Padre Alberto Reyes Pías, sacerdote cubano:
Confieso que llevo tiempo viviendo de una “esperanza por decreto”. Cuando miro mi realidad cubana con ojos puramente humanos, tengo la impresión de que aquí nunca habrá un cambio. Pareciera como si todo, absolutamente todo, estuviera bajo un control férreo, absoluto e irrompible. Pareciera que la cúpula de poder que gobierna esta isla está tan sólidamente ensamblada, que la libertad y la prosperidad nunca lograrán salir de las mazmorras profundas en las que han sido encadenadas.
Pero decido creer, decido creer que un día sucederá algo parecido a lo que cuenta el libro de Daniel, cuando habla del sueño del rey Nabucodonosor, en el que aparecía un estatua gigantesca y magnífica con la cabeza de oro, el pecho y los brazos de plata, el vientre y las caderas de bronce, las piernas de hierro y los pies de una mezcla de hierro con arcilla. En el sueño, “una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna” y chocó contra los pies, derribando la estatua, que se pulverizó y “el viento se la llevó, sin dejar rastro alguno”.
Decido creer que un día vendrá sobre esta tierra un tiempo donde el amanecer sea una invitación a la vida, a la alegría, al trabajo que satisface, al goce de la familia, al disfrute de la amistad. Decido creer que llegará un día en que no sólo seremos libres sino que nos sentiremos libres, un día en el que nuestros niños crecerán sin la necesidad de heredar los miedos de sus adultos, y nuestros jóvenes serán capaces de amar y defender la justicia y la verdad. Decido creer que llegará un día en el que volvamos a ser ese pueblo mítico por su solidaridad, por su alegría contagiosa, por su afición a abrir al otro tanto la puerta de la casa como la del corazón.
Y mientras creo y espero siento la necesidad de hablar, de gritar desde lo más profundo la miseria y la desesperación de mi pueblo. Mucha gente me ha dicho que no vale la pena, que realmente nunca habrá un cambio, que me arriesgo por gusto, que estoy perdiendo la vida por un pueblo que no se lo merece, que espere tranquilamente “el momento de Dios” sobre esta tierra…
Pero yo siento que tengo razones para no callar, muchas razones, imposibles de resumir, y esas razones se llaman “rostros”.
Un día, hace ya mucho tiempo, estaba sentado en el malecón de La Habana con un amigo, sobre las 11.00 de la noche. A esa hora pasó delante de nosotros una señora mayor, gruesa, cansada, arrastrando los pies, vendiendo a esa hora cucuruchitos de maní. Tal vez la hubiera olvidado si mi amigo no me hubiera dicho, por lo bajo: “¿Te imaginas que fuera mi madre?”
Soy de los que cree que las realidades, si no tienen rostro, son como si no existieran. La miseria, el hambre, la enfermedad, el desamparo, la cárcel… no existen si no se les ha conocido a través de un rostro, y yo no puedo callar porque mis razones tienen muchos rostros, pero de esos rostros hablaré en mi próxima entrega.-