Testimonios

Berlioz, el compositor sin fe que gozó el cielo en su Primera Comunión y sublimó la música sagrada

En 1954 el sacerdote Karol Wojtyla, futuro Papa Juan Pablo II, sustentó su tesis de filosofía Valoración sobre la posibilidad de construir la ética cristiana sobre las bases del sistema de Max Scheler. Para este filósofo, vinculado al grupo de fenomenólogos inspirado por Edmund Husserl (1859-1938), los valores son objetivos, no son fruto de la mera subjetividad o del deseo personal, como se cree hoy en día; descansan sobre una moral que en la conciencia del hombre es innata y, como poderosa intuición, no requieren de racionalizaciones ni especulaciones para su existencia.

Max Scheler (1874-1928), católico solo por un tiempo, que se ocupó de múltiples problemas desde la órbita de la ética, la estética y las ciencias sociales, la antropología y la psicología (la simpatía, el resentimiento, la tragicidad, las relaciones entre la metafísica y el arte, entre otros), planteaba en su Ética que «son valores por referencia (técnicos y simbólicos), para los valores espirituales, en general, los llamados ‘valores de cultura’, que por su naturaleza pertenecen ya a la esfera del valor de los bienes (por ejemplo: tesoros artísticos, instituciones científicas, legislación positiva, etc.)».

Estos valores culturales le ceden la primacía a los valores religiosos, que están en la cima de la jerarquía ética.

Esta concepción puede aplicarse de manera directa a la vida y la obra de Héctor Berlioz (1803-1869), el compositor francés que, sumergido en valores culturales y artísticos que admiraba fervientemente, supo ascender a las máximas cimas de la espiritualidad con su música religiosa.

El arte, toda una ardiente llama en el corazón

Berlioz era hijo de un médico de notable cultura, lleno de méritos en su profesión, aunque sometido al ostracismo por sus colegas y académicos, y de una madre cuya religiosidad bordeaba el fanatismo y los excesos próximos al puritanismo. El padre nunca quiso que su hijo se dedicara a la música y, una vez éste se trasladó a París para estudiar en el Conservatorio, le suspendió las mesadas y cualquier apoyo económico.

Sin embargo, dejó en el compositor, como su preceptor en la niñez (lo matriculó en un seminario para que aprendiera el latín, pero luego decidió encargarse personalmente de su formación), la huella imborrable de una de sus más encendidas pasiones: el amor a Virgilio, el poeta pagano que presagió en su obra el advenimiento de Cristo y guía de Dante en el Infierno y el Paraíso de la Divina Comedia: «¡Cuántas veces, delante de mi padre, al explicar el Cuarto Libro de la Eneida, sentí hincharse mi pecho, alterarse y quebrarse mi voz!» En una ocasión, al leer en alta voz el pasaje de la muerte de Dido escrito por el poeta mantuano, «fui presa de una crisis nerviosa, y sin poder continuar, me quedé cortado».

Con el correr del tiempo, la veneración por Virgilio maduraría con la creación de la ópera Los Troyanos, cada vez más aclamada en los escenarios del teatro musical.

Representación de ‘Los troyanos’. A partir del minuto 58:00, la entrada del caballo de madera.

Uno de los más cimeros momentos en la historia del género operático lo constituye el primer acto, en el que el pueblo troyano disfruta alegremente, embriagado por el regalo del caballo de madera urdido por las argucias de Ulises, mientras Casandra, la profetisa y vidente, prevé la próxima desgracia de su ciudad. El coro canta con un júbilo desmesurado, Casandra, solitaria e incomprendida, se lamenta con un superlativo dramatismo.

Shakespeare, luz divina del músico

Berlioz supo de Shakespeare por primera vez viendo una representación de Hamlet en la que la actriz Henriette Smithson hacía el papel de Ofelia: «Shakespeare, al presentárseme así, de improviso, me deslumbró. Su claridad, abriéndome el cielo del arte con estrépito sublime, iluminó mis más lejanas profundidades. Reconocí la verdadera grandeza, la verdadera belleza, la verdadera verdad dramática».

Quedó tan prendado de esa Ofelia que se casó al poco tiempo con la actriz Smithson. El más shakespereano de los músicos del siglo XIX dejó en su obra firme constancia de su fervor por el poeta isabelino: la obertura de El rey Lear, su sinfonía dramática Romeo y Julieta, en la que sigue los pasos de la Novena Sinfonía de Beethoven, integrando solistas vocales y coro a la masa orquestal; su última ópera Beatriz y Benedicto, musicalización de la obra shakespeareana Mucho ruido y pocas nueces, y las magistrales Muerte de Ofelia y Marcha Fúnebre para la última escena de Hamlet, partes de Tristia, atestiguan el vínculo con el poeta del que fuera quizá su máximo paladín musical. Si éste hubiera ahondado un poco más en el calibre espiritual de Shakespeare, se habría percatado de que coincide plenamente, ciento por ciento, con una visión católica del mundo.

El ‘Fausto’ de Goethe

Fausto causó furor entre los músicos románticos: SpohrLisztWagnerGounod y Schumann compusieron música basada en ella. Más tarde también lo hizo el menos romántico Ferruccio Busoni.

Hector Berlioz (1803-1869).

Hector Berlioz (1803-1869), un hombre cuya formación católica, aun sin fe explícita, le permitió crear obras de excepcional valor espiritual y litúrgico.

Berlioz deliró con las lecturas del poema dramático del doctor del pacto demoníaco y en La condenación de Fausto prefirió no seguir al poeta, quien redimía y salvaba a Fausto en la última escena de la segunda parte, y decidió condenarlo en una de sus obras magnas. Gracias a Berlioz, Franz Liszt, uno de sus mejores amigos, conoció el Fausto. Quizá el católico compositor de las Rapsodias Húngaras acabaría entendiendo que en ese final de la obra el agnóstico y masón Goethe suspira con nostalgia por el paradisíaco universo de Dante, pues Fausto es recibido allí por Margarita y los coros celestiales, animados por la Virgen María, tal como en la Divina Comedia Beatriz guía a Dante hacia la felicidad eterna.

Una de las máximas encarnaciones de su tiempo

Berlioz amó en profundidad el mejor arte de su tiempo, reflejó como poco sus expectativas y sueños. Niccolò Paganini, el virtuoso del violín, le encargó la composición de Harold en Italia, una sinfonía que es en realidad un concierto para viola y orquesta inspirado por Child Harold, un poema del mefistofélico Lord Byron, muy estimado por Goethe. La Sinfonía Fantástica, primera parte de los Episodios de una vida de artista, es un retrato consumado del artista romántico, exaltado, infelizmente enamorado rebelde, impetuoso y sufriente, torturado por sus crisis de fe y sus afanes de certeza ante lo desconocido.

La ‘Sinfonía Fanástica’ de Berlioz.

En sus cinco movimientos, la obra, que sigue un programa, está atravesada por la idea fija de un amor intensamente perturbador. En el cuarto movimiento, la Marcha al suplicio, el artista, presa de ese gran amor, cree ya que su sentimiento es rechazado, se envenena con opio, se imagina que ha sido llevado al cadalso y es testigo de su propia ejecución. En el quinto, Sueño de una noche de Sabatt, el artista participa de un aquelarre; los brujos bailan alrededor de su tumba; la danza macabra se alterna con el tema musical del Dies Irae (el día de la ira, el juicio final), secuencia gregoriana de la antigua Misa de Difuntos, el Requiem, y que ha fascinado a muchos compositores. Se dice que la cita gregoriana es de carácter paródico y burlesco, pero Berlioz tomó muy en serio el texto del Dies Irae, ya no la música, en su Requiem.

Mejor ilustración musical de las exuberancias y a veces estrambóticas imaginerías del Romanticismo no puede haber. Berlioz completó sus Episodios con una segunda parte, Lelio o el Retorno a la Vida, después del cadalso y el Sabbat. Es una confesión de intimidades emocionales y principios artísticos en la que el compositor, siempre autor de sus propios libretos, vuelve a insistir en la revelación de las reverberaciones shakespereanas: «¡Oh, Shakespeare, Shakespeare!» El elogio al poeta es seguido por los versos: «¡Y, sin embargo, qué poco comprendido eres! / Muchos pueblos te adoran, es cierto; pero tantos otros te blasfeman».

Buen observador de la vida musical y cultural de su tiempo, Berlioz describe agudamente en sus Memorias, de las que tomamos aquí todas las citas, el panorama que lo rodeaba en sus viajes como director de orquesta a Alemania, Viena y Rusia. Anteriormente había hecho otro tanto hablando de Italia, particularmente de Roma, ciudad en la que vivió como ganador del Gran Premio que se le concedía en Francia al compositor de una obra de concurso.

Ejerció también la crítica, «para defender lo bello y atacar lo que me parecía contrario»; un buen ejemplo de su trabajo en este campo es Beethoven, libro indispensable para quienes se interesan verdaderamente por el compositor de Fidelio, uno de los más amados por el francés, al igual que Gluck y Weber. Acerca del mundo del periodismo, que llegó a conocer tan bien como su conocido y contemporáneo Honorato de Balzac (Ilusiones perdidas), escribió: «(….) A qué miserables manejos estoy obligado! ¡Cuántos circunloquios para evitar la expresión de la verdad! ¡Cuántas concesiones en nombre de las relaciones sociales y aun a la opinión pública! ¡Cuánta rabia contenida! ¡Cuánta amargura apurada!»

Berlioz causó conmoción en la vida musical de su época. Abundaron sus detractores y enemigos. El gigantismo de su orquestación y sus hallazgos instrumentales, muy importantes para los tiempos que lo siguieron, hasta hoy, no lo hicieron bienvenido en círculos académicos y críticos. Su Gran tratado de instrumentación es otro de sus libros de mucha resonancia. Sus convicciones, que defendió a ultranza, a capa y espada, lo hicieron blanco de conformistas y adocenados.

La cumbre espiritual de su obra religiosa

Volviendo a Scheler, si los valores culturales fueron tan significativos en la obra de Berlioz, lo son más para el creyente los valores religiosos del catolicismo: «No tengo necesidad de decir que fui educado en la fe católica, apostólica, romana. Esta encantadora religión, desde que no quema más personas, ha constituido mi felicidad durante siete años íntegros; y aunque ambos estamos disgustados desde hace tiempo, guardo un recuerdo muy tierno de esos años. Por otra parte, me es tan simpática que, si hubiera tenido la desdicha de nacer en el seno de un cisma eclosionado bajo la oscura incubación de Lutero o Calvino, me habría apresurado a abjurar solemnemente de ésta, en el primer instante de ocio y sentido poético, para abrazar con todo mi corazón la bella religión romana«.

El compositor de la Sinfonía Fantástica descubrió en su primera comunión la inmensidad espiritual de la Eucaristía al mismo tiempo que la de la música, unidad celestial de goces eternos: «Creí ver abrirse el cielo, el cielo de amor y castas delicias, un cielo más puro y mil veces más bello que aquél del que tanto se me había hablado. ¡Oh poder maravilloso de la expresión verdadera, belleza incomparable de la melodía del corazón!»

El distanciamiento de Berlioz respecto a la fe fue ocasionado por los excesos de su madre y el espíritu liberal laicista de la Francia su época, que se extiende hasta nuestros tiempos. Llegó a ser un místico sin fe, aunque erróneamente considerado como incondicionalmente ateo. Pero queda su gran obra religiosa para deleite y retorno a la vida de quienes lo valoramos como uno de los más grandes músicos de la historia.

La Misa de juventud

Berlioz compuso su Misa Solemne cuando tenía veinte años, en 1824. No quedó satisfecho ni con ésta ni con otras de sus primeras composiciones cuando empezaba sus estudios en el Conservatorio. Quemó las partes orquestales de las dos primeras interpretaciones públicas de la obra en dos iglesias de París y le regaló el manuscrito a un amigo belga, compañero de estudios. Durante muchos años este manuscrito se perdió hasta que fue descubierto en 1991.

La ‘Misa solemne’ de Berlioz. A partir del minuto 31:53, el impresionante momento del ‘Iterum venturus est’.

Se trata de una hermosa composición en la que está muy fresca la fe de sus primeros años. Difícil es permanecer indiferente y difícil es pensar que es de la autoría de un no creyente ante pasajes tan sublimes como la apoteosis del Kyrie o la introducción de los metales al momento Et iterum venturus est cum gloria [Y de nuevo vendrá con gloria] del Credo; el resto de la orquesta y el coro quedan en suspenso y máxima tensión ante esta imponente fanfarria a la que sigue la promesa de la segunda venida del Señor.

El Requiem

La Gran Misa de Muertos es la obra religiosa más ambiciosa del compositor. Su estreno requirió de más de doscientos instrumentistas y cuatrocientos cantantes: «El texto del Requiem era para mí una presa largamente apreciada, que por fin se me entregaba y me lancé sobre ella con una especie de furor (…). Mis ejecutantes estaban divididos en grupos bastante distantes los unos de los otros, y era preciso que fuera así por las cuatro orquestas de cobre que he empleado en el Tuba Mirum, que deben ocupar cada una un ángulo de la gran masa vocal e instrumental».

Compuesta en 1837, puede parecer, en efecto, solo una obra de brillantes efectos orquestales y corales (en ella no hay solistas vocales). En la misma línea de la Misa, cuatro fanfarrias sobrecogedoras, procedentes de los cuatro grupos de metales distribuidos en diversos sitios de las iglesias o salas de conciertos donde el Réquiem es interpretado, preceden al Tuba mirum y se repiten cuando reaparece el Dies Irae.

El sobrecogedor ‘Dies Irae’ del ‘Requiem’ de Berlioz, dirigido por Leonard Bernstein. En la grabación, el realizador muestra los distintos grupos de metales distribuidos por el templo.

Se impone en el oyente la profunda comprensión del escatológico texto por parte del compositor, un verdadero llamado, como el de las imágenes medievales de las calaveras en las celdas de los monjes contemplativos de regla estricta, a dirigir la mirada de nuevo hacia esa segunda venida. Sin embargo, en el Réquiem de Berlioz impera la atmósfera de piadosa plegaria, reducida casi al murmullo y al suspiro. El compositor sabía qué es orar y qué es esperar cristianamente la muerte, de la que fue un poeta privilegiado. Por circunstancias de la vida, además, enviudó dos voces y debió presenciar la exhumación de los restos de sus dos esposas.

En su larga carrera como director de orquesta, ninguna otra obra lo conmovió tanto como ésta. En un concierto, durante una gira por Alemania, estuvo a punto de desmayarse interpretándola, temblando y agitándose sobre el podio.

La infancia de Cristo

El biógrafo del compositor Yves Hucher escribe: «Uno de los programas de la efímera Sociedad Filarmónica incluía, el 2 de noviembre de 1850, el estreno de La huída a Egipto. Fragmento de un oratorio de estilo antiguo atribuido a Pedro Ducré, maestro de capilla del siglo XVII. Esta página fue puesta por las nubes; numerosas ‘almas buenas’ llegaron a decir que Berlioz sería incapaz de escribir algo parecido, hasta el momento en que el compositor reveló que todo había sido una superchería suya, que Ducré nunca existió y que su nombre lo imaginó con el apellido de su amigo Pedro Duc, añadiendo la nota re».

Una broma, pues, que Berlioz le jugó a sus críticos. Nunca su música fue tan delicada y cálida como en este oratorio que narra la angustia de Herodes ante la predicción de los sabios de su corte, que le anuncian el nacimiento del Redentor, su decisión de la matanza de los inocentes y la huída a Egipto, donde inicialmente nadie le ofrece hospedaje a la Sagrada Familia hasta que un carpintero ismaelita, ni judío ni egipcio, la acoge e invita a José a trabajar con él.

‘La infancia de Cristo’ de Berlioz. A partir del minuto 1:17:00, el trío para dos flautas y arpa.

Encantador es el trío para dos flautas y arpa que los hijos del ismaelita tocan para los recién llegados, quizá la única obra de cámara que compuso Berlioz, quien vuelve al recogimiento del Réquiem, pero haciéndolo aún más comunicativo y sencillamente seductor. El primer coro de ángeles invisibles, que aconseja a José abandonar Judea, es acompañado discretamente por el órgano y Herodes, a la manera de la segunda parte de Enrique IV y Enrique V de Shakespeare, se lamenta de su condición e impotencia: «¡Oh, miseria de los reyes! / Reinar y no poder vivir, / promulgar leyes para todos / y desear seguir al macho cabrío / hasta el fondo del bosque».

El Te Deum

«El Requiem tiene un hermano, el Te Deum», escribió Franz Lizst. Compuesto en 1855, introduce el órgano, ya como instrumento solista, ya como parte de la orquesta, una de las pocas ocasiones en que Berlioz le rinde tributo a la rica tradición organística francesa. Una vez más, la comprensión del texto litúrgico es completa, su traducción musical lo engrandece y magnifica.

* * *

Así era Héctor Berlioz, fervoroso amante de valores culturales y artísticos por encima de los cuales pudo situar en estas obras, como Max Scheler, los valores religiosos del catolicismo en el que fue educado y gracias al cual, en su primera comunión, pudo acceder al reino inefable y maravilloso de la música, a la que entregó todas sus energías.-

Juan Diego Caicedo González

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