Encuentros 45
“La Eucaristía” debe ser entendida como el momento culmen de todo el quehacer de la Iglesia.
Nelson Martínez Rust:
VI
¡Bienvenido!
Sin dejar como trasfondo de nuestras reflexiones el Concilio Vaticano II, terminemos nuestro análisis del documento sobre la Sagrada Liturgia – “Sacrosanctum Concilium” – profundizando un poco más en la doctrina del sacramento de la presencia real de Cristo en la Iglesia: La Eucaristía.
“La Eucaristía” debe ser entendida – ya lo hemos afirmado – como el momento culmen de todo el quehacer de la Iglesia. Hacia ella tiende su acción evangelizadora, su acción celebrativa – litúrgica – y su vivencia debe prolongarse en su vida de fe y de la del cristiano. Todo debe estar ordenado a su plena realización. Decimos esto porque la fe de la Iglesia se fundamenta en un encuentro personal del creyente con la realidad sobrenatural de Dios, hecho hombre en la persona de Jesucristo. El proceso del inicio de toda fe – creencia -, no se da de manera inmediata o por un aprendizaje catequético intelectual sino por un encuentro entre dos personas que, habiéndose conocido, deciden compartir la riqueza espiritual de sus existencias; la riqueza que cada uno encierra. Así la fe es el resultado del encuentro de dos “YO” que se convierte en un “NOSOTROS”. Este encuentro, cuando es sincero, adquiere una profundidad tal, que transforma de manera radical y plena a la persona del creyente: “…yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí” (Ga 2,20). Esta es la razón por la cual afirmamos que al logro de este encuentro debe estar, de manera prioritaria, orientado todo el quehacer de la Iglesia. En resumidas cuenta esto es lo que sucede entre Dios y el hombre de fe: “…la santísima eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable sacramento se manifiesta el amor “más grande”, que conduce a “dar la vida por los propios amigos” (Jn 15,13). En efecto, Jesús “los amó hasta el final” (Jn 13,1) (Cf.: La Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, 1). La Iglesia está para preparar y facilitar este encuentro, toda otra actividad es secundaria.
Teniendo como telón de fondo esta afirmación, abordemos los siguientes postulados.
1º.- La liturgia: reconciliación con Dios y la creación en un mundo que no conoce la reconciliación
La liturgia es, ante todo, reconocimiento y adoración de Dios mediante el culto divino. De no ser así, no hay liturgia. Ahora bien, dicha adoración no acontece en un mundo paradisíaco, por el contrario, es un mundo alejado de Dios, roto y perturbado por la culpa del hombre (Gn 3,1-24). Esta es la razón por la que, desde los comienzos de la humanidad, todo culto lleva implícito el deseo – anhelo – de reconstruir – enmendar, superar, corregir – la falta cometida y volver a Dios mediante el sacrificio y, de esta manera, volver al inicio primordial de armonía, bien y paz.
El sacrificio nos reconcilia con la divinidad, con el mundo y con nosotros mismos. Ahora bien, la noción de sacrificio presupone la existencia de un orden sacral y solidario que debe ser restablecido. Por consiguiente, el pecador que ha quebrantado este orden, ocasiona la desgracia tanto para sí como para el pueblo. Para restablecer el orden perdido, la culpa debe ser reparada – expiada -. En la antigüedad esta reparación implicaba la muerte o la exclusión del pecador de la comunidad. Posteriormente la sustitución de la víctima humana por una víctima animal representó un progreso. Hecho que viene prefigurado por el pasaje de Abraham e Isaac (Gn 22,1-19). De esta manera el animal sacrificado tenía un carácter representativo de sacrificio vicario. Israel sacrificaba anualmente un “chivo expiatorio” enviándolo al desierto. De esta manera pretendía liberarse de la culpa original (Lv 16,5-34).
2º.- La liturgia como conversión y don del corazón a Dios
Con el correr del tiempo, el pueblo de Israel reflexionó sobre la pureza de intención con que se hacían los sacrificios. Es en esta ocasión que encontramos críticas al culto establecido en el templo: “¿Acaso se complace Yahvé en los holocaustos y sacrificios tanto como en la obediencia a la palabra de Yahvé? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros…Ya que has rechazado la palabra de Yahvé, él te rechazará como rey” (1Sam 15,22-23). Estas críticas se hacen más pugnaces en los escritos proféticos: “Yo detesto, odio vuestras fiestas, no me aplacan vuestras solemnidades. Si me ofrecéis holocaustos…no me satisfacen vuestras oblaciones, ni miro vuestros sacrificios de comunión, de novillos cebados…!Que fluya, sí, el derecho como agua y la justicia como arroyo perenne!” (Am 5,21-27). El juicio de Isaías es contundente: “A mí ¿qué vuestros sacrificios? Harto estoy de holocaustos de carneros, de sebo de cebones; no me agrada la sangre de novillos, de corderos y machos cabríos. Cuando venís a presentaros ante mí, ¿quién ha solicitado de vosotros que andéis pateando mis atrios? No traigáis más oblaciones vanas…” (Is 1,10-22 Cf.: Os 8,13).
El cuarto cantico de Isaías ofrece una nueva interpretación a la noción de sacrificio (Is 53,1-12). En él se habla de un “Siervo de Dios”, personaje enigmático que habría de soportar todas nuestras enfermedades y cargaría con nuestros dolores y sufriría por nuestros crímenes. El Antiguo Testamento no dice quién es este “Siervo”. Al final del canto se habla del sufrimiento y de la muerte vicaria por medio de la cual se ha de justificar a la humanidad pecadora. Es el Nuevo Testamento el encargado de completar el sentido profundo que encierra el canto de Isaías. Jesucristo es el “Siervo de Dios” que con su misterio Pascual redime a la humanidad pecadora. Los salmos enriquecen la definición de sacrificio: lo que Dios quiere de nosotros es un corazón puro, no sacrificios de animales y machos cabríos (Sal 40,7; 50,9-13;51,18). Cumplir la voluntad de Dios es el verdadero sacrificio grato a la divinidad. En resumidas cuentas, Dios no quiere “algo” del creyente; solo desea nuestro corazón y, con él, la conversión y la entrega de la persona entera.
3º.- La liturgia eucarística como acción de gracias (eucaristía)
La última cena es la recapitulación de la vida de Jesús. La teología del “Siervo de Dios” se convierte en el centro de la existencia de Cristo: Él ha venido para entregar su vida “en rescate de muchos” (Mc 10,45). Entiende su existencia como una persona que vive para los demás, y, de esta manera, anticipa la venida del “Reino de los cielos” (Mt 26,29; Mc 14,25; Lc 22,16.18). En esto consiste la “Nueva Alianza” (Lc 22,20; 1 Cor 11,25): en ser para los demás. En los cuatro relatos de la última cena Jesús reinterpreta la idea de sacrificio en el sentido de la teología del “Siervo de Dios” y habla de que su cuerpo será entregado por “nosotros” y de su sangre será derrama “por muchos”. De esta manera, la noción de “sacrificio cultual” encierra la idea de la entrega – donación – personal a la voluntad de Dios-Padre en beneficio de todos los seres humanos. Jesús no sacrifica algo. Se sacrifica a sí mismo y se hace don para Dios y para nosotros: “Nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por los amigos” (Jn 15,13). Esta es la novedad que Jesús aporta con respecto al sacrificio de la Antigua Alianza. Los relatos de la última cena ponen de manifiesto la estilización litúrgica de la Iglesia primitiva. Por consiguiente, no se trata de relatos meramente históricos, sino que nos muestran también la fe – vivencia – de los primeros cristianos. En este contexto el sacrificio debe ser entendido como ofrenda y entrega de la propia persona, de sí mismo.
4º.- La liturgia eucarística, prefiguración de la plenitud del “Reino de Dios”
El carácter de alabanza y reconocimiento de Dios-Padre en la celebración litúrgica lo encontramos en el Nuevo Testamento bajo la imagen del Cordero sacrificial. Encontramos la designación de Jesucristo como Cordero pascual entregado por nosotros (Hch 8,32-35). Pablo nos habla del “nuevo cordero” (1Cor 5,7). En los Evangelios también aparece la figura del cordero (Jn 1,29.36). La teología del cordero alcanza su clímax en el Apocalipsis de Juan. Ahí se habla con gran colorido de la liturgia celestial celebrada ante el Cordero. Ciertamente que es un eco de la fe de la Iglesia de los primeros tiempos. En esta liturgia se manifiesta que la Eucaristía es la celebración de la victoria del Cordero al final de los tiempos y la fiesta de los redimidos. En la imagen de la boda se describe además la liturgia como una unión esponsorial amorosa de la humanidad con Jesucristo. La liturgia es la voz del Espíritu Santo y de su esposa, la Iglesia, que clama al Señor: “Ven, Señor Jesús” (Juan Pablo II en Spiritus et Sponsa 1).
5º.- La liturgia como glorificación de Dios-Padre
Si se toma en serio todo lo hasta aquí dicho debemos concluir diciendo que la liturgia eucarística y todas las demás manifestaciones de alabanza, no solo deben ser entendidas como un banquete de la entera comunidad creyente reunida para celebrar las maravillas que Dios ha hecho en el pasado, sino también, y de manera primaria, como un anticipo de la alabanza que se ha de tributar al final de los tiempos a Dios-Padre – escatología -. La liturgia, así entendida, se convierte en doxología, glorificación, alabanza, acción de gracias y adoración a Dios-Padre por mediación de Jesucristo en el Espíritu Santo que nos ha redimido del poder del infierno, que nos ha conducido a la gloria del cielo y nos ha hecho ya, partícipes de él – anticipo de los tiempos nuevos -. En una palabra, la liturgia, así entendida, se convierte en culto divino y como tal debe ser celebrada y enseñada a todos los fieles cristianos católicos.
6º.- La liturgia eucarística hoy
Una auténtica celebración se da solo cuando se tiene la conciencia de la necesidad de Dios. Todo hombre en su existencia más profunda sufre la necesidad de vivir en armonía con lo sobrenatural – Dios -, con los demás hombres, con el mundo y consigo mismo, a tal punto que el deseo de saciar este sentimiento se vuelve un imperativo categórico para poder celebrar de verdad y con el corazón. Sin embargo, para un gran número de cristianos palabras como “adoración”, “sacrificio” y “expiación”, elementos constitutivos de la celebración litúrgica, se han convertido en términos extraños y hasta repugnantes.
Además, en el culto muchas veces deseamos encontrarnos con nosotros mismos antes que con Dios para pasarla bien. De esta manera, el culto se entiende de manera equivocada y se transforma en una forma de auto realización que termina por ser rechazada.
Para una comprensión genuinamente cristiana del culto debe tenerse siempre presente que quien desea encontrar su vida debe perderla; sin embargo, quien la pierda por Cristo la encontrará (Mc 8,35). En la medida en que se agradece a Dios se encuentra la “vida”. En la adoración a Dios encontramos la verdad de nuestra existencia. La noción de “sacrificio” es parte integrante y fundamental de la celebración litúrgica. El culto divino es todo esto, pero solo será servicio sincero al ser humano en cuanto que antes es un servicio a Dios.-
Valencia. Noviembre 20; 2022