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Los dos testamentos del Papa Benedicto

P. Santiago Martin, FDM:

Ha pasado sólo una semana desde que escribí el último comentario a la actualidad de la Iglesia. Sólo siete días, pero parece que fue hace mucho, a juzgar por todo lo que ha sucedido desde entonces. En ese momento, el Papa Benedicto XVI estaba grave y era previsible que iba a morir en poco tiempo. Murió al día siguiente. Hoy, ya se ha celebrado su funeral y yace enterrado en la tumba que acogió los cuerpos de dos de sus predecesores, santos los dos como un buen presagio: San Juan XXIII y San Juan Pablo II.

En esta semana han pasado muchas cosas y eso puede llevar a fijarse en lo último o en lo más llamativo, a riesgo de olvidar lo más importante. Por eso quiero detenerme en los dos testamentos que ha dejado el Papa Benedicto. El primero de ellos, el oficial, escrito al año de su elección y no modificado -podía haberlo hecho para añadir, por ejemplo, menciones de agradecimiento a determinadas personas- debe ser analizado como la expresión de lo que él llevaba en la mente. El segundo, pronunciado justo antes de perder el conocimiento, debe ser considerado como la expresión de lo que él llevaba en el corazón. Porque eso fue Benedicto: una poderosa y lúcida inteligencia que nunca estuvo separada de un corazón enamorado.

Del primer testamento merece la pena destacar a quién va dirigido. Tras una larga y maravillosa acción de gracias, habla a dos grupos muy importantes para él: el pueblo y los teólogos. Curiosamente, no se dirige hacia un tercero: la jerarquía. Al pueblo de Dios, a los sencillos, a esos que son como menores de edad en las cuestiones teológicas y, por ello, tan fácil y frecuentemente engañados, les dice: “¡Manténgase firmes en la fe! ¡No se dejen confundir!”. Es su último grito de alarma dirigido a esos fieles que se beben como si fuera un alimento exquisito lo que no es más que puro veneno, por la simple razón de que quien se lo da es el señor cura o el señor obispo y porque “sabe bien al paladar”, porque es lo que está de acuerdo tanto con lo que enseña el mundo como con lo que reclaman los instintos. El otro grupo al que se dirige es a los teólogos; a los que son honestos de entre ellos les dice que no se dejen seducir por los descubrimientos supuestamente incontestables de las ciencias, y les recuerda cuántos de esos dioses han sido derribados de sus tronos: la generación liberal de Härnak, la existencialista de Bultmann o la marxista de los teólogos de la liberación, por citar algunos. El Papa les pide a esos teólogos que no engañen a la gente ofreciéndoles el veneno mortal de las ideologías contrarias a la fe. Les recuerda que sólo Jesucristo es el camino, la verdad y la vida y que, por lo tanto, en Él está la plenitud de la verdad y la plenitud de la sabiduría. Cuando aún no se había puesto en marcha el Sínodo alemán, Benedicto ya preveía lo que iba a suceder y fue constatando día a día cómo en nombre de teorías que son sólo eso, teorías, se exigía cambiar la moral católica.

El segundo testamento es mucho más breve. Es sólo una frase de tres palabras, pronunciada poco antes de entrar en la agonía, con los últimos restos de la luz que aún tenía en su cabeza y como una expresión de lo único que tenía en el corazón. “Señor, te quiero”. Eso fue suficiente. Si en el primer testamento habla el hombre lúcido que preveía lo que iba a ocurrir y quería colaborar a evitarlo, en el segundo habla el creyente, el hombre que ha vivido enamorado de alguien toda su vida y que ahora quiere expresarlo aquí por última vez, antes de decírselo personalmente cuando se encuentre con Él en la patria definitiva. Ese “Señor, te quiero” tiene el sabor de lo que tantos santos han dicho en el momento de morir. Han vivido para Dios y su sueño era llegar a ese instante final unidos a Él para seguir así durante toda la eternidad. En el primer testamento habla el intelectual y en el segundo el enamorado. Razón y fe, razón y corazón. Eso ha sido toda su vida Joseph Ratzinger y eso es lo que debemos recordar del Papa Benedicto: no dejarnos seducir por los que quieren apartarnos de la fe católica y crecer cada día en un amor apasionado hacia el Dios que nos ha creado y nos ha redimido dando su vida por nosotros.

En esta semana ha habido muchas más cosas, quizá demasiadas, pero hoy quiero fijarme sólo en ese “no te dejes apartar de la fe de tus padres” y en ese “Señor, te quiero”. No debemos olvidarlas nunca.-

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