Un soplo impetuoso del Espíritu sobre la Iglesia
Sesenta años de la apertura del Concilio Vaticano II
El 11 de octubre de 1962, el papa san Juan XXIII cambió la historia de la Iglesia católica. El Concilio Vaticano II abrió sus puertas a una nueva era. Ese año, el joven sacerdote mexicano Mario De Gasperín cursaba su doctorado en Sagradas Escrituras en la Universidad Gregoriana de Roma. Tenía 27 años y una vida sacerdotal por delante.
Ese acontecimiento quedó grabado en su memoria. Hoy es obispo emérito de Querétaro (México) y con ocasión del sesenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II refiere lo que fue para la Iglesia católica esa fecha emblemática y los que en los siguientes años significó el acercamiento de las manecillas del reloj de la Iglesia a la hora del mundo.
Don Mario, ¿Sabía el papa Juan XXIII lo que se le venía encima? Recuerdo que en el famoso “Discurso de la Luna”, justamente la noche del 11 de octubre de 1962, dijo que probablemente el Concilio se extendiera un poco más allá de la Navidad de ese año, o quizá acabara antes…
Al papa Juan XXIII corresponde el mérito de haber convocado el Concilio Ecuménico Vaticano II, aunque su realización y feliz término le tocó al papa Pablo VI. Del papa Juan se dice que abrió las ventanas de la Iglesia para respirar aire fresco, pero que lo que entró fue un ventarrón. Lo cierto es que sopló el aire nuevo impetuoso del Espíritu y que, después de más de medio siglo, sigue vitalizando a la Iglesia y haciéndola florecer.
Un Concilio Ecuménico no es cualquier cosa, y menos en medio de la “Guerra Fría”; de la década de la revolución sexual, los hippies, los anticonceptivos…
En efecto, la realización de un Concilio Ecuménico es cosa seria. Es lo menos que se puede decir. Del Concilio de Trento (1563) al Vaticano I (1870) transcurrieron más de 300 años, y éste tuvo que suspenderse por la ocupación de Roma por las fuerzas del reino de Italia. Lo declaró clausurado el papa Juan XXIII en 1959. Quedó así despejado el campo para un nuevo Concilio, pero convocar a más de dos mil obispos dispersos por el mundo en tiempos de la “Guerra Fría”, era cosa de pensar.
¿Ya había algunos antecedentes o fue solamente cuestión del papa Juan?
Algunos espíritus inquietos ya hablaban de la posibilidad e incluso de la necesidad de una asamblea conciliar, como era el caso del padre jesuita Ricardo Lombardi, gran predicador y amigo personal del papa Pío XII. Al Papa Pacelli le hubiera gustado convocar un Concilio. La Segunda Guerra Mundial y después la “Guerra Fría” no se lo permitieron, pero puso las bases con sus enseñanzas y con las reformas emprendidas: la reforma del Triduo Pascual sobre la Liturgia, su magisterio sobre la Palabra de Dios sobre la Sagrada Escritura, la Mystici Corporis sobre la Iglesia, el diálogo con el mundo y sus mensajes sobre la paz.
Sin embargo, la figura del “papa bueno” se engrandece, ¿no es así?
El ambiente era de expectación, pero nadie se atrevía a comprometerse con una empresa tan arriesgada. Se necesitaba la fuerza y el poder del Espíritu que sostiene y guía a la Iglesia. El hombre indicado se llamaba Juan; pero la manera y el lugar donde lo hizo causó desconcierto, si bien encendió la esperanza.
En una visita realizada a la Basílica de San Pablo, en Roma, después de una catequesis al pueblo, el papa Juan XXIII se dirigió a los señores cardenales, y les expuso de manera concisa la situación mundial y lo que se esperaba de la Iglesia. Les hizo esta confesión: “En el corazón de este humilde sacerdote, a quien una manifiesta inspiración de la divina providencia condujo, pese a su indignidad, a la altura del Sumo Pontificado, con resolución humilde y decidida tenía que hacerles una propuesta: Un Concilio Ecuménico para la Iglesia universal”. Así de claro, así de sencillo y así de comprometido.
La muerte intempestiva del papa Juan XXIII conmovió al mundo y deparó, en el designio de la Providencia, al papa Pablo VI la continuación y conclusión feliz de la magna Asamblea Eclesial.
¿Cómo llegó y qué frutos tuvo el Concilio en nuestro continente?
A América Latina el Concilio nos llegó por una providente y genial “adaptación” mediante las Asambleas Eclesiales del Episcopado Latinoamericano –preludios del Sínodo actual– celebradas en Medellín, en Puebla, en Santo Domingo y en Aparecida, cuyo redactor final, el cardenal Jorge Mario Bergoglio, sería ya elegido papa Francisco, para difundir su riqueza en la Iglesia Universal.
¿Qué nos queda del Concilio Vaticano II?
La enseñanza central del Concilio se concentra en cuatro Constituciones que pueden sintetizarse así: La Iglesia de Cristo (Lumen Gentium), escucha fielmente la Palabra de Dios (Dei Verbum), celebra los misterios de Cristo para la Gloria de Dios (Sacrosanctum Concilium), para la Salvación del Mundo (Gaudium et Spes). Siguieron tres Declaraciones, nueve Decretos y, posteriormente, según los deseos del mismo Concilio, la reforma del Código de Derecho Canónico y el Catecismo de la Iglesia Católica. Toda una riqueza con que el Espíritu Santo ha adornado a la Esposa de Cristo, la santa Iglesia.-
Jaime Septién – publicado el 11/10/22-Aleteia.org