¿Premio o castigo?
Rafael María de Balbín:
Solemos decir que algo es meritorio o que alguien hace méritos, cuando hay una conducta justa o recta que se hace acreedora a una recompensa. En cambio la conducta deshonesta es digna de sanción o castigo. Un buen comportamiento exige, al menos, respeto, y, si es posible, un premio.
Si frente a los demás hombres o a la colectividad existen premios o castigos, mayor importancia tiene el mérito que podamos adquirir de cara a Dios, que es Juez justo y misericordioso. ¿Podemos acaso, en estricta justicia, reclamarle un premio a la buena conducta? Ciertamente que no. “Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 2007).
¿Quiere esto decir que no podemos esperar el premio divino por nuestras buenas acciones? ¿Es acaso lo mismo una vida recta que una vida depravada? No es lo mismo, porque Dios, en su paterna bondad, ha querido premiar el bien que hacemos, gracias a los dones que El mismo nos depara: Manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra, reza el Misal Romano.
En efecto: “El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que El impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente. Por otra parte, el mérito del hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden en Cristo, de las gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu Santo” (CATECISMO…, n. 2008).
El hombre caminante aspira a la culminación, a la plenitud, al premio. Nos encontramos así ante una colaboración del hombre con la ayuda divina. No nos movemos en el campo de la justicia, sino en el del amor. No se trata de estar en regla con Dios (yo cumplo con El, yo no le debo nada, yo puedo reclamar mi salario). “La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace «coherederos» de Cristo y dignos de obtener la «herencia prometida de la vida eterna»” (Idem, n. 2009).
Es la caridad de Cristo, que nos ha sido infundida, la fuente de todos nuestros méritos. Dios nos confiere el amor con que le amamos y con el que hacemos meritorias nuestras buenas obras. De ahí la importancia de la libre colaboración humana con la acción divina, que nos impulsa a la excelencia espiritual: “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Idem, n. 2009).
El progreso espiritual tiende a la unión con Jesucristo, mediante los Sacramentos, la oración y la obras de penitencia. No requiere de signos o fenómenos místicos extraordinarios. Y lleva consigo la paz y el gozo espiritual de las bienaventuranzas. “Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús” (CATECISMO…, 2016).
Spe salvi facti sumus: “en esperanza somos salvados” (Romanos 8, 24). En su encíclica (BENEDICTO XVI. Enc. Spe salvi) sobre la esperanza el Papa Benedicto XVI se apoya largamente en esta enseñanza paulina para mostrar, en proyección del presente hacia el futuro, cómo somos salvados por la esperanza teologal. La esperanza se desarrolla en estrecha conexión con la fe. Supone una plenitud de la fe y ésta una firme confesión de la esperanza. San Pedro aconsejaba a los primeros cristianos estar siempre dispuestos a dar razón de su esperanza. En cambio los paganos vivían sin esperanza en Dios.-
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