El Comunismo, sus éxitos y posibilidades
Paradójicamente los únicos ejemplos exitosos de una vida comunitaria se han logrado a través de lo que Marx llamaba el “opio de los pueblos”
Byron Miguel:
El marxismo a pesar de todo su aparato filosófico y pretensiones científicas ha pecado de iluso y ha servido de pretexto para experimentos de trágicos resultados. Su aplicación ha resultado un fracaso en los diferentes tiempos y lugares en que se ha establecido; en pueblos con etnias, religiones e historias tan diferentes como los eslavos ortodoxos de la Unión Soviética, los asiáticos tao-budistas de China y los ibero-africanos de la Cuba tropical. Habría que añadir además la diversidad de estructuras sociales como la Rusia avasallada y agrícola en la época de la primera Guerra Mundial, una China atrasada y oprimida, y la isla de Cuba, que a pesar de todas sus carencias y defectos, estaba entre los países más prósperos y socialmente más justos y escolarizados de la América Latina.
Paradójicamente los únicos ejemplos exitosos de una vida comunitaria se han logrado a través de lo que Marx llamaba el “opio de los pueblos”.
Desde los albores del cristianismo han existido comunidades religiosas que han vivido bajo estrictas reglas monásticas y que haciendo voluntariamente votos de castidad, pobreza y obediencia han logrado llevar a término notables obras en los campos de la educación, la cultura y la asistencia social. Todo esto conlleva enormes sacrificios a los que no están dispuestos la inmensa mayoría de los mortales. Se hace además por motivos extraterrenales.
En los conventos no existe la propiedad privada y la igualdad entre sus miembros se hace patente. En un convento de monjas la Madre Superiora se viste, come y calza como las hermanas encargadas de la limpieza y la cocina; en un convento de hombres el Abad también come, viste y calza como el hermano portero.
Todos trabajan según su capacidad y son recompensados según sus necesidades.
Este tipo de instituciones no sólo han surgido en el cristianismo, también las hay en otras creencias como el budismo.
Podemos hablar además de otra experiencia en la que no hubo necesidad de los tres votos antes mencionados. En 1610 comienza la instauración de las reducciones jesuíticas de América del Sur; este experimento de vida comunitaria para los indios guaraníes termina más de ciento cincuenta años más tarde. En su primera etapa se estableció solamente la propiedad comunal; los indios salían temprano en la mañana para el trabajo cantando himnos religiosos después de haber asistido a misa, no ganaban sueldos, los productos de consumo se repartían equitativamente; no existía moneda alguna para que nadie pudiera capitalizar, sólo se permitía hacer trueques. La autoridad civil era compartida con los sacerdotes designados por la Compañía.
Con el tiempo hubo un cambio importante y significativo pues se repartieron terrenos privados a los recién casados para que cada familia se alimentara por cuenta propia, pero los hijos no podían heredar la propiedad¹. Se ha hablado de la indolencia de los indígenas para explicar la reforma, pero ha habido pueblos que no tienen nada de indolentes, (chinos, cubanos, rusos etc.) cuyos gobiernos han tenido que renunciar al marxismo ortodoxo y hacer modificaciones llamadas “actualizaciones”, “perfeccionamientos”, “cuentapropismos” etc. para no reconocer lo inoperante del sistema y por supuesto seguir manteniendo un poder absoluto y su brutal represión.
Las reducciones fueron para su época y comparadas con otras poblaciones coloniales, lo mejor que podían obtener los guaraníes, pero resultaron víctimas de la avaricia y ambición de otras potencias coloniales europeas que querían adueñarse de esos territorios habitados por indios ya alfabetizados, con oficios artesanales, disciplina laboral y principios cristianos.
Las misiones con su “economía privada hogareña” y su insistencia de “amar al prójimo como a sí mismo” pudieron sobrevivir, pero recibieron un golpe de gracia con la desaparición del contenido religioso que realmente las mantenía al hacerse oficial la supresión de la orden jesuítica en 1767.
El experimento había comenzado más de dos siglos antes de que naciera Carlos Marx.
Paradójicamente la doctrina marxista es la que se ha convertido en opio para los pueblos alucinando con falacias a las multitudes. Al conmemorarse el centenario de la revolución de Octubre en el 2017 no había habido nunca un gobierno marxista democrático ni una economía estatal eficiente y por supuesto nada ni remotamente semejante al “hombre nuevo”.
Hay que reconocer sin embargo un éxito innegable al marxismo-leninismo: su asombrosa capacidad para mantenerse en el poder; pues como el objetivo final se hace imposible, el pretexto para perpetuar la dictadura del “proletariado” se hace eterno.
La imposición de un régimen comunista va en contra de la naturaleza humana.
Los miembros del género humano son y seguirán siendo básicamente desiguales, y no sólo físicamente; lo mismo ocurre con nuestras reacciones y comportamiento, pues a las infinitas combinaciones genéticas hay que añadir las diferentes circunstancias en que se desarrollan y viven los seres humanos. No hay igualdad posible; ni los gemelos univitelinos llegan a ser iguales en sus reacciones y conducta.
El filósofo alemán Odo Marquard ha enfocado el problema aclarando que: “Igualdad significa que todos pueden ser diferentes sin temor”. Es decir: sin temor a que un hijo no pueda hacer los estudios universitarios que anhela por falta de recursos, sin temor a no poder seguir un tratamiento médico por no poder pagar los gastos. Sin temor a sufrir discriminaciones ni opresión alguna. Sin temor de tener que rendir vasallaje a nadie. La diversidad por sí misma no tiene porqué traer problemas ni temores.
Milton Friedman, el Premio Novel de Economía 1976, explica: “Una sociedad que pone la igualdad –en el sentido de igualdad de resultados– delante de la libertad, terminará sin igualdad ni libertad; por otra parte una sociedad que pone primero la libertad terminará, como consecuencia, con ambas cosas: mayor libertad y mayor igualdad”.
Arnold Toynbee concluye: “El término democracia es una cortina de humo que esconde el conflicto real entre los ideales de libertad e igualdad. La única y genuina reconciliación entre estos dos ideales en conflicto podría encontrarse mediante el ideal de la fraternidad, pero este logro está más allá del alcance humano mientras los hombres sigan confiando sólo en sus propias fuerzas. La fraternidad humana florece de la paternidad de Dios”.
Paradójicamente un régimen marxista-leninista trae una increíble desigualdad política cuando se afianza en el gobierno, pues el estatus social, el poder económico y de decisión de la clase dirigente son sin duda muy superiores al resto de la población. No aparecen fotos ni información en la prensa sobre los niveles de vida de los líderes ni de sus reuniones y festejos, pero sin duda pasan menos trabajos y viven mucho mejor que el resto de la población.
El Homo Sapiens se ha distanciado de los simios y ha logrado una civilización que hoy consideramos técnicamente maravillosa, pero todavía injusta; en muchos lugares sigue imperando la ley del más fuerte y siguen habiendo, en mayor o menor grado, opresores y oprimidos, explotadores y explotados. Porque una cosa es la inevitable desigualdad natural entre los hombres y otra la desigualdad artificialmente creada para dominar y explotar a los demás.
La búsqueda de una sociedad igualitaria del hombre moderno se ha agotado en el fracaso, porque su objetivo va en contra de la naturaleza humana y se ha perdido la esperanza. Para los creyentes en otra vida esto, teóricamente, no tiene muchos problemas, sólo hay que seguir las normas reveladas por el Creador y esperar el Paraíso; para el no creyente la cosa se complica porque lo único que tiene es la ilusión de que en este mundo, al cabo de miles de años, ocurran las mutaciones genéticas adecuadas para que surja un “homo casi perfecto” que establezca en la tierra algo parecido a un paraíso; si no ocurre antes una catástrofe sideral.
Pero mientras tanto unos y otros tienen que vivir al día, sin buscar perfecciones y soluciones definitivas; porque ni lo sabemos todo, ni somos iguales y perfectos. Hay que poner a trabajar lo que tenemos más a mano: nuestro instinto de conservación y tener presente que en nuestra lucha para vivir mejor y más seguros dentro de nuestras limitaciones éticas e intelectuales hay que, ante todo, procurar que los demás tengan la posibilidad de hacer lo mismo.-