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El imperio de los tontos

¿Es posible que la incompetencia de una persona le impida ver que es una incompetente?

Carmen Posadas:

mediados de los años 90, en la ciudad de Pittsburgh, un hombre muy bien trajeado atracó un banco a cara descubierta y a plena luz del día. Cuando lo apresaron (y no tardaron ni un día en hacerlo), se mostró muy sorprendido. ¿Cómo me han identificado? –preguntó–. ¡Pero si me embadurné bien la cara con limón! Parece broma, pero es verdad: dos amigos de este señor, que se llamaba Wheeler, le aseguraron que el limón haría desaparecer sus facciones, volviéndolo invisible. Para probar que así era, le aplicaron el zumo, luego le sacaron una foto, borraron de ella sus rasgos y el tal Wheeler se entregó al crimen tan campante, pensando que nadie lo reconocería. Esta noticia, que tuvo en su momento mucha repercusión, sirvió para que David Dunning y Justin Kruger, profesores de Psicología Social de la Universidad de Cornell, se interesaran por el caso y se hicieran la siguiente pregunta: ¿es posible que la incompetencia de una persona le impida ver que es una incompetente? Los profesores Dunning y Kruger llevaron a cabo un experimento en el que pidieron a unos cuantos voluntarios que evaluaran su grado de competencia en los siguientes campos: gramática, razonamiento, lógica y humor. Entonces descubrieron que cuanto más estulta era una persona, menos consciente de sus carencias resultaba. Por el contrario, las personas capaces tendían a evaluarse muy por debajo de su valía. Observaron también que existía una relación entre la incompetencia y la vanidad y comprobaron que los tontos se tienen en tan alta estima que piensan siempre que son inteligentísimos. Algo similar ocurre con el conocimiento.

 

¿Es posible que la incompetencia de una persona le impida ver que es una incompetente?

 

Cuanto más inculta es una persona, más cree saber y más refractaria se muestra a aprender algo nuevo. Es lo que algunos llaman ‘la arrogancia de la ignorancia’. O dicho con palabras de la sabiduría popular: la ignorancia es muy osada. Por eso, mientras la sabiduría es prudencia, ponderación y duda, la ignorancia incurre en todos sus antónimos: es imprudente, precipitada, intransigente. Cuando yo era joven, me confundía mucho este curioso efecto que hace que las personas tontas estén tan absolutamente seguras de sí mismas. Para una insegura crónica como esta servidora tener las cosas tan claras era sinónimo de capacidad de liderazgo. Y el gran problema es que, en efecto, así es. Muchos tontos son líderes natos, no hay más que echar un vistazo al mundo de la política: individuos que, con seguridad pasmosa y sin que se les despeine el tupé, dicen estupideces descomunales. Y, como el aplomo se confunde a menudo con la inteligencia, hete aquí que logran, además, que los sigan muchas personas. Lo más curioso del fenómeno es que buena parte de ellas no son tontas en absoluto. Solo piensan que si tanta gente va detrás de ese flautista de Hamelín por algo será. Ocurre también que, una vez que el flautista logra convencer a un número equis de personas, el efecto es acumulativo, nadie reflexiona, y allá que van todas no importa hacia qué desbarrancadero. Así es como, casi sin darnos cuenta, parece haberse instaurado el imperio de los tontos. Muchos nos preguntamos cómo es posible que la gente se entregue a las tonterías tan increíbles que vemos todos los días: seguir teorías conspiranoicas delirantes o disparates varios en Internet, que van desde hacerse un selfi en la boca de un volcán a creer que la tierra es plana; también promulgar y apoyar leyes enloquecidas que van contra el más elemental sentido común… La explicación no es una y son muchos los fenómenos que concurren para que la estulticia haya acampado entre nosotros (potenciada, además, por ese espejo multiplicador y deformante que son las redes sociales). No sé qué dirán hoy en día Dunning y Kruger sobre las consecuencias del efecto al que ellos dieron nombre casi treinta años atrás. Si entonces se asombraron de que un individuo, confiando en su propia estulticia, atracara un banco con la cara embadurnada de zumo de limón, ahora deben de estar patidifusos al comprobar que ese efecto según el cual ‘la incompetencia de una persona impide que esta vea que es una incompetente’ ya no es la risible excepción de aquel tal Wheeler, sino que camino lleva de convertirse en norma.-

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