de Balaguer, trabajaron sólo por amor, cara a Dios. Y así debemos realizar siempre nuestro trabajo.
San José fue un artesano con este espíritu de perfección. Los utensilios que hubo de hacer para su hogar, como los muebles, los trabajaba nada más y nada menos que para Jesús, segunda Persona de la Santísima Trinidad y para María, su Madre sin mancha. Cada pieza que salió de sus
manos tuvo que ser algo acabado, perfecto dentro de sus posibilidades de hombre mortal. Pero se habría quedado corto si sólo se hubiera esmerado cuando se trataba de objetos para el uso de tal Madre y tal Hijo; no, todo su trabajo, para el más humilde y conforme de sus clientes, fue hecho con perfección. No reposaría José hasta no hacer calzar bien las piezas, hasta no dejar tersa la madera cepillada. No podía conformarse con una hendidura de más o un nudo a destiempo. Toda su vida era orden, entrega absoluta. Trabajaba, descansaba y se recreaba por amor.
¡Cuántas veces nos invade el sentimiento de la rutina! Todos los días la misma cosa sin darnos cuenta de que cada “misma cosa” es la cuenta de un rosario de alabanza a Dios. San Martín de Porres se santificó con su escoba y así este humilde instrumento –indispensable, por otra parte, para
el orden y la limpieza– se convirtió en noble arma para conquistar la gloria. ¡Cuántas cacerolas brillantes relucen más en el cielo por el alma que puso su amor en las manos para fregarlas por Dios! ¡Cuánta impetración respondida, hecha a través de las puntadas de una aguja, el teclear de una máquina, el recorrido del bisturí en la carne enferma, el golpe del cincel en el mármol, el giro del volante y el cambio de pedal en una larga carretera! Trabajo heroico por monótono y por ser hecho con alegría, ofreciéndolo. ¡Cuántas tomas de decisión hechas con el más puro amor, a contrapelo, impopulares, contra el fácil aplauso, pero con el sentido exacto del deber y de la voluntad de Dios!
Casos todos en que se realiza la obra perfecta y esta no tiene jerarquía a los ojos del Señor. En la altura del poder o en la entraña de la tierra, el hombre se codea con su Creador al hacer su trabajo bien hecho. Ninguna tarea honrada es limitante de la gloria eterna, con todas se abre camino el santo en el mundo temporal. En el taller de José, Cristo fue, como él, carpintero, se ensució y se maltrató las manos, se bañó de sudor su cuerpo, se doblaron sus espaldas, se tensaron sus músculos y sus dedos manosearon los clavos y el martillo que un día se convertirían en instrumentos de su tortura. Cristo fue clavado en la cruz como la pieza perfecta que remataba la arquitectura de la Redención. En el taller de José y entre aquellos utensilios que le eran familiares, tendría el Hijo de Dios la premonición aterradora de su Pasión. Lo humilde como la madera, el clavo, el martillo, se convertirían en nobles herramientas de la Salvación. Como nosotros, cuando nos dejamos llevar por la mano de Dios.
Todo taller está ennoblecido desde entonces, allí, donde el artista o el artesano cumple su labor. Hay un no se qué de divino en el arte de crear la pieza útil o decorativa donde cada artista pone su emoción. Es más fácil entender esta altura de objetivos en el trabajo artístico, pero no nos olvidemos que cada arte tiene su parte dura, de rutina; primero en la formación del hombre y luego en la ejecución de cada obra. El cantante no llega a la emisión perfecta de su voz sin muchas horas de es calas aburridas; lo mismo el ejecutante de instrumentos musicales. Y el artista plástico tiene que ir estudiando los colores y sus combinaciones, el material, a veces muy duro, como para el escultor, quien después de muchos días de modelar en la fácil arcilla y llegar a la forma perfecta, tiene que pasar al mármol o la piedra con lenta y repetida acción, o al bronce en la fundición cuidadosa, o a otros materiales, cada uno con sus propias dificultades. Y en las artes escénicas, cuántas horas de ensayo, de volver una y otra vez sobre la misma frase o movimiento. También aquí la rutina puede y debe convertirse en oración. La obra perfecta debe ser todo trabajo cumplido por
el cristiano. Aunque tal vez no resista el examen exhaustivo de los especialistas y se encuentre, aquí o allá, alguna imperfección como obra temporal, puede ser perfecta en la intención; pero también generalmente será lo mejor posible en la realidad del mundo, porque no hay duda de que quien así trabaja tiene que lograr más y mejores obras. Hay una eficiencia humana como resultado de trabajar a lo divino. Esto explica la colosal obra lograda por algunos tenidos por insignificantes en su tiempo o bien reconocidos, pero sin medios aparentes para alcanzarla: la obra asombrosa de los santos.
Cuando nosotros buscamos la perfección en lo que hacemos, desde apretar una tuerca hasta conducir un país, estamos inmersos en la Creación y la Redención, como hemos dicho. Estamos haciendo, no un trabajo individual para lograr tal o cual pequeño o gran fin, sino algo más,
estamos cumpliendo con la humanidad, con la naturaleza, las cuales llevamos rectamente según el plan de Dios, en nuestra pequeña parcela de la acción, en nuestro momento. Quién sabe si tantos fracasos en la historia, tanto retroceso, se deben a esa imperfección del trabajo realizado por el individuo que no se siente forjador junto con Dios de un desarrollo, de un destino común. El trabajo es vínculo del hombre con el hombre, ya sea en la propia generación o como eslabón de trabazón eficaz entre una y otra.
Cuando Caín tuvo envidia de Abel porque el humo de sus ofrendas no subía blanco y puro para ser grato a Dios (69), era porque estaba haciendo su trabajo mal, no escogía los mejores frutos ni las primicias perfectas de sus animales para quemarlos en el altar, ofrecía lo imperfecto por salir del paso y su humo no ascendía. De entonces hasta hoy no faltan quienes se andan con artimañas para cumplir y mentir con el Señor. Ofrecen sus migajas sobre el fruto de sus esfuerzos y a veces se han esforzado mucho por miras humanas. Es una lástima, su humo no asciende, se queda flotando alrededor de ellos impidiéndoles ver el sol. Les falta ese espíritu que hizo posible la catedral gótica, que se empeñó en subir más allá de lo posible y para lograrlo con la piedra, quebró el arco en su centro, apuntó más alto y obtuvo mayor resistencia por medio de la ojiva, que tiene algo de manos unidas en oración. No lo venció la chata horizontalidad de lo pesado, más bien hizo que el peso se convirtiera en flecha ascendente. Eso es esfuerzo con destino superior, incienso incontenible en su avidez de cielo. José santificó el trabajo, fue puesto al lado, para custodiarlas, de las obras perfectas de Dios: Jesús Hombre y María. De este espejo fue copiando la perfección para tratar de hacerla con sus manos. Volvió a vivir Abel en el taller del artesano de Nazaret.-
69 – Génesis 4, 3-5