Lecturas recomendadas

He estado pensando… que a Dios no se le pregunta “¿por qué?”

Creo, firmemente, que Dios nos ama y sabe lo que hace, y que nunca permitiría que a sus hijos llegara un sufrimiento inútil, porque nadie mínimamente bueno haría sufrir a otro ser humano por gusto

P. Alberto Reyes Pías, desde Cuba:

Sin embargo, constato que Dios permite que lleguen a nuestra vida sufrimientos profundos, que no siempre podemos evitar. Alzar el puño y decirle a Dios: “¿por qué?”, sería admitir que no me ama, que se ha olvidado de mí, que me está castigando, o maldiciendo. Pero como esto es impensable en Dios, entonces sólo me queda admitir que, cuando Dios permite un sufrimiento, lo hace porque quiere darme algo, quiere que entienda algo, quiere que crezca, que me renueve, que sea mejor persona, que mi vida sea diferente… y bajo esta perspectiva, sólo me queda preguntarle a Dios: “¿para qué?”.

¿Para qué permites que llegue a mi vida algo que no he pedido, que no me gusta, que no quiero…? ¿Para qué ha permitido Dios que llegara el comunismo a la más próspera de las islas del Caribe? ¿Para qué ha permitido Dios no sólo que perdiéramos la libertad sino que esta dictadura durara más de 63 años, arrasando con los sueños de varias generaciones? ¿Para qué ha permitido que tantas personas valiosas huyeran y abandonaran su tierra, muriendo incluso en el intento? ¿Para qué ha permitido Dios que nuestra vida cotidiana se haya convertido en un calvario de precariedad, de angustia existencial, de necesidad agobiante? ¿Para qué permite Dios que cada vez que mi pueblo alza la voz diciendo: “¡Basta!”, la respuesta sea una represión tan brutal y sádicamente sistemática que nos sumerge en la (falsa) sensación de que esta opresión es inamovible?

¿No será que todavía no hemos entendido lo que Dios quiere decirnos, o darnos? ¿Será que Dios quiere que comprendamos que haberle dado la espalda y haber cambiado el cuadro del Sagrado Corazón por el de los líderes de la hoz y el martillo fue el peor error de nuestra historia? ¿Será que no hemos entendido que “no hay patria sin virtud ni virtud con impiedad”; que la libertad no se mendiga sino que se conquista; que a los que nos gobiernan no les importa nuestra vida, ni nuestros sueños, ni nuestro presente, ni nuestro futuro; que a los que nos han gobernado y nos gobiernan no les importa que mueran nuestros hijos, sea en Angola o en Matanzas; que las repetidas llamadas a “resistir y vencer”, “hacer más con menos” o convertirnos y reconvertirnos en un “pueblo aguerrido” no son sino placebos para enardecernos con un futuro luminoso y hacernos olvidar la esclavitud del presente; que cuando se nos insiste en ejercer el derecho al voto todo está, en realidad, ya decidido; que llevamos años echándole la culpa a un enemigo externo cuando, en realidad, el enemigo está en casa?

¿Será que no hemos entendido que callarse para no buscarse problemas lo único que hace es normalizar y perpetuar nuestra miseria; que no manifestarse públicamente es seguir esperando a que un día “pase algo”, o a que alguien “haga algo” cuando la solución está en nuestras manos; que cuando nos ponemos dignos y luego de golpearnos nos dan pollo y champú, nos están tratando como a mascotas a las que hay que calmar para que estén tranquilas y obedezcan; que cuando nos reprimen no está sucediendo algo extra-ordinario sino que, sencillamente, es lo esperable, y que no puede ser diferente, porque una vez que se ha usurpado el lugar de Dios, el resto de los mortales es prescindible y despreciable? ¿Será que todavía no hemos entendido?

Igual me equivoco, igual son elucubraciones peregrinas mías, pero es que no puedo evitar que las ideas se agolpen en mi mente, y me persigan con saña cuando de repente me da por eso de estar pensando.-

 

A propósito del XXII domingo del Tiempo Ordinario.

 

Evangelio: Lucas 14, 1.7-14.

 

Por el Padre Alberto  Reyes Pías, sacerdote cubano.

 

Voy a comenzar diciendo una tontería nada seria, pero que me va a ayudar a explicar el Evangelio de hoy: Yo soy la bestia organizando un refrigerador. Si alguien necesita meter un elefante en una nevera, por favor, contácteme, que haré que el elefante quepa perfectamente y sobrará espacio, porque soy la bestia.

 

Cada uno de nosotros podrá decir lo mismo de sí mismo: En esto soy la bestia, y esto no es orgullo ni prepotencia sino, precisamente, un eslabón necesario para vivir la humildad que nos propone el Evangelio de hoy.

 

La humildad, de hecho, tiene dos pilares.

 

El primero es la toma de conciencia de que todo lo que somos y tenemos tiene en su base lo que hemos recibido de Dios y de los demás. Es ridículo vanagloriarse de los propios logros como si en ellos no tuvieran nada que ver los dones naturales que Dios nos dio y el modo en que los demás nos han apoyado y acompañado. Es verdad que, con lo recibido, tal vez hemos logrado mucho, pero nadie parte nunca desde cero. Por eso, el primer cimiento de la humildad es el agradecimiento, a Dios y a un número muy grande de personas. Gracias, gracias, gracias es para no cansarse nunca de decir esa palabra.

 

Y el segundo pilar se desprende del primero: si he recibido y, gracias a lo recibido, he crecido, he fructificado, he logrado grandes cosas, ahora me toca ponerme al servicio de los demás, me toca devolver, en justicia, lo recibido, especialmente respecto a aquellos que son más desfavorecidos, que han recibido menos o han tenido menos suerte que yo.

 

Por eso, es necesario ser consciente de los propios dones y cualidades, es necesario tener muy claro en qué campos somos la bestia, para poder decir al que lo necesite: Aquí estoy, cuenta conmigo, dime en qué puedo serte útil.

 

El soberbio no se siente en deuda ni con Dios ni con nadie. El soberbio vive la falsa ilusión de ser autosuficiente y de no necesitar de nadie. El soberbio no está en medio de los demás para servir sino para ser reconocido, alabado y aplaudido. Por eso es insoportable, por eso puede ser respetado, temido, adulado, pero nunca amado.

 

Y mientras más hemos recibido, más necesitamos pensar en aquellos que el Evangelio de hoy llama los pobres, los lisiados, los cojos, los ciegos, porque a los pobres se les mira muchas veces como estorbos, y los cojos, los lisiados y los ciegos eran tres categorías de personas que, por sus imperfecciones, no eran admitidos en el tempo de Jerusalén. Eran, literalmente, excluidos, y hay personas que son muy fáciles de excluir, siempre y cuando no pensemos que esa persona pude ser yo.

 

No voy a mencionar nombres por respeto, le robaré a García Márquez el nombre de Macondo, y con Macondo me voy a referir a más de un pueblo en los cuales he servido como sacerdote: pueblos intrincados, con caminos infernales de tierra, donde o te inunda el polvo o te llenas de fango, según la época; pueblos con escuelas precarias y preparación ínfima, donde el horizonte es terminar la educación básica para empezar a trabajar en el campo, buscar una pareja y tener hijos, jugar dominó en las tardes y beber ron mientras cae la tarde y se levantan los mosquitos; pueblos donde se vive con el polvo pegado a la piel y se envejece sin haber vivido. No creo que ninguno de los que estén hoy leyendo este artículo desde su móvil hayan nacido en un pueblo así pero pudiste haber sido uno de ellos.

 

Hace años vino a verme un chico recién graduado de medicina. Estaba molesto porque lo habían mandado a hacer el servicio social en uno de nuestros Macondos, estaba furioso porque yo me merezco un lugar mejor y no ese sitio lleno de atrasados.

Lo escuché, y sólo atiné a decirle esto: Si te ayuda, piensa que tú naciste allí, que tú eres uno de esos atrasados, y que un día llegó a tu pueblo un médico, y además de atenderte la salud, te dio su tiempo, te escuchó, te animó a leer, te abrió los horizontes, te ayudó a ver la vida de otro modo, y que gracias a ese médico, tu vida fue diferente como nunca lo hubiera sido si él no hubiese estado.

 

Alguien dijo: No olvides que, tal vez, eres el faro en la tempestad de alguien, Y yo digo: No olvides que, tal vez, puedes traer el amanecer a la vida de alguien.

 

Aplicación a nuestra vida.

 

1.- Piensa en una cualidad tuya que sientes que has recibido como don de Dios, y compártela con tu familia.

2.- Piensa en tres personas a las que tienes mucho que agradecer en la vida. ¿Qué tienes que agradecerles? ¿Alguna vez has hecho saber a esas personas tu agradecimiento?

3.- ¿En qué eres la bestia? Compártelo.

4.- Piensa en dos modos concretos en los que puedas hacer llegar a otros lo que eres y lo que tienes.

 

Conclusión.

 

Como familia, darán gracias a Dios por tres cosas buenas que tengan o que les haya sucedido. Luego, pensarán en esta semana cómo ofrecer a otra familia algo (material o no) de lo que ustedes han recibido.

Después, tomados de la mano, rezarán juntos un Padre Nuestro y un Ave María.

Al finalizar, harán la señal de la cruz mientras uno, en nombre de todos, dice: Que nos bendiga Dios Todopoderoso, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Amén.

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