El destino de los zalameros
Los acólitos jamás podrán estar seguros de la amistad o buena fe de su jefe
Noel Álvarez:
El filósofo francés, Étienne de La Boétie, escribió en su libro La servidumbre voluntaria: “La amistad es un sentimiento sublime, cuyas dulzuras tan solo conocen los hombres de bien, no se sostiene sino por el amor mutuo, y se alimenta no tanto con beneficios como por una recíproca correspondencia. La convicción que se tiene de la fidelidad de un amigo es el verdadero y solo vínculo de la amistad: el desprendimiento y la constancia son sus fieles compañeros”.
La amistad jamás se hermana con la crueldad, con la deslealtad, ni con la injusticia que predomina en las esferas gubernamentales, pues cuando los hombres malos se reúnen para castigar al enemigo opositor, forman más un complot que una sociedad. No se sostienen entre sí, sino que se temen y cuando alguno de ellos habla, el castillo de naipes tiembla. No son amigos, sino cómplices.
Siempre será sumamente difícil hallar el amor seguro o la amistad de un autócrata porque, elevado este sobre la esfera de los demás y no teniendo compañeros, se encuentra más allá de los límites de la amistad, cuya sede está en la igualdad. Por esto es que entre los ladrones reina la mejor armonía cuando tratan de repartirse el botín, porque todos se consideran compañeros iguales y aunque no se quieran, se soportan porque temen debilitar sus fuerzas si se dividen.
Los acólitos jamás podrán estar seguros de la amistad o buena fe de su jefe, porque este siempre será superior a ellos. Desconocerá derechos y deberes, no teniendo más ley que su capricho, carecerá de compañeros por ser dueño de todos. ¿Puede darse mayor molestia y martirio que pasar día y noche discurriendo diferentes modos de agradar a un dictador a quien se teme más que al resto del mundo? Sonreír a todos y temer a todos; no tener enemigos declarados que combatir, ni amigos seguros con que contar; ocultando siempre, bajo un rostro risueño, un corazón inseguro.
Entre tantos como rodean el trono de los dictadores, no hay uno solo que tenga la previsión y el valor de decirles lo que, según la fábula, dijo el zorro al león, que se fingía enfermo: «Mucho gusto tendría en visitar tu cueva; pero entre las muchas huellas de animales que se dirigen hacia allá, no he visto hasta ahora ninguna que indique haber salido de ella para regresar hacia su casa».
Los acólitos ven brillar los tesoros del tirano; recaban alucinados los rayos de su amistad, y deslumbrados con su resplandor, se acercan y se arrojan a la llama, que no tardará en consumirlos, al igual que el sátiro indiscreto, según la fábula, viendo relucir el fuego hallado por el sabio Prometeo, le pareció tan hermoso que fue a besarlo y se quemó. Así, la mariposa, que deseosa de gozar de algún placer, se arroja al fuego porque lo ve reluciente. Pero, digamos que los seguidores a fuerza de intrigas consiguen librarse de su dueño, ¿podrán acaso protegerse de quien lo suceda?
Si el sucesor es bueno, es normal que les exija estrecha cuenta de sus operaciones y manejos; si es malo y semejante a su predecesor, tendrá también sus favoritos, a quienes contentará a fuerza de billetes verdes. Estos no se mostrarán satisfechos con solo ocupar los primeros puestos en el gobierno, sino que también lucharán por obtener los bienes y buena vida de los que derribaron.
¿Cuál es el premio que le espera a los adláteres después de una existencia azarosa y miserable? Hastiados del mal que les agobia, los pueblos no acusan al tirano, sino a sus consejeros. No hay desgracia, peste o hambre que no les sea atribuida; y si en ocasiones les fingen honores, los corazones del pueblo repugnan aquellas demostraciones, pues en aquel mismo instante son maldecidos y detestados como bestias feroces. Esta es la gloria y el honor que reciben después de servir a un hombre que no puede y no quiere compensar tantos trabajos e incomodidades.
La justicia divina tarda, pero no olvida, esto parece querer dejarlo claro La Boétie cuando dijo: “Aprendamos, pues, a obrar bien; alcemos los ojos al cielo, ya sea por nuestro propio honor o por amor a la virtud, dirigiéndonos siempre al Todopoderoso, testigo fiel de nuestras acciones y juez inexorable de nuestras faltas. No creo equivocarme si aseguro que no hay una cosa tan opuesta a Dios, como la tiranía, que todo lo doma a su favor y que su severa justicia tiene reservado en los abismos un castigo particular para los tiranos y sus cómplices”.–