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Navidades Quebradeñas

No había arbolito, ni guirnaldas, ni luces, ni casi nada que no fuera hecho por los artesanos del pueblo

 

Francisco y Fortunato González Cruz:

Las navidades quebradeñas de nuestra infancia eran, junto a las fiestas de San Roque, los días más felices del año. Todo era bonito y sencillo. Se iniciaban el 8 de diciembre, día de la Inmaculada, cuando temprano o los días antes se hacían los preparativos para poner el pesebre, yendo a los campos a buscar ramitas o raíces de carruzo, barbas de palo o sensén, ramitas de estoraque, flores de albricias,  piedras bonitas con mica color de aluminio, tierras de colores;  almidonando y pintando tela para los cerros, sacando el Nacimiento y los corotos para limpiarlos o repintarlos con sapolín, muñecas de Manila, aviones y carritos de latón, papeles de colores, ovejas de anime y figuras de animales que venían en las maletas de los “furungos”; el trigo germinado y matas pequeñas, y luego toda la divertida ceremonia de armarlo con delicadeza.

 

El 15 de diciembre ya entraba más formalmente la Navidad con las misas de aguinaldos, anunciadas en las frías madrugadas con la alegría de las campanas al vuelo y los truenos de los voladores. A las 4 de la mañana el padre Paolini, de grata recordación, iniciaba la misa con acompañamiento del Coro, casi todo integrado por la familia Matheus – Durán. Villancicos y los cantos en latín, a lo largo de la misa que se extendía una hora, cuando terminaba para iniciar la rochela de muchachos y muchachas en la plaza Bolívar y sus alrededores.

 

El 23 de diciembre era para ir a buscar las hojas, picar las carnes y los ingredientes del guiso, poner a remojar los garbanzos y preparar todo para el 24, que era un día de muchos afanes por la larga tareas de hacer las hallacas, cocinarlas y, lo mejor, probarlas. En la noche la Misa de Navidad, llena de verdadera devoción por que ha nacido el Niño Jesús. La iglesia estaba muy bien arreglada y con un pesebre inmenso con figuras de gran tamaño. Y luego la adoración en el pesebre de la casa. Entonces ni el Niño Jesús ni los Reyes Magos traían regalos, ni sabíamos de San Nicolás, en cambio los niños le llevábamos algún regalo: un juguete hecho por nosotros mismos, unas hojas de laurel o albricias frescas, o unos escarpines tejidos por nuestra madre. Y la vela del hogar encendida.

 

No había arbolito, ni guirnaldas, ni luces, ni casi nada que no fuera hecho por los artesanos del pueblo o de los campos, por obra de la familia o que se recogiera por allí mismo, excepto por las figuras principales: San José, la Virgen, el Niño, tres o cuatro pastores, los tres reyes, la mula y el buey, que eran delicadas figuras, muchas veces traídas de España o de Italia.

 

Tradicional era visitar los pesebres y compararlos entre las familias y con años anteriores. Pero cada uno tenía su identidad que variaba poco y en el implacable cedazo que son los años, quedan en el recuerdo fundamentalmente el que hacíamos con mamá, lleno de empinadas montañas de tela pintada; el de la señora Hilda sencillo pero lleno de juguetes mecánicos que funcionaban a cuerda, entre ellos un carrusel, un “viaje a la luna”, caballitos con sus jinetes, un tamborilero y una cajita de música; el barroco de la niña Sofía Segovia con unas atractivas montañas hechas de madera vieja de color castaño, con trozos de musgo aquí y allá y puras figuritas de porcelana; y el extraño e imponente del señor Julio Suárez o Julio Carota por amanerado, el carpintero que se especializó en urnas, sobre todo de niños que eran las que más se vendían. El banco de carpintería y las urnas dispuestas en las paredes eran tapadas por sábanas pintadas de colores que se extendían por parte del techo, y sobre ellas ponía todo los imaginable, además del Nacimiento, subía barcos, trenes, carritos, pastores, ovejas y otros animales; del techo colgaba muñecas o sus cabezas, nidos de arrendajos y sensén. Donde Hilda nos daban aromáticas chirimoyas, donde la niña Sofía un impecable dulce de leche y Julio obsequiaba paledonias. Había un pesebre muy grande en la casa de Don Juan Araujo, hecho por Adhemar González sobre una enorme piedra que se había quedado en el corredor porque nadie la había podido sacar. Allí se comía completo, pues a pesar de la numerosa familia que tenía con su esposa Vicenta, nunca faltaba un buen plato de sopa.

 

Cámbiele amigo lector el nombre propio de los personajes, y serán las navidades de estos pueblos y campos de la cordillera de Trujillo: La Mesa de Esnujaque, Jajó, La Quebrada, Santiago y San Lázaro. Lugares de hacienditas de café y conucos de maíz y caraota.

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