Trabajos especiales

La España del fraude electoral que no queremos recordar: «Se compraban votos como cerdos»

A finales del siglo XIX y principios del XX se pagaban hasta 50 pesetas por papeleta, una cifra astronómica en una práctica mucho más común de la que nos imaginamos, que era fomentada desde el mismo Gobierno

 

Al igual que ya ocurrió en las pasadas elecciones municipales y autonómicas de mayo, la sombra del fraude vuelve a planear sobre las elecciones generales que se celebrarán el próximo domingo 23 de julio. En esta ocasión, como consecuencia del millón de votos por correo que quedan sin repartir a un día de acabar el plazo. En los últimos días, incluso, se ha dejado en el aire la posibilidad de impugnar los resultados.

En los comicios del 28-M, las denuncias fueron mucho más escandalosas: ‘La Policía investiga en Melilla la supuesta compra de 10.000 votos por correo’, titulaba ABC. Las polémica se extendió también a Almería, donde la venta de votos era, al parecer, un secreto a voces. Hubo 17 detenidos entre ambas provincias. En el primero, Mustafá Aberchán, líder de la Coalición por Melilla, fue el principal sospechoso, al que se suman otros representantes políticos y pequeños traficantes encargados de recorrer, puerta a puerta, las barriadas más deprimidas de la localidad para ofrecer dinero a los vecinos a cambio de sus votos.

En España, sin embargo, la práctica ha sido más habitual de lo que nos gustaría. ‘La Fiscalía denuncia al PSOE por la compra de votos en Huévar’, se leía en este diario hace solo cuatro años. En 2011, entrevistamos a un camarero de 38 años en paro que, «harto de que los políticos incumplan sus promesas», había decidido vender su papeleta en las elecciones generales del 20-N. «¡Para lo que hacen con él, el provecho lo saco yo!», aseguraba. Hasta se podían entrar anuncios en internet donde la gente ofrecía su voto a cambio de una modesta cantidad.

En 2006, durante la campaña que le dio la presidencia de Galicia, Alberto Núñez Feijóo ya alimentó esta polémica. Entonces apeló a un «fraude electoral en el voto emigrante». Y así podríamos retroceder casi dos siglos, porque hubo una época en España en la que este mercadeo de conciencias se convirtió en una práctica habitual impulsada por el mismo Gobierno bajo el pretexto de la estabilidad.

Unamuno

Así lo denunciaba Miguel de Unamuno a finales del siglo XIX: «Lo que se haya de decir, de aquí a cien años, no le preocupa lo más mínimo, ni si se dirá algo. Las elecciones lo son todo y a ellas to­do se supedita. Su arte no es otro que el de cazar votos. Si tiene dinero y no le duele gastarlo, los compra». El célebre escritor lo llamaba la «charla palúdica», en referencia a las aguas estancadas y llenas de enfermedades que conformaban el sistema político creado por Cánovas del Castillo en 1876.

La Restauración se prolongó hasta 1923, convirtiéndose en un periodo en el que el poder se conseguía for­malmente por las elecciones, pero en realidad, los resultados de estas no reflejaban nunca la voluntad pública por la compra masiva de votos permitida y fomentada por las propias autoridades, tanto locales como nacionales. El cambio de poder dependía de la voluntad de los caciques, que imponían a sus candidatos con fajos de billetes como el que va al supermercado.

ABC dio buena cuenta casi desde su fundación, como refleja la siguiente noticia de 1905 sobre las denuncias realizadas por Joaquín González de la Peña, poco después de ser nombrado ministro de Justicia: «El ministro se ha dirigido a los fiscales para señalarles algunos de los abusos más graves que suelen cometerse en las contiendas electorales, como la compra de votos […]. Respecto a esta repugnante inmoralidad que de algunos años a esta parte se viene generalizando en no pocas provincias, encarezco a todos los funcionarios del orden judicial y del ministerio fiscal la imperiosa y suprema necesidad de perseguirla con la mayor severidad y energía. Los presidentes y fiscales adoptarán, sin tibieza ni vacilación, las disposiciones que estimen más eficaces para que en la persecución y castigo de este delito se emplee todo el rigor de la ley, tanto los que venden su voto como contra los que lo compran».

La alternancia

Cuando se puso fin a la Primera República española en 1874, se construyó todo un sistema político que buscaba mostrar la apariencia democrática en torno a la figura de Alfonso XII, pero que en realidad se basaba en la alternancia de los dos principales partidos del país: el liberal y el conservador. Como han sugerido la mayoría de los historiadores, todas las técnicas empleadas para asegurar ese turnismo se basaban en lo que se conoce como ‘pucherazo’. Ese fue el acuerdo al que llegaron los líderes de ambas formaciones, Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta, con el pretexto de asegurar la estabilidad del país y no volver a caer en la violencia del periodo anterior.

El control electoral se realizaba a través del ministro de la Gobernación, que se encargaba de formar las listas de los políticos a los que les tocaba salir elegidos, los llamados «encasillados», que transmitía después a los gobiernos locales para que ejercieran la presión social, política y económica necesaria que asegurase los resultados deseados. Para esta misión solía confiar en los caciques, grandes terratenientes locales que usaban se encargaban de ejercer dicha presión a cambio de favores y beneficios de los gobiernos.

Si esto no era suficiente y ponía en peligro el resultado pactado, como era habitual, se recurría directamente a la compra de votos y otras tácticas surrealistas como inscribir temporalmente a gente de otros municipios en el propio o votar en nombre de personas que ya habían fallecido. Así lo denunciaba, por ejemplo, el político y periodista Valentín Almirall en su libro ‘España tal cual es’, publicado en 1886:

Antonio Maura, votando en una elecciones de 1900 ABC

«Nombres imaginarios»

«Las elecciones españolas son una completa farsa […]. Se confeccionan las listas de electores poniendo algunos nombres reales entre una serie de nombres imaginarios y, sobre todo, nombres de difuntos que en el acto de la votación están representados por empleados subalternos vestidos con trajes civiles. El autor de estas líneas ha visto en muchas ocasiones cómo su padre, a pesar de llevar muerto muchos años, acudía a depositar su voto en la persona de un barrendero o un policía vestido con un terno prestado».

Según contaba el historiador Imanol Villa en ‘El Correo’, la práctica más extendida fue poner precio a las papeletas y comprar las conciencias de quienes poco apego tenían por las ideas políticas y, además, necesitaban el dinero para sobrevivir. En 1891, por ejemplo, se produjo una sonada pugna electoral entre José María Martínez de la Rivas y Víctor Chávarri en la localidad vizcaína de Balmaseda, en la que se pagó tanto por los votos que, según se llegó a afirmar, acabaron con las reservas de moneda en los bancos bilbaínos.

Ese mismo año, el precio de las votos llegó a alcanzar las 50 pesetas, el sueldo de tres semanas de un obrero de la construcción. Una cifra desorbitada que reflejaba el enorme interés de algunos candidatos por salir elegidos durante todos aquellos años de farsa democrática. Así lo denunciaba también el político republicano Francisco Gascue Murga en 1904: «Se compran votos como se compran cerdos o carneros, bien al detalle o al por mayor». Y así fue durante mucho tiempo, incluso en las zonas donde no había redes de clientes lo suficientemente fuertes como para permitir estas prácticas caciquiles.

Agresiones

En esos casos era el propio elector quien ponía precio a su voto, es decir, valoraba su importancia en el proceso político. «De esta forma, el interés por ‘servir’ a la comunidad encontraba su correspondiente y muy interesante traducción en dinero», añadía Villa. Esto, sin embargo, no significa que, como informaba ABC, no hubiera comicios en los que se produjeran denuncias, enfrentamientos, insultos y hasta agresiones por parte de aquellos que se oponían a dichas prácticas.

Así ocurrió en Bilbao durante las elecciones a Cortes de 1903, cuando, entre otros muchos incidentes, hubo un grupo de veinte socialistas que sorprendieron a un agente del candidato apoyado por los católicos, tradicionalistas y nacionalistas, el señor Urquijo, en plena faena de compra de votos. Sin perder un minuto, lo cogieron y lo arrastraron hasta una taberna, donde le dieron una paliza brutal, rompiéndole la ropa y dejándole después en la calle casi desnudo. Pero la práctica siguió existiendo hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera y la instauración de su dictadura.

«En el Congreso de los Diputados hubo ayer bastante animación. Se discutieron actas diversas y salieron a relucir sobornos, coacciones y compras de votos. El oro, por lo que se ve, ha corrido a ríos en las últimas elecciones. Siempre es un consuelo convencerse de ese lado práctico del sufragio universal, y en ese sentido, casi tanto como en emprender obras públicas para atenuar la miseria, deben pensar los Gobiernos en menudear las elecciones», advertía este diario, con cierto sarcasmo, en en octubre de 1905.-

ISRAEL VIANA/ABC

Madrid–16/07/2023

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