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Santiago Martín analiza la inmensa figura de Benedicto XVI: «Luz que brilla en las tinieblas»

Cuando escribo estas líneas, el Papa emérito Benedicto XVI está agonizando. Nadie sabe cuándo entregará su alma al Dios que tanto ha amado. Su corazón, a pesar de tantos golpes recibidos, aún sigue latiendo. Contra todo pronóstico, está vivo todavía. Es, como dijo hace unos meses su secretario, monseñor Gänswein, una vela que se va apagando lentamente, sin hacer ruido, con la delicadeza, cortesía y humildad que caracterizó su vida. Esa humildad que, sin él mismo saberlo, atraía a todos los que se le acercaban y que hace que hasta sus más groseros y despiadados enemigos tengan que reconocer que es un santo, aunque luego tengan que añadir algo para manchar su nombre.

Su agonía tiene lugar en plenas fiestas navideñas, cuando el solsticio de invierno ya ha pasado y la luz comienza, tímidamente, a derrotar las tinieblas. Como si fuera una profecía, su final es un motivo de esperanza. Lo peor, aunque no lo parezca, puede ser que ya haya pasado. En este gélido invierno que padece la Iglesia, en esta noche oscura, él ha sido la luz que brilla en las tinieblas. Y lo ha sido porque se ha empeñado con todas sus fuerzas en servir al que es la verdadera luz, Cristo, único redentor y salvador del mundo. Mientras las tinieblas crecían, mientras muchos se empeñaban en manipular, diluir o simplemente destruir el mensaje cristiano, él trabajaba incansablemente en hacer lo contrario. Su obra ha sido titánica. Repasando lo que ha hecho este «humilde trabajador de la casa del Señor» -como él mismo se definió-, no se puede evitar ni el asombro ni el agradecimiento.

Durante su época como prefecto de Doctrina de la Fe, fueron publicados los dos documentos sobre la Teología de la Liberación, que hirieron de muerte el intento del comunismo soviético de hacerse con el control político de Latinoamérica. El marxismo y el cristianismo son incompatibles y eso lo dijo cinco años antes de que cayera el muro de Berlín y quedaran expuestas ante el mundo las vergüenzas de un régimen inhumano.

A él se debe también, en última instancia, el Catecismo de la Iglesia Católica, obra magna que se alza como un dique contra el relativismo que se empeña en desvirtuar el dogma, la moral y la liturgia católica. Durante su tiempo como prefecto se publicó la decisiva declaración «Dominus Iesus», que pone luz en las tinieblas promovidas por aquellos que presentan a Jesús como uno más en la lista de hombres ilustres de la historia; Jesús, hombre verdadero, no es un igual, o ni siquiera alguien mejor que otros; Jesús es Dios verdadero y sólo Él es el salvador de la Humanidad; como consecuencia, sólo en la Iglesia que Él fundó, la católica, se conserva la plenitud de su mensaje y la plenitud de los instrumentos que Él dejó para ayudarnos a recorrer el camino de la salvación.

Tras ser elegido Papa, publicó tres grandes encíclicas, alertando del peligro de convertir a la Iglesia en una ONG que se ha olvidado de hablar del cielo y de salvar a las almas, para preocuparse sólo de cuidar de los cuerpos. Para el Papa Benedicto, la caridad sin anuncio de Cristo no es auténtica caridad. Hay que tener con el hombre la caridad de anunciarle la verdad y esa verdad es Jesucristo. Él fue el que intentó conseguir la paz litúrgica, facilitando la celebración de la misa tradicional. También fue el que renovó la condena a la masonería. Y, por supuesto, el escritor brillante de libros como «Informe sobre la fe» -junto a Vittorio Messori- o los tres tomos sobre la vida de Cristo.

Por todo eso, porque era la luz que brillaba en las tinieblas, los enemigos de la luz fueron a por él desde el primer momento. El «vatileaks» -la difusión de documentos confidenciales que ponían de manifiesto las luchas internas en el Vaticano y la corrupción que existía-, le golpearon donde más daño podían hacerle: en su honestidad. «Has fracasado en la lucha contra la corrupción -le dijo un importante cardenal pocos meses de su dimisión- debes irte y dejar paso a otro que lo haga mejor». Y dimitió. Lo hizo reconociendo que ya no tenía las fuerzas suficientes para seguir llevando el timón de la nave de la Iglesia. La historia dirá si fue prematura esa dimisión o si fue abocado a ella, aunque fuera libremente asumida. Él decidió hacerse a un lado y dedicar lo que le quedaba de vida a seguir trabajando por la Iglesia, pero desde el silencio de una clausura, aunque ésta estuviera en el corazón mismo de la Iglesia.

Ahora está acabando su carrera y, como dijo San Pablo de sí mismo, ha mantenido la fe y ha luchado para que la luz de Cristo no sucumbiera ante el relativismo feroz que, como una tormenta poderosa, está llenando de agua y haciendo naufragar la barca de la Iglesia. Cuando Dios quiera, morirá, pero su legado, su obra, quedará para siempre. Por mucho que quieran echar barro sobre su persona o ignorar sus enseñanzas, su santidad es evidente y su mensaje no será olvidado, al menos mientras exista un resto que siga siendo fiel a la verdadera Iglesia católica.-

 Palabras para vivir

 

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