Opinión

Tucídides y la accidentada democracia francesa

La civilización puede reprimir la barbarie, pero no puede erradicarla

Marcos Villasmil:

“Nuestra constitución es llamada una democracia porque el poder no está en manos de una minoría sino de todo el pueblo. Cuando se trata de resolver disputas privadas todos son iguales ante la ley; cuando el tema es seleccionar a una persona sobre otra en un cargo de responsabilidad pública, lo que importa no es ser miembro de una determinada clase social, sino las capacidades con las que cuenta dicho individuo. Nadie que tenga habilidades para servir al Estado debe ser mantenido en una oscuridad política por ser una persona pobre. Y así como nuesta vida política es libre y abierta, también lo es nuestra vida diaria en nuestras relaciones sociales. Nuestro vecino tiene el derecho a disfrutar y gozar su existencia como él lo desee, y no debemos herir sus sentimientos. En nuestra vida privada debemos ser libres y tolerantes, pero en nuestros actos públicos debemos aceptar la primacía de la ley, y ello es así porque ella nos exige el mayor de los respetos”.

Este es el pasaje más famoso de la oración funeraria pronunciada por Pericles, líder de la democracia ateniense, en el entierro de soldados atenienses fallecidos durante el primer año de la Guerra del Peloponeso.

Quien narra esto es Tucídides, en su “Historia de la Guerra del Peloponeso”, considerado quizá el más influyente e importante libro de historia jamás escrito; en él se narra el enfrentamiento entre la Liga del Peloponeso (liderada por Esparta) y la Liga de Delos (conducida por Atenas). Tucídides no fue un mero narrador, él fue asimismo un general ateniense que sirvió en dicha guerra -no le fue bien-, que concluyó en el año 404 (a.c.), con la victoria de Esparta.

Con la historia -ha sido dicho muchas veces- ocurre que mientras más ignoremos sus lecciones más espejismos e ilusiones falsas tendremos hacia el futuro. O como dijo Maquiavelo: “quien quiera ver cómo será lo que va a ser debe primero estudiar cuidadosamente lo que ya ha sido”.

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La obra de Tucídides es pieza fundamental para estudiar la historia de las relaciones internacionales; es el primer escrito que introduce un juicio pragmático en el discurso político, como afirma Robert Kaplan. Es notoria la influencia de Tucídides en el pensamiento de muchos pensadores realistas, como Thomas Hobbes, Alexander Hamilton, Wilhelm Von Clausewitz, Hans Morgenthau, George Kennan y Henry Kissinger.

 

Tucídides afirma que toda estrategia debe ofrecer opciones, y por tanto presentar  una visión enfrentada a todo fatalismo determinista (como el que nos ofrece desde hace dos siglos el pensamiento marxista).

 

Para el historiador griego la conducta humana está guiada por el miedo, el egoísmo y el honor. Ese trío conduce a crisis políticas y sociales cuando el instinto y las pasiones se imponen a las leyes, cuando la anarquía le pasa por encima a la democracia y sus instituciones. La solución está en no negar la existencia del miedo, del egoísmo y del honor, sino de combinarlos para lograr un resultado moral balanceado.

Con Tucídides entra en el pensamiento político el concepto de balance de poder.

La razón de la caída de Atenas estuvo en que sus ciudadanos y sus liderazgos creyeron que su grandeza duraría para siempre, que podían desdeñar las señales de alarma, actuar con impunidad y con una audacia que terminó llevándolos a la arrogancia extrema. Para Tucídides ello también condujo a una política exterior amoral.

La Guerra del Peloponeso, nos recuerda Kaplan, “enseña cómo el poder y la prosperidad cegaron a Atenas y le impidieron ver las sombrías fuerzas que también posee la naturaleza humana y que yacen debajo del barniz civilizatorio, amenazando su buena fortuna”.

Tucídides deja asimismo una gran lección: la civilización puede reprimir la barbarie, pero no puede erradicarla. Por ello, mientras más social y económicamente avanzada sea una sociedad, será más necesario que los liderazgos estén alertas ante las posibles falibilidad y vulnerabilidad que podrían aparecer en cualquier momento. Sólo así pueden prevenirse las catástrofes.

El discurso de Pericles -el cual a diversos lectores modernos les recuerda asimismo el famoso discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg-, es un fantástico ejemplo de oratoria destinada a exhortar en sus oyentes no sólo a que se unieran a la defensa de la libertad de su ciudad, sino a que la amaran con pasión. Pero los hechos fueron otros.

Nos recuerda José Rodríguez Iturbe que la historia de Tucídides muestra la destrucción de una polis (Atenas) por culpa del desorden, y la impotencia personal ante el mismo. 

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Entonces llegamos a ese incendio actual que se llama la república francesa. Cuando Notre Dame ardía el 15 de abril de 2019 los periódicos titularon acertadamente que era Europa la que estaba en llamas. De igual modo, los signos republicanos que hoy se atacan son también signos que nosotros compartimos.

La actual crisis europea no se combate con demagogia. Menos aún cuando en Europa  las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad y por políticos analfabetos y populistas de todo signo.

Ante el deseo de brindar un resumen claro y conciso de las diversas responsabilidades ante los graves sucesos que están ocurriendo en una Francia literalmente incendiada, con una grave ruptura del orden social, comparto estas consideraciones de Ramón Peña: “Nutren la lava de ese volcán: una larga historia de inmigración indiscriminada atizada por la conveniencia de mano de obra barata, corriente que ha aprovechado el islamismo radical para infiltrarse; el racismo y la xenofobia que anidan en el corazón de bastantes franceses; la profunda desigualdad socioeconómica que afecta especialmente a los inmigrantes; el completo fracaso de las políticas integracionistas. Este desencuentro es catalizado por la demagogia de los extremismos de izquierda y derecha”.

En Francia lo que ha habido es cohabitación, pero no convivencia. Y hay una grave responsabilidad histórica de la izquierda europea aliada con un islamismo radical fundamentalmente porque la actual izquierda odia los valores de Occidente, odia la democracia, odia los Estados Unidos.

Parte de la izquierda actual, esencialmente populista, comparte esos deseos destructivos con el populismo de extrema derecha. El ataque a las instituciones de la libertad es producido por un Salvini en Italia, Zapatero y Sánchez en España, Marine Le Pen y Melenchon en Francia u Orban en Hungría. Y de este lado del Atlántico no hay espacio en esta nota para mencionar responsables, las excepciones son escasas.

Señala también José Rodríguez Iturbe: “el sistema democrático requiere, como conditio sine qua non de su operatividad y eficacia, de élites dirigentes que fundamenten su exigente servicio público con una rectitud moral no sólo reconocida, sino también colectivamente apreciada, valorada y respaldada. Sin ese requisito, ni la democracia ateniense ni la democracia contemporánea pueden lograr la solidez institucional ni la continuidad histórica. Cuando la anomia indica que es el tiempo de los ácratas, la razón se ve pisoteada por la fuerza y la amnesia de los principios prepara la hegemonía de los monstruos”.

Como ha señalado con justificada alarma el escritor Arturo Pérez-Reverte: “todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado”. Para recordar es fundamental revisar la historia.

Empezando con Tucídides.

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