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Misma receta, distintos vendedores de crecepelo

¿Qué hace que, cuando resulta que en el mundo hay más personas con estudios que nunca antes en la historia, en muchos casos incluso con estudios superiores, tanta gente esté dispuesta a creer trolas intragables?

Carmen Posadas:

Ahora que ser constructores de relatos se ha convertido en una de las actividades políticas y sociales más importantes (y rentables) de nuestro tiempo, resulta fascinante intentar comprender cómo y por qué consiguen vendernos tantas motos. ¿Qué hace que, cuando resulta que en el mundo hay más personas con estudios que nunca antes en la historia, en muchos casos incluso con estudios superiores, tanta gente esté dispuesta a creer trolas intragables?

Y no hablo ahora del creciente número de terraplanistas. Tampoco de personas, muchas de ellas famosas y/o  ilustradas, que piensan que George Soros y Bill Gates quieren instalarnos un chip en la cabeza para controlarnos como ganado. Menos aun de los que juran que en Hollywood hay unos perversos individuos que beben sangre de niños para mantenerse eternamente jóvenes y otros delirios por el estilo. Hablo de cómo todos nosotros nos hemos vuelto más crédulos, sobre todo en dos vertientes.

Naomi Klein añade que los conspiranoicos se equivocan en sus apreciaciones, pero aciertan en sus sentimientos

Por un lado, preferimos ‘comprar’ la explicación más alambicada de lo que ocurre a nuestro alrededor. Creer, por ejemplo, que un hecho indeseado (un acontecimiento político inesperado, una pandemia, un gran atentado terrorista, etcétera) no se debe a lo que dicen los expertos, tampoco a lo que dicta el más elemental sentido común, sino que está orquestado por unos individuos riquísimos y malísimos que mueven los hilos y nos manejan como a títeres.

Por otro lado, también nos hemos vuelto más crédulos ante los vendedores de humo. Obviamente, siempre en la historia ha habido gente dispuesta a dejarse seducir por charlatanes de feria y vendedores de crecepelo. Pero, a diferencia de otros tiempos, en los que se podía atribuir la ingenuidad a la ignorancia, ahora son personas con dos carreras y un máster las que están dispuestas a creer, por ejemplo, que beber lejía protege contra los virus o que –y he aquí uno de mis dislates favoritos– exponer su ano al sol treinta minutos al día alarga la vida. ¿Es o no sensacional? Desde luego hay que ser un virtuoso para vender semejante trola.

Los estudiosos de las noticias falsas tienen varias teorías de por qué nos hemos convertido en trasegadores de bolas y bulos. Unos dicen que la sobredosis de información que propician las redes sociales crea una enorme confusión a la hora de discernir qué es verdad y qué es mentira. Otros sostienen que  la epidemia de ‘credulitis’ se debe a que la gente busca soluciones fáciles a las injusticias que ve a su alrededor. «Los conspiranoicos –dice Naomi Klein, autora de  Doppelganger– tienen una fantasía de justicia. Piensan que, si todo lo malo que se produce en el mundo es por culpa de unas élites perversas, estas pueden algún día ser detenidas o contrarrestadas». Klein añade que los conspiranoicos se equivocan en sus apreciaciones, pero aciertan en sus sentimientos: el mundo, en efecto, es injusto y brutal, y focalizar la culpa en alguien es más fácil de gestionar psicológicamente que vivir en la perplejidad y la frustración.

Que la gente crea o no en sandeces no tendría excesiva importancia si su credulidad no la convirtiera en carne de cañón para políticos desaprensivos. Los dictadores, tanto de derechas como de izquierdas del pasado siglo XX, no necesitaban que el pueblo creyera en sus embustes porque ellos se valían de la fuerza, cuando no del terror o de la muerte, para someter al pueblo a sus arbitrariedades. Un ciudadano alemán del tiempo de Hitler o un soviético de la de Stalin sabían perfectamente que sus dirigentes mentían. No podían confesárselo ni a sus seres más queridos, pero conocían la verdad.

Ahora, el método de vender bolas políticas y hacer que los ciudadanos comulguen con ruedas de molino cada vez más enormes es más sutil y a la vez más perverso. Los seguidores de Trump (por no hablar de ejemplos patrios más cercanos) están convencidos de que todo lo que él dice es más verdad que el Evangelio. ¿Cómo se produce este fenómeno? No sé qué dirán los expertos en noticias falsas, pero para mí la explicación es bastante simple. Consiste en la viejísima y utilísima estrategia del ‘divide y vencerás’, unida al no menos vetusto método de buscar un enemigo exógeno. En el caso de Trump, quien no cree en sus trolas es un enemigo de la nación; entre nosotros, el coco y el antagonista a evitar por todos los medios es el supuesto fascismo que nos acecha. Misma receta, distintos vendedores de crecepelo.-

 XLSemanal

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