El principio del fin
P. Santiago Martin, FDM:
La “Iglesia” anglicana surgió en 1534 por la decisión del rey inglés Enrique VIII de romper la comunión con la Iglesia católica debido a la negativa del Papa a concederle la nulidad matrimonial de su primera esposa. Desde ese momento, el rey se convirtió en cabeza de la Iglesia lo cual supuso inmediatamente que ésta quedaba sometida al poder político, con todas sus consecuencias. A lo largo de los siglos, esta “comunión eclesial” -no se le puede aplicar con propiedad el término Iglesia- ha sufrido modificaciones en su teología, tanto en el aspecto dogmático como en el moral. Al principio era, en casi todo, una copia del catolicismo, pero luego se fueron incluyendo elementos procedentes del luteranismo y de los reformados calvinistas.
De este modo, dentro de esta “Iglesia” se fueron creando tres corrientes: una minoritaria -la más próxima al catolicismo y que fue conocida como “alta Iglesia” (high church) y de la cual salieron los grandes conversos del siglo XIX como el cardenal Newman-, otra más cercana al protestantismo -la “low church”, más intimista e individualista- y, posteriormente, otra cada vez más radicalmente liberal, mayoritaria. Entre ellas existía una especie de acuerdo tácito que podríamos identificar con la frase “vive y deja vivir”. Así, se podía ser anglicano creyendo en Dios o siendo ateo; según una encuesta de 2014 y cuyos datos habrán ido a peor, el 2 por 100 de los curas anglicanos no creían en Dios y el 16 por 100 no lo tenía claro. Esos porcentajes aumentan mucho cuando se trata de negar la Resurrección de Cristo o la historicidad de Jesús.
Pero esa “convivencia” tan inglesa empezó a resquebrajarse cuando se pasó de la fe a la moral. El “tú puedes creer en lo que quieras mientras me dejes a mí hacer lo mismo”, se comenzó a romper cuando se abrió la puerta al sacerdocio femenino y, sobre todo, cuando se considero el ejercicio de la homosexualidad como un camino de santidad y, por lo tanto, se bendijeron las uniones homosexuales. En 2003, la diócesis de New Westminster, en Canadá, fue la primera que estableció un ritual para bendecir ese tipo de parejas, lo cual para los anglicanos es equivalente al matrimonio, pues ellos no tienen ese sacramento. La decisión fue tomada después de tres sínodos diocesanos que reclamaban ese tipo de bendición. A partir de ahí, las aprobaciones de ese tipo de uniones se multiplicaron y también se multiplicó la división dentro de la comunión anglicana, hasta el punto de que ni siquiera la clásica “tolerancia” inglesa está sirviendo para impedir la ruptura interna.
La aprobación de un ritual de bendición para parejas homosexuales por parte de los obispos de lengua holandesa de Bélgica sería el equivalente a lo sucedido en Canadá en 2003. Se empieza con un sínodo que lo pide y luego se pasa a un obispo que lo acepta. Pero después viene, irremediablemente, la ruptura con aquellos que consideran eso como una aberración. La voz más autorizada de los muchos que han rechazado el experimento belga ha sido nada menos que la del primado holandés, el cardenal Eijk, el cual ha pedido públicamente al Papa que intervenga y que prohíba lo que sus homólogos belgas han aprobado. Eijk tiene miedo a que lo que ha sido aprobado por sus vecinos, con los que comparte además el idioma, se extienda rápidamente a su país. Teniendo en cuenta, además, que el “vive y deja vivir” de los anglicanos en cuestiones de fe y de moral está absolutamente en contra del concepto de unidad que caracteriza a la Iglesia católica, se puede intuir que las tensiones dentro del catolicismo serán mucho mayores que dentro del anglicanismo y que la ruptura no tardará en venir.
La Iglesia católica no podrá ser nunca una “Iglesia” anglicana y no sólo porque no existe el espíritu de tolerancia inglés -que permite que haya curas ateos sin que pase nada, porque la fe se considera una cuestión personal-, sino sobre todo porque la autocomprensión que la Iglesia católica tiene de sí misma se expresa en cuatro palabras significativas: una, santa, católica y apostólica. La comunión anglicana introdujo ya hace mucho una tercera fuente de revelación, la razón, por encima incluso de las dos que también admiten: la Escritura y la Tradición. La razón, entendida como aceptación de lo que el mundo considera verdadero, les ha llevado a aceptarlo todo, desde el aborto a la homosexualidad, pasando por la eutanasia y la ordenación de sacerdotisas y obispas. Para la Iglesia católica lo que diga el mundo u opine la mayoría no es una fuente de la Revelación divina y nuestro concepto de unidad no tiene nada que ver con el anglicano. Por eso es impensable que en un país pueda ser pecado algo y en otro eso mismo sea un camino de santidad, o que en una diócesis haya sacerdotisas y en otra los sacerdotes sólo puedan ser varones, o que en una diócesis haya obispos que van a rezar ante las clínicas abortistas y en otra haya obispos que van a bendecir dichas clínicas.
Querer convertir la Iglesia católica en el “cajón de sastre” anglicano, donde todo se tolera y acepta, es imposible. Querer aceptar el sometimiento al mundo y a los intereses políticos -con la apelación a la razón como una fuente de la Revelación por encima de la Escritura y la Tradición, como excusa- es imposible. Eso es exactamente lo que se está pretendiendo y lo que, oficialmente, ha empezado ya en Bélgica. Es el equivalente a lo que pasó en Canadá en 2003. Y si para muchos anglicanos aquello fue la gota que desbordó el baso de su tolerancia -y eso que para entonces ya habían tragado mucho, aceptando el episcopado femenino y el aborto, entre otras cosas- y propició la ruptura interna, para los católicos sería más rápido y más traumático. O se interviene, como pide el cardenal Eijk, defendiendo la unidad doctrinal y moral de la Iglesia, o el fin de la Iglesia católica, entendida como la hemos entendido durante dos mil años, está servido. La línea roja se ha cruzado y si no se hace algo, va a ir a más, porque después de la bendición de parejas homosexuales vendrá el resto y a marchas aceleradas.-