Felicidad sólida
Rafael María de Balbín:
Se está hablando con frecuencia de que vivimos en una cultura y sociedad amorfa, poco consistente, e incluso líquida. Pareciera que el esforzado modo de vivir de Don Quijote, protector de los débiles y desfacedor de entuertos, va dando paso a los seguidores de Sancho Panza, amigos de lo cómodo y placentero, cobardes ante lo arduo o peligroso. La capacidad de abnegación y aun de heroísmo, latente siempre en el hombre cuando busca unos valores consistentes, se ve como achatada o nivelada por una búsqueda general de lo fácil o agradable.
Abunda mucho una regla de conducta, no escrita pero muy practicada, la ley del gusto, que se aparta mucho de la ley de Dios. Esta ley del gusto es profundamente inmoral, porque hay cosas que a mí me gustan y son malas, y cosas que a mí me desagradan y son buenas. En el momento en que se actúa como si lo bueno fuera lo que a mí me gusta y lo malo lo que a mí me desagrada, la conducta humana se ha vuelto egoísta y mezquina: hedonista.
Ello desemboca en una depravación del amor humano y la conducta sexual. La otra persona pasa a ser un mero instrumento de placer, al servicio del propio egoísmo. Desaparece la noble capacidad de amar a aquella persona por sí misma, en cuanto tal persona, más allá de la utilidad o del placer que pueda reportarnos. El sexo se convierte en un producto más en la gran feria del consumo. Deja de tener la prestancia de una donación gratuita a la persona amada, compromiso estable y fiel en el matrimonio, al servicio del plan divino en favor de la vida: la familia y los hijos.
Cuando aquel joven, del que habla el Evangelio, pregunta a Jesús sobre el modo de alcanzar la vida eterna, éste le responde que guarde los mandamientos. Él responde sinceramente que los ha guardado. Pero no le parece suficiente, anhela algo más. En efecto, un mero cumplimiento, sin alma, sin amor, no satisface al corazón. Jesús se refiere a esto; “comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme»” (SAN JUAN PABLO II, Enc.Veritatis splendor, n. 16).
Hay una clara invitación a la perfección, a la plenitud. Lo mismo que sucede con las bienaventuranzas, que más que un catálogo de normas particulares de conducta expresan las disposiciones personales de fondo que asume una persona en relación a la plena realización y felicidad. Si bien no coinciden literalmente con el enunciado de los mandamientos, no hay con respecto a ellos ninguna discrepancia. Son disposiciones radicales en la propia existencia, que llevan consigo promesas de auténtica plenitud; y que siendo un autorretrato de Cristo, suponen una invitación a seguirle en comunión de vida con Él.
Buscar la plenitud indica madurez en la persona que busca, y esta madurez se acrecienta cuando la búsqueda es plenamente sincera. “El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»)” (Idem, n. 17). La gracia no suele faltar a quien pone el empeño, a quien hace lo que está en su mano.
Existe una estrecha relación entre la madurez humana y la disposición de compromiso, de entrega. El que rehúye, temeroso y egoísta, todo compromiso, está condenado a una perpetua inmadurez. “La perfección exige aquella madurez en darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre” (Idem). El caminante no debe detenerse antes de tiempo, ni recortar su esperanza: sin el temor del fracaso y con la alegría de llegar a buen término.-
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