El sueño de la revolución en América Latina (1)
Nadie podía haber presumido entonces que durante aquellos días de exuberante frenesí popular por el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista también se iniciaba para todo el continente el principio del fin de un mundo
Armando Durán:
La elección de Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil marcan lo que muchos analistas entienden como un renacer de la izquierda en América Latina, donde los presidentes de otros dos gobiernos de países de gran peso regional, Antonio Manuel López Obrador de México y Alberto Fernández de Argentina, también lo son, aunque no lo proclamen. Todos ellos en la pésima compañía de tres regímenes totalitarios que en nombre del socialismo han arrasado a Cuba, Venezuela y Nicaragua. Como quiera que se mire, se trata de una etapa del proceso político latinoamericano que se inició en Cuba, el primero de enero de 1959, cuando según señala Hugh Thomas en su extenso ensayo sobre la isla, los cubanos vivieron un momento único de su historia, “el amanecer de una nueva era.”
Tenía razón. Sin embargo, nadie podía haber presumido entonces que durante aquellos días de exuberante frenesí popular por el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista también se iniciaba para todo el continente el principio del fin de un mundo.
Dictadura o democracia
Al comenzar aquella convulsa década de los años cincuenta, el colombiano Germán Arciniegas había paseado su penetrante mirada de observador de la realidad política de la región y llegó a la conclusión de que los latinoamericanos de su tiempo estaban condenados a vivir precariamente entre la libertad y el miedo. Fue su manera de caracterizar la palpable contradicción existente entre las dos únicas opciones políticas posibles y reales de América Latina durante la primera mitad del siglo XX, democracia o dictadura. De un lado, el modelo representado por militares con entorchados de opereta y una vulgar concepción cuartelaria del poder; del otro, movimientos políticos más o menos modernos, vagamente nacionalistas, algunos de ellos con fundamentos ideológicos que hundían sus raíces en un nostálgico socialismo utópico, pero cuyos objetivos se limitaban a proponer el establecimiento de regímenes formalmente democráticos. Hasta ahí, y sólo hasta ahí, llegaba la romántica impaciencia rebelde del hombre de acción latinoamericano. Derrocar a Trujillo, a Batista, a Somoza, a Pérez Jiménez, a Odría, a Stroessner. Derrocarlos y reemplazarlos por gobiernos civiles de origen electoral, con sufragio universal, libertad de prensa y una justicia social retóricamente igualitaria pero nunca bien definida, sin aventurarse a ir más allá de una simple declaración de principios y buenas intenciones.
Es decir, que antes de ese mes de enero de 1959, la ilusión de un auténtico cambio revolucionario en América Latina había terminado por diluirse casi por completo en la hojarasca de unos anhelos que no iban más allá de sustituir los gobiernos militares que asfixiaban a la región por gobiernos respetuosos de los derechos políticos del hombre, sobriedad ideológica que en el fondo equivalía a un retroceso doctrinario hasta los tiempos de Jefferson y Montesquieu. Si tenemos en cuenta la aparición de radicales movimientos revolucionarios en Asia y África a partir de 1945, el estallido de la Guerra Fría y el temor que existía entonces de que en cualquier momento podría producirse una catástrofe nuclear, debemos admitir que esta aspiración regional era exageradamente tímida, aunque perfectamente válida y suficiente para la inmensa mayoría de los latinoamericanos, sumidos, sin remedio aparente, en la oscuridad de atroces dictaduras militares.
La revolución imposible
En 1950, América Latina era en efecto esa vasta geografía de opresión política y miedo que describía Arciniegas, pero también se exhibía ante los ojos del mundo como un territorio condenado irremisiblemente a la miseria y a la explotación por parte de voraces grupos económicos y financieros norteamericanos desde 1823, cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó la propuesta del presidente James Monroe de la llamada Doctrina Monroe. De acuerdo con esta iniciativa, elaborada en gran medida por John Quincy Adams con el argumento de que América le pertenecía a los americanos, las naciones del sur del continente, que acababan de alcanzar su independencia política o estaban en trance de lograrlo, constituían una zona de influencia exclusiva de Estados Unidos y le advertía expresamente a las potencias europeas que ya no tenían derecho alguno a intervenir en los asuntos internos de los nuevos Estados americanos.
Años más tarde, esta visión supuestamente anticolonial sería el instrumento que le permitiría a Estados Unidos imponer su dominio imperial en las nuevas naciones del sur, sin ningún disimulo. Tanto que, en 1912, el presidente William Taft, quien en 1906 había sido gobernador temporal de Cuba “a petición” del presidente cubano Tomás Estrada Palma con la supuesta tarea de evitar una guerra civil en la isla, intervención jurídicamente amparada en la Enmienda Platt, ley del Congreso estadounidense añadida a la primera constitución cubana que le concedía al gobierno de Estados Unidos el derecho a intervenir en los asuntos internos de Cuba cada vez que lo creyera oportuno, se atrevió a pronosticar que no estaba distante el día en que “tres estrellas y tres franjas, en tres puntos equidistantes, delimiten nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. De hecho, el hemisferio completo será nuestro en virtud de nuestra superioridad racial, tal como ya lo es moralmente.”
Proponer dentro de este espeso entramado de intereses económicos, prejuicios ancestrales y poder hegemónico extraterritorial programas de educación masiva para los sectores más humildes de la población, hablar de reforma agraria, plantear la organización de movimientos sindicales y partidos políticos independientes o aventurarse a exigir una mejor y más justa distribución de los ingresos y la riqueza, términos del debate político que hoy no despertarían el menor sobresalto en la conciencia democrática del continente, representaban, para el Washington de entonces, desafueros inadmisibles. En el marco de esta realidad dominada por los intereses políticos y económicos de Estados Unidos, resultaba imposible pasar por alto que el simple deseo de adaptar en el universo latinoamericano los principios democráticos más básicos engendrados por la independencia de Estados Unidos y la revolución francesa constituía un salto cualitativo tan enorme, que de asomarse la región a esas expresiones de innovación política, muchos pensaban que la esencia de la vida latinoamericana saltaría por los aires hecha pedazos.
La buena vecindad
A pesar de esta pretensión de imponer desde Washington un orden político y económico imperial en América Latina, la inclinación del presidente Franklyn Delano Roosevelt a percibir la realidad de su época con criterios más tolerantes había logrado introducir y arraigar en el pensamiento de algunos destacados miembros de las élites políticas, académicas e intelectuales estadounidenses una visión del mundo favorable al desarrollo de proyectos y ensayos democráticos en la región. No obstante, en enero de 1959, se tenía plena conciencia de los límites infranqueables que confinaban el desarrollo del proceso político de América Latina al espacio de lo permitido por los intereses estratégicos de Estados Unidos.
La imposibilidad de concretar fórmulas políticas más independientes acostumbró a los protagonistas de la vida política en las dos Américas a no confundir las declaraciones y postulados retóricos de los dirigentes de la región con la verdadera naturaleza de sus proyectos y sus posibles acciones futuras de gobierno. Quizá por esta confusa interpretación de la realidad latinoamericana, las reformas económicas y sociales que proponía Fidel Castro en su libro-manifiesto La historia me absolverá, cuyo texto, publicado por el Movimiento 26 de julio, fue elaborado en prisión a partir de su alegato ante la Audiencia de Santiago de Cuba después de su fracasado asalto al cuartel Moncada en 1953, pasaron más bien desapercibidas, aunque a lo largo de sus páginas Castro articulaba con nitidez el esbozo de un radical programa revolucionario. Nadie podía tampoco figurarse por aquellos días que muy pocos años más tarde el mensaje que se recogía en esta suerte de respuesta política, económica y social a la dictadura de Fulgencio Batista comenzaría a socavar los fundamentos ideológicos del cada día más inestable contexto social latinoamericano.
Esta falta de perspicacia llegó al extremo de que, en junio de 1958, cuando el desarrollo de los enfrentamientos de la guerrilla fidelista y la resistencia urbana con las fuerzas militares y policiales de la dictadura batistiana alcanzaban una intensidad reveladora de la inminencia de un desenlace de la crisis cubana por la vía violenta de la lucha armada, en Washington se descartaba la contaminación marxista-leninista del movimiento rebelde. Prueba de esta visión distorsionada de la realidad cubana la había ofrecido Allen Dulles, poderoso director general de la CIA, en la reunión número 362 del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, celebrada en abril de aquel año, al informar a sus miembros que no existían evidencias de que el Movimiento 26 de Julio actuara bajo el influjo o contara con apoyo comunista.
Dulles basaba su posición en los informes elaborados por Lyman B. Kirpatrick, inspector general de la CIA, quien había aprovechado tres viajes que realizó a La Habana en 1956, 1957 y 1958 con el aparente propósito de examinar de cerca el funcionamiento del Buró Represivo de Actividades Comunistas (BRAC), organismo policial cubano creado y dirigido por la CIA para recabar información y dirigir la lucha contra cualquier posible pretensión comunista en Cuba.[2] No sería hasta finales de ese año, en la reunión del Consejo Nacional de Seguridad celebrado el 18 de diciembre, muy pocos días antes del triunfo militar y político de Castro, cuando sucesivos informes de la estación de la CIA en La Habana llevaron a Dulles a considerar que si Castro tomaba el poder, fenómeno que tal como se desarrollaban los acontecimientos estaba a punto de ocurrir, era previsible que algunos militantes comunistas formaran parte del nuevo gobierno. Fue entonces que el propio Dulles le informó al presidente Dwight E. Eisenhower de la magnitud de este peligro, aunque en términos todavía no muy categóricos: “Una victoria de Castro”, sostuvo Dulles en esa oportunidad, “puede no ser favorable a los mejores intereses de Estados Unidos.” [3]
A lo largo de la lucha contra Batista, la excéntrica personalidad del líder revolucionario, su rechazo a aceptar cualquier posibilidad de concertar sus acciones con los demás factores del proceso político cubano, su obstinada negativa a seguir las orientaciones de Washington y sus fantasías sobre la Cuba revolucionaria por venir habían generado un profundo malestar en el Washington de Eisenhower. Sin embargo, aún no existían razones para atribuirle a su mensaje político un valor excepcional. Ni en el Departamento de Estado ni en la comunidad de inteligencia de Estados Unidos sonarían las primeras alarmas reales hasta mucho después, el 17 de mayo de 1959, fecha en que Castro, ya en el poder, promulgó, desde su antiguo cuartel general guerrillero en la Sierra Maestra la Ley de Reforma Agraria.
Hasta ese día, auténtico punto de quiebre en las relaciones de Washington con La Habana, el gobierno norteamericano prefirió no entender que el reto que presentaba el triunfo revolucionario cubano constituía una amenaza real para los vastos intereses de Estados Unidos en Cuba. Richard Nixon indica en sus memorias que, en el memorándum en que resumió para el presidente Eisenhower sus impresiones sobre la reunión de casi tres horas que sostuvo en sus oficinas del Senado con Castro el 19 de abril de 1959, “le señalé con claridad estar convencido de que el nuevo primer ministro cubano tenía una visión increíblemente ingenua sobre el comunismo o actuaba bajo disciplina comunista, y que era preciso tener esto muy en cuenta a la hora de tratar y negociar con él… pero dentro del Gobierno mi posición era minoritaria, particularmente en la sección latinoamericana del Departamento de Estado, y no fue hasta principios de 1960 que la posición que yo venía defendiendo desde hacía nueve meses finalmente se impuso y la CIA recibió instrucciones (del presidente Eisenhower) de proporcionar armas, equipos militares y entrenamiento a los cubanos que habían abandonado la Cuba castrista.” [4]
La guerra fría
En todo caso, a lo largo de 1958 y buena parte de 1959, prevalecía en Washington la convicción de que el orden económico y el sistema social imperantes en Cuba y en el resto de América Latina eran suficientemente sólidos para garantizarle un futuro tranquilo a la supremacía norteamericana en la región. Sobre todo, porque el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954 era una experiencia convenientemente reciente. Árbenz no era comunista, pero muchos revolucionarios de extrema izquierda y no pocos comunistas declarados se agrupaban a su alrededor, y su gobierno se inclinaba hacia el socialismo, una tendencia que Estados Unidos estaba resuelto a impedir a toda costa que floreciera en el sur del continente.
Por esta razón, la autorización del presidente Eisenhower a la CIA para intervenir militarmente en la pequeña nación centroamericana se fundamentó en su convicción de que Guatemala se estaba comunizando, opinión que le sirvió para elaborar dos argumentos que volverían a emplearse para justificar sus acciones en el caso cubano: la tesis del efecto dominó, según la cual, si una nación caía bajo la influencia comunista, las naciones vecinas caerían también, y la defensa de los intereses económicos de Estados Unidos en Guatemala, donde Árbenz había expropiado 160 mil hectáreas de tierra propiedad de la United Fruit Company, empresa de la que John Foster Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Allen eran importantes accionistas. Desde ese instante quedó claro el riesgo que correría cualquier gobierno latinoamericano que no aceptase plenamente la hegemonía norteamericana.
En el Washington de entonces también se tenía la certeza de contar con un porvenir de firme estabilidad política regional gracias a que el capitalismo en Estados Unidos alcanzaba en los años cincuenta sus niveles de mayor desarrollo, un hecho que según suponían en la Casa Blanca y en el Congreso garantizaba la consolidación del escenario ideológico diseñado en esa segunda posguerra mundial para armar en todos los frentes la defensa del “mundo libre” y repeler la “amenaza roja.” En el terreno de los hechos concretos, sin embargo, estas convicciones, alentadas por el anticomunismo más empecinado, produjeron tensiones que al terminar la década de los años cincuenta ya habían debilitado sensiblemente los más elementales fundamentos del ámbito económico y social latinoamericano, y obligaban a las élites regionales a tomar sus decisiones políticas en función de la confrontación de los poderes que ya dividían al mundo en dos polos ideológicos irreconciliables.
A principios de 1959, esta realidad determinó que el escueto orden personalista de caudillos y dictadores militares típicos del siglo XIX y primera mitad del XX que describía Arciniegas, ya se hubiera transformado en un orden político muchísimo más complejo, dirigido como siempre desde Washington, pero ahora con la vista clavada en Moscú. A su vez, los gobiernos que se imponían en América Latina al calor de este intenso sentimiento anticomunista entendían que ellos pasaban ahora a representar un papel de vital importancia en el desarrollo de relaciones muchísimo más exigentes entre Estados Unidos y América Latina. Aún no se recurría al argumento de la Seguridad Nacional como ocurrió años más tarde en América Central, Chile, Argentina, Brasil y Uruguay para justificar el uso del terror como política de Estado, pero muy pronto la represión violenta del adversario político y el derrocamiento por la vía de la renuncia forzada de gobernantes que Washington considerara veleidosos o débiles, Arturo Frondizi en Argentina, por ejemplo, o Janio Quadros en Brasil, comenzaron a hacerse instrumentos habituales de persecución y avasallamiento político, operación que Washington ponía en confiables manos militares y civiles latinoamericanas, capaces de asumir y apadrinar, al precio que fuese necesario, la defensa política, económica y doctrinal de los intereses de Estados Unidos en la región.
La tercera vía
Durante los años treinta, y a pesar del desenlace insubstancial de los debates ideológicos de la época, la mayoría de los partidos políticos que surgían en América Latina lo hacían bajo el estímulo intelectual de Lenin y el tentador mensaje redentor que ofrecía la revolución bolchevique en sus inicios. Casi todos compartían una cierta inclinación hacia el socialismo y algunos de ellos, incluso, dejaban de lado la concepción jeffersoniana de la libertad individual como ingrediente esencial del sistema democrático, y comenzaron a adornar el objetivo de ser políticamente libres con cambios económicos y sociales que en mayor o menor grado combinaran, y en algunos casos incluso subordinaran, los derechos del individuo a la pretensión revolucionaria de modificar la estructura política y económica de la sociedad. No obstante, todavía resultaba demasiado prematuro plantearse seriamente metas tan excesivamente ambiciosas y estas aspiraciones maximalistas tuvieron muy poca trascendencia en el mundo real.
Ante el callejón sin salida a corto plazo en que se convirtió la contradicción insalvable entre los pequeños partidos latinoamericanos de izquierda que comenzaban a surgir en América Latina y el inmenso poder de Estados Unidos, la política de buena vecindad patrocinada por Roosevelt contribuyó poderosamente a que muchas agrupaciones sociales, semillas de los primeros partidos políticos modernos latinoamericanos, evolucionaran, desde una etapa de relativa proximidad al marxismo-leninismo, hacia posiciones que con el paso del tiempo los acercarían a la visión que a principios de los años sesenta propiciaría el gobierno de John F. Kennedy para neutralizar en América Latina el impacto seductor de la revolución cubana.
Al final de esta disparidad asimétrica, desteñidos por la especificidad del enfrentamiento y por la quimera rooseveltiana de la buena vecindad, aquellos primeros movimientos sociales latinoamericanos, el APRA en Perú y Acción Democrática en Venezuela son buenos ejemplos del fenómeno, iniciaron un acelerado proceso de reconversión ideológica. De esta sinuosa manera, al atenuar considerablemente sus originales proyectos transgresores y reducir sus actividades a organizar a la población en partidos políticos, gremios profesionales y sindicatos de trabajadores según el modelo aceptado y promovido por los gobiernos de Estados Unidos, se le hizo saber a todos los factores involucrados en el proceso político regional que la lucha de los nuevos partidos políticos latinoamericanos se ceñiría al logro de objetivos mucho más moderados y siempre por vías exclusivamente electorales y pacíficas. Un mensaje tranquilizador que si bien no apartaba del camino de América Latina los múltiples escollos y trampas que dificultaban la lucha contra el autoritarismo militar reinante en casi toda la región, ciertamente la apartaban de la ideología y de los métodos y planes imperiales de la Unión Soviética.
Sin necesidad de recurrir al estudio de situaciones parecidas en Europa, donde la burguesía, desde mediados del siglo XIX, había sabido arropar a la clase obrera para llevarla a participar en un proyecto social común y así castrarla como fuerza revolucionaria, podemos afirmar que frente a la utopía socialista de los años veinte y treinta, una vez descartada por imposible la tentación de agitar las aguas sociales de América Latina más allá de los límites permitidos por Washington, la opción de una democracia discretamente reformista, con la aquiescencia de Estados Unidos, le ofrecía a estos partidos un acomodo conveniente y posible. Sin embargo, los extremismos generados por la Guerra Fría harían que incluso el humilde espejismo de creer posible componer en América Latina una nueva correlación de fuerzas políticas democráticas con el visto bueno norteamericano resultaba exagerado. En otras palabras: la confrontación de Estados Unidos y la Unión Soviética obligaba a descartar del menú de opciones la posibilidad de impulsar en América Latina una auténtica apertura democrática.
Kennedy y el macartismo
Entretanto, la aparición de las “democracias” populares en Europa oriental al terminar la Segunda Guerra Mundial, la partición de Alemania y de Berlín, el bloqueo soviético a la antigua capital alemana en 1948, la entrada de Mao Zedong a Pekín en 1949, la explosión de la primera bomba atómica soviética ese mismo año y finalmente el estallido de la Guerra de Corea en junio de 1950, estremecedoras manifestaciones del inicio de la Guerra Fría, provocaron en la población de Estados Unidos una paranoia colectiva de inmensas proporciones. Joseph McCarthy, senador por el estado de Wisconsin, aprovechó este alterado estado de ánimo y desató en 1950 una verdadera cacería de brujas, cuya primera operación fue denunciar la existencia de una conspiración comunista dentro del Departamento de Estado norteamericano, que involucraba a más de 200 de sus funcionarios.
Esta denuncia no fue más allá del escándalo, pero catapultó a McCarthy a la fama y a la Presidencia de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado. Centenares de destacados miembros del mundo intelectual, científico y del espectáculo desfilaron por la sala de audiencias de la Subcomisión y fueron sometidos a humillantes interrogatorios públicos y obligados incluso a delatar a parientes, amigos y compañeros de trabajo. Esta incansable labor del senador McCarthy, incluyendo la confección de listas negras que condenaban al ostracismo y el desempleo a quienes tuvieran la poca fortuna de ser incluidos en ellas, no produjo ningún proceso legal ni ninguna sentencia judicial de importancia, pero contribuyó notablemente a incrementar la severidad y la profundidad del dogmatismo con que de ahí en adelante Estados Unidos se relacionaría con los gobiernos y los movimientos políticos del resto del planeta y dividirían dramáticamente al mundo y a la propia sociedad norteamericana. La ejecución en la silla eléctrica de los esposos Ethel y Julius Rosenberg en 1953, acusados de haberle entregado los secretos de la bomba atómica a la Unión Soviética, constituye una buena demostración del clima espiritual que imperaba en Estados Unidos durante aquellos años. La estrella de McCarthy se apagó abruptamente cuando sus obsesiones lo llevaron al extremo de acusar de comunista a algunas autoridades militares del Pentágono y Eisenhower lo destituyó de inmediato. Poco después, a los 47 años, McCarthy murió de cirrosis hepática, pero su intemperante inadaptación y rechazo a las posiciones discrepantes de los “otros” modificó tan a fondo los puntos de vista políticos de gobernantes y hasta de ciudadanos comunes norteamericanos, que esta inflexibilidad en gran medida sigue marcando de suspicacias, prejuicios y temores las relaciones de Estados Unidos con el mundo exterior.
A pesar de esta nueva y ofuscada visión norteamericana de las relaciones internacionales, numerosos miembros de los círculos políticos y académicos de Estados Unidos comenzaban a preguntarse a finales de los años cincuenta si en efecto los tradicionales dictadores latinoamericanos le brindaban a Washington ventajas suficientes para derrotar una futura penetración comunista en la región, o si no sería muchísimo más beneficioso para los intereses de Estados Unidos apoyar la aparición y fortalecimiento de regímenes democráticos y reformistas, pues a pesar de que en su seno pudieran engendrarse múltiples eventualidades desestabilizadoras, a la larga, esta apertura ofrecía la oportunidad de facilitar la progresiva liberación de las graves tensiones políticas y sociales de los pueblos latinoamericanos por la válvula de escape de una democracia formal, controlada y condicional.
Estas reflexiones sobre la eficacia estratégica de respaldar un proceso de democratización regional recibieron un apoyo imprevisto en 1958, cuando el vicepresidente Nixon, de visita en Caracas, fue objeto incluso de agresiones físicas suscitadas por un hondo sentimiento antiestadounidense. En el marco del desconcierto provocado por aquellas protestas callejeras comenzaron a adquirir mayor peso los razonamientos liberales en favor de cambios políticos y sociales en América Latina, aunque sólo fuese con la pragmática finalidad de evitar futuras rebeliones civiles o militares fuera de control. En todo caso, este análisis de la tensa circunstancia latinoamericana del momento renovó en Washington el debate sobre la conveniencia de darle mayor apoyo a las políticas “reformistas” que se proponían para América Latina como mecanismo disuasorio de males mayores. Desde esta perspectiva, y a medida que crecía la convicción de que cada día se haría más difícil frenar por la fuerza las protestas de las masas latinoamericanas, se fue consolidando la conjetura de que, además de una gradual apertura política, tal vez resultaría rentable admitir moderadas reformas de carácter económico y social.
Esta toma de conciencia resultó tan importante como el hecho de que al iniciarse la década de los años sesenta, la política del nuevo gobierno de Estados Unidos, presidido por John F. Kennedy, empeñado en ajustar sus pasos a las huellas dejadas por Roosevelt, coincidía con los proyectos que propugnaban los principales movimientos democráticos de la región, algunos de los cuales ya habían tomado el poder en sus países o se habían transformado en vigorosos partidos políticos con opción de hacerlo. Era inevitable que de esas coincidencias surgieran alianzas, como la que tejieron Kennedy y Rómulo Betancourt en Venezuela, de gran influencia en América Latina.
Este esfuerzo por apaciguar los ánimos latinoamericanos favoreció el papel que desempeñó W. W. Rostow, asesor del presidente Kennedy en la elaboración de su política para América Latina, cuya nave insignia fue la Alianza para el Progreso. La tesis de Rostow, desarrollada en su libro The Stages of Economic Growth: A Non-Comunist Manifesto, publicado por la editorial de la Universidad de Harvard en 1960, se correspondía con el respaldo que años antes le había dado Rostow a la política de Harry Truman, finalizada la Segunda Guerra Mundial, de ayudar económica y financieramente a Grecia y Turquía con la finalidad de impedir la expansión soviética en Europa occidental. Según Rostow, en aquel punto crucial de la historia regional era imprescindible erradicar de América Latina las condiciones de subdesarrollo y miseria que la convertían en un polvorín, y promover con urgencia su desarrollo económico. Sólo de este modo, afirmaba, podría Estados Unidos garantizar la seguridad regional y la conservación de sus intereses estratégicos y económicos en el sur del continente.
En apoyo a esta audaz proposición acudió involuntariamente Raúl Prebisch, secretario general de la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina (CEPAL), al promover con ardor la tesis de que el origen de todos los males regionales había que buscarlo en la naturaleza periférica de las economías de América Latina, dominadas por la de Estados Unidos. De acuerdo con esta interpretación “cepalista” de la dependencia, la manera de superar efectivamente los conflictos que acechaban a la región, tanto por las graves contradicciones sociales que corroían las entrañas de la vida regional, como por la proyección del modelo revolucionario cubano, era promover, desde Washington, programas de reforma agraria y de acelerada industrialización, que les permitieran a las naciones latinoamericanas incrementar la producción de alimentos, mejorar las condiciones de vida de la población campesina y sustituir muchos productos importados por manufacturas nacionales.
La revolución cubana
Al iniciarse aquel año 1959, nadie podía incluir en sus cálculos sobre el futuro continental las traumáticas consecuencias, muchas de ellas irreversibles, que produciría en Cuba y en el resto de América Latina el triunfo político y militar de Fidel Castro. Dentro del marco teórico que comenzaba a concebirse en Washington, los barbudos de la Sierra Maestra, transmutados de la noche a la mañana en gobierno revolucionario, apenas constituían una expresión más o menos folklórica de la subdesarrollada cultura política latinoamericana y nadie los percibía como un serio riesgo para la naciente estabilidad política regional. Los derrocamientos de Juan Domingo Perón y Manuel Odría en 1956 y de Marcos Pérez Jiménez en 1958, sin que en sus países se produjeran turbulencias internas que pusieran en riesgo las tradicionales relaciones de Washington con América Latina, hacían natural la cómoda tendencia a ubicar en esa posición a Fidel Castro, a pesar del malestar y los recelos que generaban en la Casa Banca sus excentricidades y el creciente rechazo general a la aplicación de una justicia “revolucionaria” entendida como exterminio físico del enemigo. Recuérdese que para esos días tres importantes dirigentes democráticos latinoamericanos habían conquistado electoralmente la Presidencia de sus países, Rómulo Betancourt en Venezuela, Arturo Frondizi en Argentina y Alberto Lleras Camargo en Colombia, y otros tres estaban a punto de conseguirlo: Janio Quadros en Brasil (1961), Fernando Belaunde Terry en Perú (1963) y Eduardo Frei Montalva en Chile (1964).
Ahora bien, cuando Hugh Thomas reconocía que en enero de 1959 La Habana fue escenario de la aurora de un tiempo nuevo, América Latina, incluyendo a Cuba en el lote, se miraba resignadamente en el espejo de una contención política que orientaba sus figuraciones a cambios que no trascendieran la esfera de lo aceptable por Washington. Un conformismo sin duda paralizante, pero que le concedía a los latinoamericanos el poder pensar en un futuro político diferente, todo lo mediatizado que se quisiera, pero al fin y al cabo, factible. En realidad, esta parecía ser la única manera de construir en América Latina una sociedad distinta, aunque los condicionamientos interpuestos por Estados Unidos obligaban a las fuerzas democráticas del continente a limitar sus aspiraciones a satisfacciones muy insuficientes, incluso para el pensamiento discretamente reformista de la época. En definitiva, los dirigentes políticos latinoamericanos entendían que, a cambio de sacrificar sus proyectos económicos y sociales más ambiciosos, si emprendían este rodeo de prudencia y buena conducta pública, al final alcanzarían un destino político al menos formalmente democrático para sus naciones.
Muy pronto, sin embargo, el derrocamiento del dictador Batista les haría comprobar a unos y otros la magnitud de este error. En lugar de dar nacimiento a una democracia negociada, como sucedía en otras naciones del continente, el derrocamiento de la dictadura en Cuba se convirtió de repente en una revolución que dejaba muy atrás sus simpáticas características de estallido popular con aires de romanticismo garibaldino y le presentaba a los cubanos y al gobierno de Estados Unidos, a sólo 90 millas de su territorio, el desafío de una revolución socialista y antiimperialista, que además, desde el primer día, se entregó de lleno a la tarea subversiva de exportar su ideología y sus métodos de lucha violentos.
Manuel Piñeiro, alias Barbarroja, testigo de excepción por haber sido desde abril de 1959 y durante décadas el hombre de confianza de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara para dirigir las actividades subversivas cubanas en América Latina, primero desde el G-2 y después desde la jefatura del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, le declaró en octubre del año 2003 a los periodistas Ivette Zuazo y Luis Suárez Salazar, lo siguiente:
“Desde La historia me absolverá, Fidel manifiesta la vocación latinoamericanista de la Revolución Cubana. Fidel mismo había participado en el Bogotazo, en actividades de solidaridad con la lucha por la independencia de Puerto Rico, la soberanía de las Malvinas, la recuperación del canal de Panamá y en la fallida invasión desde el cayo cubano de Confites para derrocar al dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Años después Fidel conoció en México al Che, en quien ya existía esa misma voluntad, marcado por la experiencia de la derrota de Jacobo Árbenz en Guatemala. En ese país el Che conoció a muchos líderes revolucionarios del continente, que fortalecieron sus sentimientos y convicciones antiimperialistas y latinoamericanistas. Lo otro es que antes de partir a Cuba en el Granma, el Che le indicó a Fidel que tan pronto como terminaran sus responsabilidades con la Revolución Cubana, quería tener la libertad de integrarse a la lucha revolucionaria en algún otro país de Latinoamérica, preferiblemente en Argentina.” [5]
En otro momento de esta larga entrevista, Piñeiro señala que no puede recordarlos a todos, pero que, en aquellos primeros días de la Revolución cubana, numerosos dirigentes de la izquierda latinoamericana viajaron a La Habana para reunirse con el Che y trazar planes de acción insurreccional inmediatos. Entre esos visitantes menciona a “los nicaragüenses Carlos Fonseca, Tomás Borge, Rodolfo Romero y el ex oficial del ejército somocista Somarriba; los guatemaltecos Turcios Lima, John Sosa, Julio Cáceres Patojo, amigo íntimo y muy querido por el Che; los peruanos Luis de la Puente Uceda, Héctor Béjar y Javier Heraud; los peronistas William Cooke y Alicia Eguren; los colombianos Fabio Vásquez (quien llegaría a ser jefe del Ejército de Liberación Nacional en ese país), los hermanos La Rota y el secretario general del PC colombiano, Gilberto Vieira; el secretario general del PC uruguayo, Rodney Arismendi; los principales dirigentes de los partidos socialista y comunista chilenos, Salvador Allende y Jaime Barrios; y los principales dirigentes del Partido Comunista venezolano, acompañados de Fabricio Ojeda.”
Los recuerdos de Piñeiro y las actividades que desarrolló la izquierda latinoamericana a partir de 1959 ponen de relieve que, si 10 años más tarde, en el París de 1968, la juventud francesa podía reclamar con romántico entusiasmo todo el poder para la imaginación, en América Latina, al concluir la década de los años cincuenta, el triunfo material de la insurrección contra Batista le ofrecía a la juventud latinoamericana la posibilidad de soñar con la demolición de los muros que la experiencia histórica, el oportunismo de sus élites y la corrupción intelectual de su dirigencia política habían contribuido a levantar como barreras infranqueables de cualquier cambio social medianamente profundo.
El triunfo político y militar del movimiento revolucionario de Fidel Castro en Cuba, que muy pronto iba a retar a Estados Unidos hasta con el holocausto nuclear, y la adopción en América Latina de la radical tesis guevarista del “foquismo” como método de acción revolucionaria para abolir a punta de pistola la dogmática exigencia leninista de las condiciones objetivas, quemar en ese atajo heterodoxo largas etapas del proceso insurreccional y acelerar al máximo la toma del poder por la vía fulminante de la lucha armada, todo ello basado exclusivamente en condiciones subjetivas, incendió desde 1959 la vasta pradera latinoamericana. En esta encrucijada excepcional del proceso político regional, aquel dilema con que Arciniegas resumía las angustias de la región antes de 1959, democracia o dictadura, pasaba a ser de pronto otra disyuntiva, mucho más inquietante y peligrosa: ¿democracia burguesa o revolución socialista? Desde entonces, ya no habría paz en América Latina.
América 2.1
[1] Este ensayo es la introducción al libro El sueño de la revolución en América Latina, en el que trabajo desde hace algún tiempo.
[5] En Cuba: entrevista al comandante Manuel Piñeiro Losada, www.indymediapro.org , octubre 3, 2003.