Lecturas recomendadas

  ¡Y que le aumente la caridad…!

 

Alicia Álamo Bartolomé:

Lo he contado muchas veces y no me cansaré nunca de hacerlo. Aquella anciana, que llevaba en mi vehículo, desde la iglesia parroquial donde habíamos oído misa, hasta la puerta del edificio donde vivía, al bajarse, siempre me decía los mismo: “Que Dios se lo pague, ¡y que le aumente la caridad…!” Es el mejor agradecimiento que he recibido en mi v ida. Muchos me han agradecido deseándome salud, dinero, bienestar, ¿y todo eso qué es ante la caridad?  Nada, bagatelas.

La caridad, junto a la fe y la esperanza, es una virtud teologal. La principal y la única inmortal. Nos acompañará en la eternidad, porque cuando lleguemos allá, la fe y la esperanza habrán cesado. Ya estamos en Dios y anegados para siempre en su amor, que es la caridad.

La caridad ha sido desvirtuada en su esencia de amor de Dios. Muchos creen que caridad es dar limosnas, comida, ropa vieja a los pobres, es decir, ayudar al que no tiene. Si, es una forma de caridad y bienvenida, pero la más pequeña. La caridad grande, la que es amor de Dios, es la que nos hace darnos enteros, en cuerpo y alma, a una tarea, una misión, en bien de los demás. No escatimar tiempo ni fuerzas para entregarnos a una obra de justicia y misericordia. Caridad es la que han vivido los santos.

El mundo es una invitación constante a vivir la caridad. Asomémonos a un mapamundi y señalemos las zonas donde hay hambre, miseria, toda clase de carencias, encima de conflictos bélicos, terrorismo, genocidio, injusticias… Larga lista de calamidades. Hasta en la naturaleza los desmanes se multiplican y el papa Francisco nos hablas, con insistencia machacona, de cuidar “nuestra casa común”, que es el planeta. Es decir, hay una necesidad de cridad a todo lo largo, ancho, profundo y alto de la Tierra.

Vivir la caridad. Empieza por nosotros mismos. No olvidemos que somos una naturaleza de cuerpo y alma. Un equilibrio entre materia y espíritu. No podemos cuidar uno y descuidar el otro. Está muy bien y hay que hacerlo, cuidar el cuerpo con dietas y ejercicios sanos, cultivar algún deporte, exámenes médicos, seguir tratamientos, tomar las medicinas indicadas -sin auto-medicarse-, gozar de descanso y vacaciones, recrearse.

Todo eso está muy bien si no descuidamos el componente principal de la naturaleza humana: el alma. Hay que cultivarla, darle su espacio en la vida cotidiana, para crecer hacia adentro. La vida espiritual es la savia del árbol humano. Éste exhibe su esplendor en ramas, hojas, flores y frutos, porque sus raíces extraen en silencio y oscuridad los jugos de la tierra. En la callada vida interior, plena de oración y meditación, el alma se enriquece de paz y la transmite.

Habrá otros métodos de cultivar el espíritu, exóticos, de otras latitudes. Ni los críticos, ni los discuto. Yo tengo el mío, el que me da mi religión, mi Iglesia, de este lado del mundo. La Santa Iglesia Católica y Apostólica me dota de las herramientas para esa agricultura del espíritu: los sacramentos. Acudir a ellos es la fuente de vida de los católicos. Quien los descuida, se mutila a sí mismo. En el sacramento de la penitencia o confesión, Dios absuelve nuestros pecados, único tribunal de la tierra donde se nos perdona al declararnos culpables. En el sacramento de la comunión, eucaristía, Dios mismo se nos entrega como alimento para nutrir nuestras débiles fuerzas espirituales. ¿Hay algo más grande en el orbe? No lo creo. Ante este misterio, sólo nos queda callar y contemplar su grandeza.

Fortalecidos de alimento espiritual podemos encarar al mundo y sus miserias. Vivir la auténtica caridad. Tender la mano a quien lo necesite. Pero no podemos hacerlo solos. Es una acción de unidad. Habrá que buscar movimientos o instituciones de ayuda internacional a los pueblos más marginados del planeta. Si no los hay, fundarlos, ¡y que Dios nos aumente la caridad…!.-

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