Los negocios de un mantuano: Simón Bolívar // Notas de historia empresarial venezolana
Es muy común oír que “Bolívar nació rico y murió pobre”. Basada en una de las tantas leyendas que se tejen en torno al Libertador, aquella de que murió en Santa Marta en la más absoluta pobreza, tiene como objetivo subrayar su honestidad administrativa frente a la larga tradición de los políticos que comienzan sus carreras pobres, y terminan ricos
A Antonio Herrera-Vaillant
Es muy común oír que “Bolívar nació rico y murió pobre”. Basada en una de las tantas leyendas que se tejen en torno al Libertador, aquella de que murió en Santa Marta en la más absoluta pobreza, tiene como objetivo subrayar su honestidad administrativa frente a la larga tradición de los políticos que comienzan sus carreras pobres, y terminan ricos. Y aunque eso no tiene por qué deberse siempre a manejos deshonestos, en una sociedad en la que la corrupción ha estado muy presente desde los días de la colonia, las abruptas riquezas de muchos funcionarios y políticos generan la sospecha de algo ilícito detrás de sus fortunas.
El problema es que detrás de aquello no sólo está la falta de precisión histórica, sino otras consecuencias prácticas: por ejemplo, la de presentar como una virtud el dilapidar una fortuna (cosa que la historia contemporánea de Venezuela, que de país rico pasó a uno muy pobre, puede demostrar ser muy peligrosa), o la de convencer que en efecto “ser rico es malo” (¿no decidió dejar de serlo nada menos que el mismísimo Bolívar?). Con el ánimo de atajar estos problemas, el historiador Antonio Herrera-Vaillant publicó hace unos años un libro que se convirtió en un best seller: Bolívar, empresario[1]. Basándonos en este texto, en el estudio del también historiador Juan Morales Álvarez sobre el vínculo de mayorazgo Jerez-Aristiguieta[2] y en algunos otros datos, como el trabajo de la historiadora Mercedes M. Álvarez sobre los comerciantes caraqueños en la colonia[3], veamos no sólo cuál fue la fortuna de Bolívar y a qué había llegado para cuando murió, también el perfil de los negocios de los mantuanos, que si bien tenían la base de su riqueza en las tierras y los esclavos (no en vano se les llamó “Grandes Cacaos”), eso no significaba que no invirtieran en otras cosas, como bienes inmuebles que arrendaban o en negocios, como en el caso de Bolívar, que llegó a montar un almacén. Formaban lo que el historiador Nikolaus Böttcher llama para el caso cubano nobles-mercaderes-hacendados[4].
El niño rico
Según la frase que le atribuye Luis Peru de Lacroix en su Diario de Bucaramanga (1828), Bolívar afirmaba entonces que «si no hubiera enviudado, quizás mi vida hubiera sido otra; no sería el General Bolívar ni el Libertador, aunque convengo en que mi genio no era para ser alcalde de San Mateo». Como siempre con Peru de Lacroix, a esta frase hay que verla con cuidado, ya que al cabo se trata de lo que recordó oír el oficial francés y, después, de la traducción de lo que escribió y finalmente del “acrisolamiento” del texto por severos exégetas bolivarianos, como Monseñor Nicolás Eugenio Navarro[5]. Por ejemplo, para Bolívar debía estar perfectamente claro que él no habría podido ser alcalde de un pueblo de indios como San Mateo, aunque tal vez simplificó las cosas para que lo entendiera un interlocutor europeo, ya que alcalde es mucho más fácil de entender que Teniente de Justicia Mayor, cargo que efectivamente su padre había tenido en San Mateo.
Sin embargo, lo dicho se compadece con lo que pasó: antes de la muerte de María Teresa del Toro, fue un típico noble-mercader-hacendado, con sus tierras en San Mateo y el Tuy y sus negocios en Caracas. Comoquiera que sus actuaciones anteriores han generado una superabundante bibliografía sobre su vida, es relativamente sencillo hacernos una idea de cómo podían ser los negocios de un mantuano. Antes que nada, la base de su riqueza era la tierra. En el caso de Bolívar, además de lo que pudo tocarle por herencia, recibió un Vínculo de Mayorazgo que le legó el Padre Juan Félix Jerez y Aristiguieta (1732-1785), primo suyo. Un vínculo de mayorazgo se establecía entre una persona que le otorgaba una propiedad a otra declarándola legalmente con derecho a su mayorazgo, es decir, el derecho a heredar que tiene un hijo mayor. Era algo que normalmente hacían personas sin hijos, como en este caso este sacerdote que decidió establecerlo con su primo, entonces un niño de tres años. El beneficiario puede gozar de su renta, pero no lo podía enajenar. Por este vínculo, el niño Simón Bolívar obtuvo tres haciendas con un total de 90.000 plantas de cacao en Yare (población de la que sí llegó a ser algo parecido a un alcalde: siguiendo los pasos de su padre, fue su Teniente de Justicia Mayor en 1809, único cargo público que desempeñó antes de la Independencia); al menos sesenta y cinco esclavos (es el número de los que tenía una de las haciendas del Vínculo, “La Concepción”) y una casona en la Esquina de Gradillas en Caracas, hasta hoy conocida como “Casa del Vínculo”, donde vivió prácticamente todo el tiempo que estuvo en la ciudad. Actualmente la casa es un museo.
Todo aquello era una verdadera fortuna y el niño Simón Bolívar era tal vez uno de los niños más ricos de América, sino del mundo. Su situación de huérfano de padre, madre y muy pronto de abuelo, su rebeldía para con el tío que terminó cuidándolo, y con quien se llevó muy mal, su refugio en las nanas y en su maestro Simón Rodríguez, terminan de configurar la leyenda: punto por punto, parece calzar en el arquetipo del “pobre niño rico”. Porque el vínculo no fue, ni remotamente, su única propiedad. Bolívar compartía derechos con sus hermanos de la Hacienda de San Mateo, de las minas de Cobre de Aroa y las vecinas haciendas de Chirgua y Suata, y varias casas, como la llamada Cuadra Bolívar. Paralelamente, como casi todos los mantuanos, también incursionó en otros negocios que normalmente se consideraban “indignos” de la nobleza (pero que casi todos hacían de forma disimulada, o por medio de terceros, a veces incluso sus esclavos). Por ejemplo, en 1802 registró ante el Real Consulado un almacén que había establecido en Caracas. El negocio pareció acabarse con la muerte de su esposa, que lo hizo regresarse a Europa (de modo que más que alcalde de San Mateo, su viudez lo apartó de ser un comerciante de Caracas). Después de 1803 no vuelve a saberse de este negocio, de modo que es probable que lo haya cerrado cuando marchó a Europa después de haber enviudado.
Las minas de Aroa
A partir de 1810, y por más de una década, Bolívar no volvió a ocuparse de forma sistemática de sus negocios, haciendo de la política el eje de su vida. Pero eso no significa que su hermana María Antonia Bolívar tuviera el mismo desinterés. Ella, de hecho, se encargó de reorganizar y rescatar las haciendas y otros bienes afectados por la guerra, las confiscaciones, la pérdida de los esclavos (muchos, como hemos visto, liberados por su propio hermano)[6]. Fiel a sus principios abolicionistas, en 1821, después de Carabobo, Bolívar dio libertad a sus esclavos personales. También fue un momento para reencontrarse con las cosas familiares y eso incluía sus propiedades.
Al igual que el Padre Aristiguieta, no tuvo hijos ni parecía tener ninguna idea de tenerlos en el futuro, por lo que decidió repartir sus haciendas entre los sobrinos. A los hijos de su fallecido hermano Juan Vicente, les dejó las haciendas de Chirgua y Suata, y la casona de campo en Caracas conocida como “La Cuadra”, tal vez porque allí tenían a sus caballos. Esta casona es hoy también un museo. No fue una decisión carente de polémica, porque los hijos de Juan Vicente habían sido tenidos en una relación estable, pero no bendecida por el matrimonio (es probable que su pareja, Josefa María Tinoco, no cumpliera con los requisitos exigidos por el orden colonial para el matrimonio de un mantuano), pero Bolívar, en otra prueba de su espíritu republicano, no sólo los protegió como si fueran sus propios hijos, sino que se ocupó de su bienestar. Además de las propiedades, envió al varón, Fernando Bolívar, a estudiar a Estados Unidos; y le buscó un buen esposo a la hembra, Felicia Bolívar: su edecán, José Laurencio Silva. Felicia no pareció estar convencida del candidato, tal vez porque no era blanco, pero Bolívar actuó como un padre responsable de la época: simplemente la obligó a casarse. Del hijo mayor, Juan Evangelista Bolívar, sólo sabemos que era “enfermo” y que vivió siempre con la mamá.
Al hijo de María Antonia, Anacleto Clemente Bolívar, le legó las haciendas del vínculo en Yare. Con la supresión de los vínculos de mayorazgo decretada por la República, esas haciendas habían pasado a ser de su completa propiedad. San Mateo, que compartía con su hermana, fue arrendada por un monto que desconocemos, pero sabemos que en 1825 giró la suma de cuatro mil trecientos pesos sobre una cuenta de cinco mil que había recibido por este concepto. Finalmente, estaban las minas de Aroa, que en 1827 negocia con los otros herederos y pasaron a ser su propiedad en solitario. Nunca habían producido demasiado (de la heredad, lo más atractivo eran las plantaciones de cacao de las haciendas cercanas), y sabemos que ya a finales del siglo XVIII eran un dolor de cabeza, incluso con parte de sus terrenos invadidos por otra personas. Pero Bolívar mandó a hacer un estudio y concluyó que con la tecnología e inversión correctas podrían ser productivas. Incluso, que podrían valer cuatrocientos o quinientos mil pesos. Así logró arrendarlas a la compañía inglesa Bolívar Mining Association por diez mil pesos al año, que al año siguiente habría de subir a doce mil. En manos de diversas compañías inglesas y norteamericanas produjeron hasta 1956, cuando las compró el Instituto Venezolano de Petroquímica (hoy Pequiven), y básicamente dejaron de producir. En 1974 fueron declaradas parque nacional.
De modo que si al morir en Santa Marta Bolívar era menos rico que en 1810, no era el “pobre” de la leyenda. En parte, como a todos, la guerra lo había descapitalizado, y en parte por sus donaciones a sus sobrinos o la libertad a sus esclavos, su patrimonio se había reducido mucho. Pero aún tenía unas minas que valían cuatrocientos mil pesos y daban una renta de doce mil anual, y le quedaban algunas otras propiedades menores, como las haciendas de San Vicente (en Macaira, que estaba ocupada por terceros, que al parecer no pagaban el arriendo) y la de Caicara en los llanos; así como varios inmuebles. No, no murió pobre ni nunca dio muestra de que considerara una virtud la pérdida de una fortuna, o de que ser rico sea malo.
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[1] Caracas, Editorial Planeta, 2008.
[2] Juan Morales Álvarez,
[3] Mercedes M. Álvarez, Comercio y comerciantes, y sus proyecciones en la independencia venezolana, Caracas, Tipografía Vargas, 1963.
[4] Nikolaus Böttcher, “Comerciantes británicos y el comercio interior de Cuba, 1762-1808”, en: Böttcher, Nikolaus; Hausberger, Bernd; Ibarra, Antonio (eds.), Redes imperiales y negocios globales en el mundo ibérico, siglos XVI-XVIII, Iberoamericana/México: El Colegio de México, Madrid/ Frankfurt am Main, 2011, P. 213
[5] Nicolás Eugenio Navarro publicó en 1949 una edición “acriosalda” del diario, en la que modificó o suprimió varias cosas del original, sobre todo que consideró contrarias a la moral cristiana de la época.
[6] La lucha de esta abnegada mujer por rehacer la fortuna familiar puede seguirse en la estupenda biografía que escribió Inés Quintero: La criolla principal. María Antonia Bolívar, hermana del Libertador, Caracas, Fundación Bigott, 2005 (hay varias ediciones posteriores, venezolanas y del extranjero)
NOTA PUBLICADA EN PRODAVINCI