Lecturas recomendadas

Diálogo y fraternidad

   Del corazón vigoroso de la Iglesia de Cristo han surgido y surgen voces plenas y convencidas en la posibilidad de erigir en el mundo vigente una civilización del amor

 

Valmore Muñoz Arteaga, profesor y escritor, desde Maracaibo:

 

Estamos llamados a vivir en la plenitud de la misericordia. Esto implica vivir una vida cristocéntrica, es decir, hacer de Jesús el centro vital de nuestra existencia, o como lo manifestaba San Francisco de Asís, sabernos de memoria al Señor con la finalidad de que Él y solo Él sea nuestra plenitud. Llenarnos de Cristo como llena de Él estuvo María, su Santa Madre, para que su nuevo nacimiento se exprese a través de nuestras acciones con los otros, con los demás, con el prójimo que es nuestro hermano. Este llamado a vivir la misericordia es, al mismo tiempo, un llamado a incorporarnos en la tarea de establecer una cultura de la fraternidad y esa cultura debe brotar del corazón de nuestra existencia con la finalidad de no ser tan solo meros distribuidores o consumidores de cultura. La cultura de la fraternidad nace, sin duda, de un replanteamiento de lo que hemos entendido por diálogo.

Aristóteles, filósofo griego y llamado por algunos padre de la cultura occidental, afirmaba que el hombre es un ser social y dispuesto por naturaleza a vivir con los otros, lo cual, necesariamente, nos advierte que es un ser que vive y necesita vivir en comunidad. Esto lo resalta el estagirita obviando por completo el concepto de persona, lo cual es comprensible, ya que, este concepto pleno de significado y sentido, es una conquista del pensamiento cristiano. A pesar de ello, en modo alguno entran en contradicción, puesto que, lo que afirma Aristóteles, podría evidenciarnos el desenvolvimiento del hombre en el mundo de lo visible, pero este mundo no es otra cosa que un reflejo, un chispazo de lo que arde dentro de cada hombre y que, como debemos suponer, forma parte del mundo de lo invisible, allí donde se gesta la persona que es un reflejo de otra referencia que nos empuja hacia la vida en comunidad: la Trinidad. “Que todos sean uno. Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Juan 17:21).

Solo Cristo, escribirá Chiara Lubich, puede hacer de dos uno, porque su amor, que es anulación de sí mismo (amor infundido en nosotros por el Espíritu Santo), nos hace entrar hasta el fondo del corazón de los demás. Entonces, en las personas individuales y entre ellas establece su morada la Trinidad. A ese modelo responde naturalmente nuestro mundo invisible. Este equilibrio en el mundo social se teje a partir de establecer una cultura honesta y desprendida del diálogo que solo despierta a la realidad a través de una conciencia plena de libertad.

La Trinidad, nos ubica frente a la apertura a la unidad sin que se desdibuje la particularidad, puesto que, bajo esta perspectiva antropológica, la Trinidad que es Dios se asoma como único símbolo real de reunión de los seres en el ser, definido a partir de ahora como ser anímico, motor móvil de toda la realidad o, como lo vislumbró Dionisio Aeropagita: ser relacional del universo. La Trinidad como trasfondo de lo real atraviesa a los seres humanos en un diálogo amoroso permanentemente circulatorio y abierto que nos lleva de la mano hacia el acceso a la persona. Una sociedad armonizada por una ética trinitaria dinamiza al amor como un movimiento en permanente búsqueda del amor mismo. Este dinamismo propio del amor nos permitirá comprender con mayor lucidez que el amor es creativo, pues descubre los valores más altos encarnados en los otros.

Sin embargo, sintonizar nuestra vida con esta verdad anterior a nosotros no es nada fácil, hay mucho ruido con el cual se cimentaron las bases de nuestra cultura. El Concilio Vaticano II tuvo plena conciencia de ello y por eso advierte que el género humano se encuentra atravesando un período nuevo de su historia que se caracteriza por ser el resultado de cambios profundos y acelerados, que progresivamente se han extendido al universo entero. Tiempo caracterizado, entre otras cosas, por potenciar la incomunicabilidad entre los seres humanos. Recordemos que Descartes comienza a balbucir su pensamiento filosófico planteando el problema del otro a partir de una razón solitaria, individual, ajena a toda posibilidad comunitaria. De allí que el hombre moderno comprendiera que vivir es convivir dudando y sospechando de los demás, razón por la cual André Glucksmann, pensador francés, llegó a afirmar que existir democráticamente es dudar los unos de los otros.

Este es el origen del drama de nuestro tiempo: la fractura entre el y el yo en cuya fuente lleva implícita una perversa y falsa concepción del yo y del otro. Bajo esta perspectiva brota de la nada –y hacia la nada irá– la sociedad del ego en la que cada uno es para sí mismo y contra todos. Contra esto el Concilio Vaticano II levantó su voz serena afirmando que la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive, es decir, saber y servir.

Del corazón vigoroso de la Iglesia de Cristo han surgido y surgen voces plenas y convencidas en la posibilidad de erigir en el mundo vigente una civilización del amor. La esperanza que nos han enseñado los últimos Papas a través de documentos y testimonios de vida, nos hacen descubrir que es viable una sociedad del nosotros expresada positivamente como una alternativa a la incivilización del individualismo. El futuro de la humanidad depende de una justa visión antropológica que parta inexorablemente del diálogo como fundamento relacional y de la fraternidad como objetivo cierto. Paz y Bien.-

Maracaibo – Venezuela

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