Trabajos especiales

Benedicto XVI: simbología de su muerte

Su retiro como papa emérito dibujó la importancia del silencio y la oración. El balance de su vida ilumina el camino. Su nombre nos advierte los tiempos que corren. La fecha de su partida recuerda el inicio formal de la institucionalidad cristiana en Europa bajo el papado de san Silvestre I y reitera la unicidad de la muerte y la resurrección en la fe cristiana y del cambio y la continuidad en las dinámicas sociales

Horacio Biord Castillo:

El 31 de diciembre, último día del año, varias iglesias cristianas celebran la fiesta de san Silvestre I (ca 285 – 335), 33er papa de la Iglesia católica, cuyo pontificado se desenvolvió desde 314 hasta su muerte, acaecida según la tradición el 31 de diciembre de 335. La leyenda le atribuye haber bautizado al emperador Constantino con la condición del cese de las persecuciones y la tolerancia religiosa. Con ello se inició la expansión cristiana en Europa.

El 31 de diciembre de 2022 se cerró no solo un año, sino un difícil y complejo trienio marcado por la pandemia del coronavirus causante del covid y más recientemente por la guerra ocasionada por la invasión de Rusia a Ucrania. El último día de 2022 murió Joseph Aloisius Ratzinger, el papa emérito.

Benedicto XVI inició su pontificado el 19 de abril de 2005, cuando fue electo por el cónclave reunido para escoger al sucesor de Juan Pablo II. Su papado se extendió hasta el 11 de febrero de 2013. Ese día para sorpresa general anunció que renunciaba a partir del 28 de ese mismo mes.

La fecha del fallecimiento del papa Ratzinger está cargada de una poderosa simbología. El 31 de diciembre no solo se celebra la memoria del 33er papa, sino que marca también el fin del año civil. Puede entenderse como una ruptura con lo anterior para dar paso a lo nuevo, representado por el año que está por empezar el 1º de enero. Esta simbología parece cobrar una fuerza especial con la muerte del papa Ratzinger. El mundo occidental y la Iglesia Católica, pudiéramos decir que incluso el cristianismo en su completitud, viven vicisitudes y desafíos que configuran una crisis de amplias e insospechadas consecuencias. Parecería que estamos en una crisis civilizatoria que cuestiona los cimientos de la civilización occidental y quizá termine transformándola, que es otra manera de referir su paulatino declive. Como parte de ello, muchos valores cristianos han sido olvidados, desdeñados o incluso repelidos. De manera coetánea, la Iglesia católica enfrente severos problemas y retos no solo organizacionales sino teológicos que pudieran, sin destruirla, generar cambios que a largo plazo transformen aspectos y costumbres que solo tienen un origen sociohistórico. Es decir, son usos y normas que, como el celibato sacerdotal, para solo citar un ejemplo, derivan no de la Verdad revelada sino de interpretaciones posteriores que pueden ajustarse.

Precisamente el cardenal Ratzinger, al momento de su elección, tomó el nombre de Benedicto en memoria del papa Benedicto XV (1854-1922, electo en 1914) y del gran monje san Benito de Nursia (480-547). Sobre Benedicto XV, el papa Benedicto XVI afirmó: “He querido llamarme Benedicto XVI para relacionarme idealmente al venerado pontífice Benedicto XV, que ha guiado a la Iglesia en un periodo atormentado por el primer conflicto mundial. Fue valiente y auténtico profeta de paz y actuó con extrema valentía desde el inicio para evitar el drama de la guerra y después al limitar las nefastas consecuencias»”. Benedicto XVI aludió también a san Benito como propulsor del monacato y evangelizador de Europa: “el nombre de Benedicto evoca, además, la extraordinaria figura del gran “Patriarca del monacato occidental”, san Benito de Nursia. La progresiva expansión de la Orden Benedictina fundada por él ha ejercido un influjo enorme en la difusión del cristianismo en todo el Continente. San Benito es por ello muy venerado en Alemania y, en particular, en Baviera, mi tierra de origen. Constituye un fundamental punto de referencia para la unidad de Europa y un fuerte reclamo a las irrenunciables raíces cristianas de su cultura y de su civilización” (1).

Al escoger su nombre pontificio Benedicto XVI homenajeaba al papa bajo cuyo pontificado se inició la era de las grandes guerras del siglo XX. Ese gesto onomástico del cardenal Ratzinger le hacía honor también a uno de los santos más importantes de la cristiandad. De esa manera invocaba su ejemplo y carisma y, al hacerlo, retomaba una preocupación de su predecesor. En efecto, san Juan Pablo I varias veces propuso que se incluyera en el preámbulo de la proyectada Constitución de Europa una mención a sus orígenes cristianos. Esta propuesta, sin embargo, nunca fue aceptada ni incorporada mención alguna sobre dichos orígenes y tradiciones. Este hecho parece intrascendente, pero alude a una situación de creciente magnitud. Se trata de la crisis civilizatoria del mundo occidental. Al elegir su nombre como papa, el cardenal Joseph Ratzinger tenía muy en cuenta la situación del entorno europeo.

Europa fue el continente donde el cristianismo alcanzó su máximo desarrollo y donde las prédicas cristianas tuvieron una mayor acogida. Luego sirvió de punto de expansión religiosa hacia otras regiones del planeta. En la actualidad Europa vive oscilaciones e incertidumbres axiológicas como parte de una posible crisis civilizatoria. En ese contexto, la elección del nombre que hizo el cardenal Ratzinger ratificó la preocupación de la Iglesia Católica y de sus más grandes teólogos y pastores, como el propio Benedicto XVI, sobre la necesidad de alimentarse de las raíces cristianas, no para volver al pasado sino para perfilar un proyecto de futuro. Esa intención, en apariencia simple, no ha sido de fácil comprensión y quizá tampoco de sencilla divulgación.

El llamado mundo occidental, cada vez más volcado a la técnica que a la razón de donde esta deriva o al sentimiento, y por esa vía con menos interés en lo espiritual ampliamente entendido, precisa de reinterpretarse a la luz de sus orígenes, entre ellos el cristianismo. La fecha de la muerte del papa emérito Benedicto XVI evoca el fin, pero también la continuidad. Así como el viejo año da paso al nuevo y este nace y se nutre del anterior, la tradición enriquece las ideas, ayuda a darle continuidad y persistencia a lo esencial e irrenunciable y su examen concienzudo debe facilitar la eliminación de las rémoras, la superación de lo superfluo y accidental, los miedos atávicos. Precisamente, la renuncia de Benedicto XVI fue en su momento un acto valiente y una lección quizá todavía no valorada del todo.

El papa emérito deja como mensaje póstumo lo que encerraba y perseguía su nombre: el amor y la paz, la bondad, el respeto a la vida y la fe en Dios deben presidir la consolidación de cambios sociales que han adquirido mayor fuerza en los últimos años y, dentro de la Iglesia, el llamado renovador del papa Francisco, como la sinodalidad en tanto que expresión de solidaridad y participación.

Se acaba un año y empieza otro; muere o renuncia un papa y se elige un sucesor. Los años y los papas no vienen, empero, de la nada. Representan la continuidad: la renovación es posible a partir de lo existente, con sus virtudes, fortalezas y debilidades. La renuncia de Benedicto XVI cerró y a la vez abrió, sin discontinuidades, la renovación. Su retiro como papa emérito dibujó la importancia del silencio y la oración. El balance de su vida ilumina el camino. Su nombre nos advierte los tiempos que corren. La fecha de su partida recuerda el inicio formal de la institucionalidad cristiana en Europa bajo el papado de san Silvestre I y reitera la unicidad de la muerte y la resurrección en la fe cristiana y del cambio y la continuidad en las dinámicas sociales.-

 

Horacio Biord Castillo

Escritor, investigador y profesor universitario

Contacto y comentarios: hbiordrcl@gmail.com

 

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