Chile: Ganó la democracia
La realidad es que la candidata a nueva constitución chilena nació muerta. Sin importar que ganara el apruebo o el rechazo. Y ello es así porque una constitución debe hacerse para unir, no para dividir, para consensuar un proyecto, una visión, un sueño de país en el que quepan todos los ciudadanos
Marcos Villasmil:
En América Latina, región donde -con perdón de don Simón Rodríguez- se acostumbra errar más que inventar, una de las más recientes equivocaciones ha sido la caótica deriva hacia un barranco imparable que viene dándose en Chile desde 2019, y cuya culminación fue la elección de una asamblea constituyente en 2021 cuyos “resultados” (un total de 388 artículos y 57 disposiciones transitorias) podrían ser incluidos en una antología del disparate.
Un auténtico elogio de la locura, la propuesta de nueva constitución fue hecha por ciudadanos electos en su mayoría -excepciones siempre hay- según criterios en donde escasearon la competencia jurídica, la mesura y prudencia y la necesaria búsqueda de consensos sociales y políticos.
Desde el día uno estaba claro que los ánimos que animaban a la mayoría constituyentista eran la revancha, la venganza y el olvido de lo bueno que por años se había construido en Chile. Había que destruir todo rasgo de convivencia cívica, de respeto al contrario.
Afortunadamente, la victoria del Rechazo fue históricamente contundente: 62% negó la propuesta. Con la más alta participación electoral de la historia, el Rechazo se impuso en todas las regiones.
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Chile era un país que hasta hace poco lucía ya casi listo para dar un gran salto al desarrollo; hoy está sumergido en un caos que amenaza destruir los avances que se habían logrado, en especial bajo las presidencias de Patricio Aylwin, Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos.
¿Cómo pudo suceder ello, y en un tiempo relativamente breve?
Un dato central en la política chilena, y en casi toda América Latina, es que cada vez que las instituciones han sido atacadas, ha sucedido principalmente desde extremismos antidemocráticos. En Chile el radicalismo ha sido liderado por un partido comunista históricamente enemigo declarado de las instituciones democráticas, amigo fiel y perenne de las dictaduras cubana y venezolana, y promotor fundamental de la destrucción y vandalismo ocurrido durante las protestas ocurridas en Chile en 2019. Como ocurrió en Colombia, o en Ecuador.
En nota reciente, The Economist opinaba al respecto de esta constitución de los infiernos:
“Tomemos, por ejemplo, la propuesta de nueva constitución presentada este mes en Chile. Con 110 artículos en su capítulo sobre «derechos y garantías fundamentales», es un proyecto detallado de una sociedad ideal en la que nadie es discriminado y todos gozan de igualdad, aunque algunos más que otros. Garantiza a todos el derecho, entre otras cosas, a la «neurodiversidad», al «libre desarrollo» de «la personalidad, la identidad y los proyectos de vida» (…)». No importa que estas aspiraciones sean irremediablemente insulsas, que a menudo se opongan entre sí y que sea muy poco probable que se hagan realidad”.
La élite chilena se ha convertido en una máquina de olvido.
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La realidad es que la candidata a nueva constitución chilena nació muerta. Sin importar que ganara el apruebo o el rechazo. Y ello es así porque una constitución debe hacerse para unir, no para dividir, para consensuar un proyecto, una visión, un sueño de país en el que quepan todos los ciudadanos.
Los derrotados proponentes y redactores buscaban lo contrario. Intentaban imponer puro radicalismo utópico. La Constitución quería ser plurinacional, intercultural, ecológica, regional. La representación equitativa ocupaba asimismo mucho espacio, al igual que los términos género y perspectiva de género (sin que este último término se describiese con mucho detalle).
Otros ejemplos: el Senado desaparecería para ser substituido por una “Cámara de las Regiones” – en general prevalecía un claro tufo de “descentralización indigenista”-. De ser unitario, ahora el Estado chileno pasaría a ser “plurinacional”. Hasta once naciones se reconocían, y a cada una de las cuales se le podía dar autonomía territorial y se le aseguraba «libre determinación». Lo “plurinacional”, el eje central de la propuesta, buscaba dividir la nación, siguiendo el ejemplo “refundador” de Chávez en 1999, de Correa (Ecuador), en 2008, y de Evo Morales (Bolivia), en 2009.
Asimismo, al ser un proyecto no solo político o económico, sino cultural, se hacía referencia a una multiplicidad de situaciones de género -«mujeres, hombres y disidencias (Sic) sexuales y de género».
Los cabeza calientes constituyentistas olvidaban asimismo -como buenos socialistas- que el Estado puede redistribuir riqueza solo si esta es creada, y que quienes lo hacen esperan obtener una parte de las ganancias.
Por meter temas en el articulado, metieron de todo, hasta la pata. No dejemos de mencionar esta perla (art. 60), digna de una antología del (mal) chiste constitucional: «toda persona tiene derecho a practicar deporte, actividad física y ejercicio».
Puestos a seguir haciendo el ridículo, los constituyentistas podrían haber incluido también que “todo chileno -y chilena, no hay que olvidar la suprema idiotez del “lenguaje inclusivo”- tienen derecho a respirar”.
Una de las bondades de este exabrupto es que al partido comunista chileno, y compañeros de ruta, como el partido del presidente Boric, se les ha caído definitivamente la careta “democrática”. Su objetivo claro es la destrucción de la democracia pluralista y la ciudadanía, promoviendo manadas humanas sumisas. “Golpista y socialista” son dos palabras que cada día riman más en estos territorios latinoamericanos.
En Chile la democracia sobrevive a esta propuesta constitucional infernal pero tendrá que seguir alerta, porque sus enemigos no descansan. La constitución derrotada mostraba una visión absolutamente errónea de las injusticias (sin duda presentes) y de los remedios para combatirlas. Mientras, los demócratas deberán dar ahora una verdadera lucha por una convivencia basada en valores humanistas y centrada en la libertad y en la unidad de la nación y del Estado, superando la fractura política. No será tarea fácil, como en casi todas partes, la izquierda chilena es borbónica: ni olvida ni aprende.
Finalmente, no se puede dejar de mencionar la grosera intromisión del colombiano Petro. En realidad buscaba -en línea con los postulados del Grupo de Puebla y de los partidos revolucionarios- cambiar la “narrativa”: afirmar que en Chile el enfrentamiento es entre los buenos (los socialistas, los revolucionarios) y los malos (la derecha “pinochetista”).
Hay que insistir una y otra vez: este histórico 4 de septiembre vencieron la democracia, la libertad, la dignidad ciudadana.
Asimismo: no se trata de “refundar” un país que, eso sí, necesita obvias reformas; en realidad lo que hay que refundar es un sistema de partidos disfuncional, alejado de la realidad y sin empatía alguna.
Convendrá entonces aprender de esta lección fallida, y no olvidar nunca este sabio dicho del conservadurismo anglosajón: “la ley inglesa no existe para controlar al individuo, sino para liberarlo”.