Testimonios

Horacio Biord Rodríguez: cien años de un padre

Horacio Biord Castillo:

A mis hermanos Raúl, Maru e Iky;

a mis hijos Juan y Nacho;

a mis sobrinos Alexa, Stephan, Miranda

y Juan Diego;

a Valentina, Monique y Juan Emilio.

Mi padre Horacio Enrique Biord Rodríguez nació en San Antonio de Los Altos, estado Miranda, el 25 de julio de 1921. Fue el séptimo hijo de Raúl Biord Septier (1888-1944), inmigrante francés afincado con sus padres y su hermano en Los Altos desde finales del siglo XIX, y de Inés María de los Dolores Rodríguez Mena (1889-1978), nativa de Los Teques, hija de un llanero de Parapara (estado Guárico) y una dama de origen canario. Mis abuelos se casaron en 1910 en la iglesia de San Antonio.

Antes que mi papá habían nacido sus hermanos Virgilio Raúl (1911-2005), Moisés (1913-2004), Sara Mercedes (1914-1999), Olga (1916-1998), Horacio Enrique (1917, fallecido a muy temprana edad en 1918, quizá a consecuencia de la gripe española, y en cuyo recuerdo le pusieron a mi padre su mismo nombre) y Hermilde (1919-2006). Luego lo siguieron Rogelio (1923-2010), Yolanda (1925-2017) y Josefina (1928-2020). Mi papá fue bautizado en la iglesia de San Antonio de Los Altos el día 25 de agosto de 1921 por el padre Sucre, cura interino de la parroquia, y fueron sus padrinos Carmen Abreu y José Ángel Abreu Velázquez, hermano de Ángela Abreu Velázquez, quien luego se casaría con mi tío Raulito.

Hizo los estudios primarios en San Antonio de Los Altos con la maestra María Cabrera y, posteriormente, se graduó de bachiller en el afamado Liceo San José de Los Teques, fundado en Caracas en 1906 por el doctor José de Jesús Arocha Tortolero (el Tigre Arocha), insigne médico carabobeño. El Liceo San José había sido trasladado a Los Teques en 1912 y adquirido por los salesianos en 1935, aunque mi papá y su hermano Rogelio habían empezado previamente los estudios con los salesianos. En efecto, los padres Isaías Ojeda y Francisco José Iturriza (luego segundo obispo de Coro) habían abierto una pequeña escuela en Los Teques, poco antes de comprarle el Liceo San José al hijo del doctor Arocha, fallecido en 1930.

En el Liceo San José mi papá trabó amistad con muchos compañeros, entre ellos mis tíos maternos y varios de mis parientes e incluso quien luego sería mi suegro, Pedro Francisco Pereda Pernía. Siempre evocaba con cariño su paso por el Liceo San José, bajo la égida del padre Ojeda, a quien recordaba con mucha gratitud. Recordaba paseos a la Cueva de Guaicaipuro o Peñón de San Corniel (hacia el sur de Los Teques) y a la Laguna de los Patos (hacia el norte). Fue un momento especial en la vida de mi padre. Por eso quiso que sus hijos estudiáramos allí. Graduado de bachiller y tras morir mi abuelo en 1944, mi padre se encargó de los intereses familiares, ya que sus hermanos mayores estaban casados. Así se convirtió entonces en el punto focal de la familia y en la mano derecha de mi abuela, quien siempre lo tuvo como su hijo predilecto.

Hacia 1940, estando mi abuelo quebrantad de salud y por petición suya, a mi papá le tocó ir a caballo desde San Antonio a Paracotos, bajando por Gareguare. Debía acompañar a un conocido de su papá, interesado en comprar unos semovientes. Mi padre, a mediados de la década de 1950, presidió la junta comunal del municipio San Antonio de Los Altos, que era una de las divisiones del entonces Distrito Guaicaipuro.

Hacia 1954 vecinos de San Antonio de Los Altos y la junta comunal al frente tuvieron que enfrentarse a las pretensiones del doctor Humberto Fernández Morán quien proyectaba expropiar gran parte de las tierras del pueblo con la excusa de la construcción del Instituto Venezolano de Neurología e Investigaciones Cerebrales (luego Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, IVIC) y los planes de establecer allí un reactor nuclear. Una delegación, de la que formaba parte mi papá, solicitó una audiencia para entrevistarse con el Gral. Marcos Pérez Jiménez, presidente de la República, y solicitar su mediación ante el empeño de Fernández Morán. Pérez Jiménez los atendió, oyó sus alegatos, los tranquilizó y les prometió que no se llevaría a cabo tal expropiación. Eran pequeños propietarios y productores agrícolas que veían con preocupación la pretensión del científico, quien tal vez fantaseaba con un proyecto de mayores proporciones. Mi papá, sin embargo, se asesoró con funcionarios y abogados de gran experiencia en la materia como don Martín Pereira Zamora y los doctores Luis Enrique Otero Arocha (nieto del Tigre Arocha y compañero del Liceo San José) y Lucas Guillermo Castillo Lara, mi tío, Registrador Principal y hermano de mi madre.

Mi papá llegó a adquirir un vasto conocimiento de la geografía de San Antonio. Recordaba y evocaba la montaña de Pipe (excelente sitio de caza), desde el cerro Pan de Azúcar hasta las inmediaciones de El Valle, en Caracas. Supo de una naciente de aguas calientes, quizá termales, en donde hoy está el IVIC. Recordaba ruinas de casas antiguas por estos cerros, como la antigua casa de la Hacienda Las Salias y los restos de la antigua casona de Los Budares, en terrenos que pertenecieron a la familia (Hacienda San José, hoy Los Castores). Conocía los manantiales y nacientes de aguas y podía distinguir terrenos planos y firmes de aquellos que no lo eran.

Por muchos años se dedicó a la agricultura y la producción de leche. Aprendió el oficio, ponderó saberes y haceres. En una época debía madrugar, trasnocharse casi, para encender la bomba de agua situada a más de un kilómetro de la casa (donde hoy está el sector El Manantial, en Los Castores) y bajar cántaros de leche a mercados de Caracas por la vieja carretera de El Cambural, entre Pacheco y La Mariposa.

El 6 de diciembre de 1960 mi padre se casó con Ana Lola Castillo Lara, mi madre, en la iglesia del Inmaculado Corazón de María de El Rosal, en Caracas. En ausencia de mi tío Rosalio, sacerdote salesiano y luego cardenal de la Iglesia católica y hermano de mi madre, los casó el padre Isaías Ojeda. De esa unión nacimos Raúl (1962), hoy obispo de La Guaira; María Eugenia (1965); Luis Enrique o Iky (1970), residenciado en Costa Rica, y yo (1961).

Mis padres se fueron de luna de miel a Europa y estando en Italia, en marzo de 1961, mi madre sufrió una caída en la nieve. Sin saber que estaba embarazada, a consecuencia del golpe tuvo un principio de aborto y tuvieron que regresar de inmediato, vía Madrid. Desde entonces fijaron residencia en San Antonio, primero en la hermosa casa familiar de Don Blas, hasta noviembre de 1971; luego en el sector de la Gran Terraza de la urbanización Los Castores hasta abril de 1975 y desde el 30 de abril de ese año en la casa de El Picacho, que mi papá quería llamar “La Loma” pero terminó llamándose “Shalom”, por sugerencia de mi tío Rosalio.

A mediados de ese año mi papá había constituido la compañía Servicentro Las Minas para manejar la sucesión de mi abuelo y las mejoras introducidas durante más de una década por mi papá. Al frente de los intereses familiares, mi padre innovó en San Antonio de Los Altos con la venta de terrenos que posibilitaron la construcción de la primera gran urbanización residencial que fue la Cooperativa de Vivienda Los Castores, creada por el entonces sacerdote Silverio de Zavala en 1959; la construcción de la bomba de gasolina de Don Blas en 1965 (en cuya inauguración mi hermano Raúl y yo sostuvimos una cinta tricolor que cortó mi abuelita Inés del brazo de mi padre) y del edificio y Centro Comercial Don Blas en 1967. Como dato curioso, los obreros de la construcción mientras jugaban dominó sintieron el fuerte temblor del 29 de julio de ese año. Posteriormente, mi padre edificó el edificio Inés en 1970 y el cine Don Blas que fue inaugurado el 11 de octubre de 1971 en un acto al que mi papá quiso invitar de manera personal a muchas personas de San Antonio, a quienes les unía una larga amistad familiar o a otras que habían llegado en los últimos años. Lo recuerdo como un acto muy significativo, además de las visitas previas que con mi papá y mi mamá hicimos a tantas casas donde, siendo un niño de apenas diez años, pude ver cómo apreciaban a mi papá y cómo valoraban lo que estaba haciendo.

Esa perspectiva de trabajo es muy importante, pues mi padre tuvo una acertada visión sobre San Antonio de los Altos y su futuro, luego lamentablemente desvirtuada por el crecimiento desordenado y la apetencia de las autoridades locales que se lucraron con ello o al menos se hicieron la vista gorda. Cuando en 1955 se construyó la carretera Panamericana, mi papá contribuyó no solo con la donación de unos terrenos contiguos a la redoma de San Antonio (por donde está actualmente la entrada principal y la Alcaldía de Los Salias) sino sugiriendo su trazado por allí hasta la recta de Las Minas, terreno del que los ingenieros constructores y planificadores no tenían una exacta dimensión. Igualmente me decía que muchas personas de San Diego de Los Altos, que era entonces la principal población de Los Altos después de Los Teques, veían con escepticismo y no pocos con desagrado la construcción de la carretera porque intuían que la cercanía a la arteria principal destinada a unir Caracas con Los Teques terminaría por desplazar a San Diego de los Altos como la segunda población de Los Altos, lo cual en efecto ocurrió en menos de dos décadas.

Mi padre comprendió a cabalidad esa eventualidad que se generaba con la construcción de la Panamericana y los procesos de urbanización y de crecimiento económico que aguardaban a San Antonio de Los Altos. Por supuesto, siempre estuvo en desacuerdo y se lamentó de la forma anárquica como terminó de efectuarse la transformación urbana de San Antonio, que arrolló por completo los modos de vida y las costumbres de los sanantoñeros, su idílico ambiente de aldea serrana.

Mi papá vivió toda su vida en San Antonio de los Altos. Tras los efectos de una caída y el debilitamiento de su cuerpo nonagenario, salió por última vez de estas montañas y de nuestra casa de El Picacho el 30 de septiembre de 2014 y ya nunca regresó, aunque a diario preguntaba por San Antonio y lo añoraba cada día. Murió, como su padre, junto al mar, en Macuto, en la residencia de mi hermano Raúl, en el seminario San Pedro de La Guaira, en torno a las 9:45 pm del martes 3 de marzo de 2015, a los 93 años, 7 meses y 6 días, tiempo en que logró un amplio conocimiento de Los Altos, de sus alrededores y de gran parte de Venezuela.

Sus principales distracciones fueron el juego de bolas criollas, el dominó (arte en el que alcanzó técnicas de extraordinaria maestría), la cacería que ya en los últimos años obviamente no pudo practicar y, en menor medida, la pesca con anzuelo desde tierra. Disfrutó esas actividades en las montañas de San Antonio en su juventud y luego en el Llano; en Güiripa, pueblo de mi madre, y en el sur de Aragua; en el estado Bolívar, por la región del Guaniamo, próxima a Caicara del Orinoco.

Mi padre era un ingeniero de vocación y un constructor y supervisor nato. Diseñó e inspeccionó la construcción de las casas familiares en su soltería, luego de la bomba de gasolina y todos los edificios del centro comercial Don Blas, la remodelación la casa de mi abuela materna en la urbanización El Rosal (Caracas) y por último la construcción de nuestra casa en El Picacho. Tenía un conocimiento no solo matemático sino vivencial de las perspectivas, de los ángulos y de la importancia de la hidráulica, que era una de sus preocupaciones fundamentales. Lamentablemente muchas de sus predicciones sobre lo que pudiera ocurrir en San Antonio de Los Altos de modificarse la hidráulica de los procesos iniciales de urbanización temprana se han cumplido al pie de la letra, lo que demuestra los conocimientos y la visión proyectiva que tenía mi padre sobre esos aspectos. A esos conocimientos sumó muchos de carácter administrativo y jurídico que le fueron de gran utilidad para manejar los emprendimientos familiares y de los cuales me nutrí ampliamente.

Hombre callado y fiel, apoyó a quien lo necesitaba sin hacer nunca alarde alguno de ello. Nos dejó como herencia sus valores de austeridad y trabajo tanto a hijos como a nietos, en especial a los nietos mayores con quien tuvo mayor convivencia. Un recuerdo muy personal son unas semillas de sarrapia que guardaba en los cajones del clóset de su cuarto y yo, siendo niño, además de usar sus grandes botas plásticas negras para caminar por la quebrada que atravesaba la antigua hacienda Don Blas, sentía un gran placer al disfrutar el aroma de esas semillas tan brillantes como olorosas.

En su escritorio, por muchos años, mi papá tuvo un cartel que decía

“El viejo búho en un tronco habitaba.

Cuanto más callaba, más oía.

Cuanto más oía, más sabía.

Cuánto más sabía, más callaba”.

Esas palabras resumen a mi padre: la prudencia, el comedimiento, el silencio y la reflexión. Su centenario es ocasión propicia para recordarlo, emular sus virtudes y dar gracias a Dios por su vida y legados. ¡Feliz centenario, papá!!!

San Antonio de Los Altos, Gulima, 25 de julio de 2021

Horacio Biord Castillo

Escritor, investigador y profesor universitario

Contacto y comentarios: hbiordrcl@gmail.com

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba