«La dignidad inviolable del ser humano»: El análisis de Vincenzo Paglia sobre ‘Dignitas infinita’
Reflexión del presidente de la Pontificia Academia para la Vida
Vincenzo Paglia, arzobispo presidente de la Pontificia Academia para la Vida, reflexiona en este artículo que ha enviado a Religión Digital sobre la reciente declaración ‘Dignitas infinita’, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe
Es más oportuno que nunca llamar la atención y solicitar la reflexión sobre el tema de la dignidad humana, no sólo en el contexto de la sensibilidad eclesial, sino también en el de las transformaciones culturales en las que vivimos. En el debate público, es ciertamente una categoría que se ha convertido en instrumental para evocar la calidad de la vida humana individual que nunca puede ser violada. El problema es que en la discusión en torno a las circunstancias – acciones, declaraciones, normas – que pretenden encontrar justificación en la protección de la dignidad humana, se encuentran posiciones muy diferentes, e incluso opuestas. En el debate que tiene lugar en Italia, por ejemplo, en nombre de la dignidad del moribundo, se apoya la legalización de la eutanasia. Sin embargo, quienes se oponen a esta práctica también apelan a la dignidad de la persona.
La breve presentación de un marco de referencia que aclare los términos de la pertinencia de esta categoría de «dignidad humana» con la herencia de la fe bíblico-cristiana no es un simple acto de clarificación de la orientación católica. El riesgo de no reaccionar adecuadamente ante la construcción de una sociedad in-digna es real. El énfasis en la dignidad del individuo resta paradójicamente valor a la dignidad de la comunidad, del vínculo social.
Más radicalmente, Dignitas infinita pone sobre la mesa una solicitud para esclarecer lo mejor posible el valor de esta categoría y las ambivalencias que socavan su posible instrumentalización o el uso puramente retórico de la apelación a la dignidad de la vida y de la persona -de la libertad y de la responsabilidad, del derecho y de la justicia- que contiene. La intención declarada del texto no es agotar el inventario de problemas en los que se pone a prueba (o se degrada definitivamente) la dignidad humana. La ejemplificación de los lugares de tensión, que, por cierto, son valorados y apreciados de manera diferente en la cultura-entorno, pretende animar -ante todo a los creyentes, pero no sólo a ellos- a prestar la debida atención a la cuestión crucial de la dignidad humana hoy. Y, por tanto, a ser más generosos y menos superficiales a la hora de profundizar y ampliar sus implicaciones éticas y sociales(Presentación): una tarea prevista también en el itinerario sinodal, que ha puesto en marcha diez grupos de estudio sobre las cuestiones que han ido surgiendo, entre las que se encuentran también las aquí tratadas.
El texto, en definitiva, pretende servir de esquema ilustrativo de un programa de trabajo -teológico y cultural- para el necesario desentrañamiento del problema en sus diversos aspectos. Espera, por tanto, ser valorizado como recordatorio de un horizonte cultural y social que interpela directa y seriamente a la fe y a la conciencia. No como un simple repertorio de formulaciones teóricamente exhaustivas y puramente autoexplicativas.
Estructura y contenido de la Declaración
El texto se abre con un capítulo que traza una breve -pero útil- historia de la idea de dignidad, a partir de la «cultura clásica grecorromana» (10, nota 17), tras recordar la famosa fórmula de Boecio sobre el ser persona (9). Aparece aquí inmediatamente una primera pista de gran importancia, que se ofrece al trabajo teológico, en diálogo sobre todo con la filosofía, para reflexionar sobre esta definición, con el fin de elaborar una teoría más completa de lo humano y profundizar en sus ideas y conceptos de manera rigurosa.
Lo que la Declaración subraya, en el primer capítulo, es el significado fundamental del concepto de dignidad. Los números 11-12 trazan algunas líneas de interpretación bíblica, vinculando la dignidad de todo ser humano a la creación según la imagen (y semejanza) de Dios (Gn 1,26) y a la encarnación por la que Jesús asumió radicalmente la condición humana, hasta el punto de identificarse con los últimos (Mt 25,40): una aportación original al reconocimiento de la dignidad de aquellos para quienes es menos evidente.
Se trata de una indicación de gran importancia, que en su formulación sintética y sugestiva aparece como un llamamiento a la teología bíblica: en efecto, es su tarea profundizar y circunstanciar la reflexión sobre los textos, los contextos y los diferentes loci, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Esta es precisamente la línea según la cual la misma Pontificia Comisión Bíblica -dependiente del Dicasterio- ha ofrecido un paradigma significativo en el documento ¿Qué es el hombre?, que es hoy un texto indispensable para cualquier discurso que pretenda recurrir a los recursos de la Escritura de manera plausible desde el punto de vista hermenéutico, evitando reducirse a un uso anecdótico.
Lo mismo puede decirse de los «desarrollos del pensamiento cristiano» (n. 13). La dignidad se vincula a la singularidad de cada persona (n. 14), afirmando que debe reconocerse a priori e independientemente de toda circunstancia, sus dones o cualidades y la capacidad de expresarlos. Es interesante que la Declaración apele a la Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II y subraye explícitamente una idea de crecimiento en la propia comprensión del magisterio del «significado de dicha dignidad» (n. 16).
El segundo capítulo afirma con rotundidad que la «Iglesia proclama, promueve y garantiza la dignidad humana». En particular, la Declaración afirma que Cristo «cambió la faz del mundo» (n. 19), haciendo explícita la dignidad de quienes se consideraban desprovistos de ella. También aquí podríamos decir que se trata de un mensaje dirigido a la teología para que profundice en la triple argumentación de la idea de dignidad, articulando el plano creatural, la realización evangélica y el destino escatológico. Subrayando cómo la manifestación de este «don irrevocable» (n. 22) depende de la «decisión libre y responsable»(ibid.), la Declaración enuncia la hermosa pareja de llamada y respuesta (n. 22).
El tercer capítulo aborda el concepto ético fundamental de dignidad, considerándolo el «fundamento de los derechos y deberes humanos». También a este nivel, es importante subrayar que es tarea de la reflexión teológica articular (mejor) el vínculo, pero también la diferencia, entre la ética -con sus «principios»- y el derecho, a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, citada varias veces.
Por su parte, la Declaración del Vaticano insiste mucho en el vínculo entre ética y derecho. Aunque sin dedicarle un tratamiento orgánico, como habían hecho otros documentos similares, afirma que «la defensa de la dignidad del ser humano se basa […] en las exigencias constitutivas de la naturaleza humana, que no dependen ni del arbitrio individual ni del reconocimiento social» (nº 25) y que la dignidad establece la «diferencia entre el ser humano y el resto de los demás seres vivos» (nº 28). Esta diferencia, sin embargo, no aísla a la humanidad de una estrecha interdependencia con las demás criaturas y con la casa común, que es el mundo: se requieren, por tanto, opciones responsables y no arbitrarias, que vayan más allá del tan extendido criterio de la propia ventaja (aparente e inmediata). En este capítulo, la Declaración afirma con decisión la estructura relacional de la persona humana (nº 26-29) y su vínculo con Dios, que libera nuestra libertad (nº 29), de modo que promueve a su vez «la libertad y la dignidad humanas» (nº 31). En este sentido, la Declaración sigue las huellas de los Hermanos Todos, como dice programáticamente (n. 6).
La Declaración se sitúa «en el espíritu propio del Magisterio de la Iglesia, que ha encontrado plena expresión en la enseñanza de los últimos Pontífices», subrayando así con fuerza la continuidad del Magisterio, de Pablo VI a Juan Pablo II, de Benedicto XVI a Francisco
En este marco debe leerse el capítulo cuarto, introducido en gran parte a «petición explícita del Santo Padre», como dice el cardenal Víctor Fernández en la Presentación. El texto se centra en las «sombras y peligros de involución» (n. 32) de la dignidad humana y sus violaciones (n. 33). Para ello, la Declaración se sitúa «en el espíritu propio del Magisterio de la Iglesia, que ha encontrado plena expresión en la enseñanza de los últimos Pontífices» (n. 33), subrayando así con fuerza la continuidad del Magisterio, de Pablo VI a Juan Pablo II, de Benedicto XVI a Francisco. Luego sigue una larga -triste- lista de trece situaciones, que abarcan todo el arco de la dignidadviolada:
El drama de la pobreza, efecto de la desigual distribución de los recursos en el mundo; la guerra que, «aun reafirmando el derecho inalienable a la legítima defensa» para sí y para los demás, sigue siendo siempre una tragedia y «una derrota de la humanidad»; el afán de los emigrantes que son las «primeras víctimas de las múltiples formas de pobreza»; el tráfico de personas que hoy «adquiere dimensiones trágicas» en sus más variadas formas, desde el comercio de órganos al terrorismo internacional; los abusos sexuales que dejan «profundas cicatrices» en quienes los sufren; la violencia contra las mujeres, en todas sus formas, es un verdadero «escándalo mundial», desde la violencia sexual hasta el feminicidio; el aborto que atenta contra la intrínseca «dignidad de todo ser humano» y el «valor intangible de la vida humana»; porque todo ser humano «es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades»; la maternidad subrogada en la que «el niño, inmensamente digno, se convierte en un mero objeto» y la mujer «en un mero medio al servicio del beneficio»; la eutanasia y el suicidio asistido -que utiliza «un concepto erróneo de la dignidad humana para volverla contra la vida misma»-; la vulnerabilidad de las personas con capacidades diferentes expuestas a convertirse en un ejemplo típico de la «cultura del descarte la teoría de género, siempre nombrada en singular y a veces denominada ideología, ya que, con sus «decididas criticidades», es «la más peligrosa porque borra las diferencias en su pretensión de igualar a todos»; el cambio de sexo, que «por regla general» va en contra de «la dignidad del cuerpo», porque ésta se incluye en la dignidad de las personas; la violencia digital, que llega a «lesionar la dignidad de la persona humana» mediante la explotación, y la exclusión.
En el momento crítico que atravesamos, no cabe duda de que el tema de la guerra (madre de todas las pobrezas) y el de las migraciones pasan a primer plano, precisamente como una cuestión de «bioética global». El Papa Francisco lleva tiempo instando a no considerar este perfil de bioética social como una dimensión secundaria, más relacionada con la organización política que con una antropología de fondo. En este sentido, no existen principios éticamente innegociables o discutibles políticamente. Las dimensiones éticas de las relaciones sociales son tan fundamentales como las cuestiones de moral sexual. Hay que defender la vida en redondo sin excepción.
Entre los nuevos comportamientos sociales, de una importancia bioética y social sin precedentes, que sitúan la cuestión de la «dignidad» en primer plano -incluso con más fuerza que la de la «salud», a la que apelamos retóricamente- aparece en primer lugar el de la maternidad subrogada. En segundo lugar -actualmente, además, en una fase de transición bastante dramática, debido a la congelación tardía, aunque significativa, de los procedimientos- tenemos la cuestión de la disforia de género. Se trata de un tema delicado y crucial, que exige estudios en profundidad que aún no están disponibles desde la cultura antropológica, pero también desde la antropología teológica (no sólo la moral sexual, que no tiene cabida aquí). Baste pensar en lo que está ocurriendo con la triptorelina, cuyos efectos han sido cuestionados recientemente por la propia Organización Mundial de la Salud.
La interpretación en el contexto del Magisterio del Papa Francisco
Para comprender el sentido de este texto, conviene recordar que hay que situarlo en el contexto del mandato que el Papa ha dado al cardenal Fernández, como se desprende de las palabras con las que le confirió el cargo de Prefecto del Dicasterio para la Fe.
Esta Declaración ha sido redactada durante un largo período de tiempo, sufriendo numerosos ajustes y actualizaciones a lo largo del camino. Se empezó a trabajar en ella en 2019, cuando el predecesor del cardenal Fernández era Prefecto de la Congregación, y él tomó el testigo durante el siguiente tramo hasta su publicación. El hecho de que la redacción del documento haya tenido lugar en un periodo de transición de los responsables de la cúpula del Dicasterio, puede explicar que el lenguaje sea más bien el utilizado dentro de la reflexión eclesial, como se desprende también de las citas de las notas, tomadas íntegramente de fuentes del propio Magisterio.
Por tanto, la Declaración debe interpretarse en la perspectiva de todo el Magisterio de Francisco, como señala el cardenal Fernández en la presentación. Y él mismo, en un discurso a La Civiltà Cattolica, exhortó a la sabiduría pastoral: «Debe haber una proporción adecuada sobre todo en la frecuencia con la que se insertan ciertos temas o acentos en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo del año litúrgico habla diez veces de moral sexual y sólo dos o tres veces de amor fraterno o de justicia, hay una desproporción».
También hay que tener en cuenta lo que afirma la encíclica Evangelii gaudium sobre la necesidad de no aferrarse a afirmaciones que ya no son capaces de expresar correctamente la verdad del Dios que se revela en el Evangelio en Jesucristo. Del mismo modo, dirigiéndose a los teólogos, Francisco afirmó que, dada la diversidad de formas de ser cristiano a lo largo del tiempo y en contextos geográficos y culturales, la teología tiene la tarea de discernir y reflexionar cuidadosamente sobre el significado de ser cristiano en cada situación particular, dando razón de la forma de nuestra fe.
Es también en esta perspectiva que en la parte anterior de esta presentación señalábamos algunas indicaciones que parecen dirigidas a la reflexión teológica, como si fueran tareas encomendadas a ella. Las palabras del Papa, citando a M. de Certeau, un autor muy querido por él, según las cuales a las preguntas sobre la fe hay que responder teniendo en cuenta los términos en los que se formulan, pues son aquellos en los que los hombres y mujeres de una determinada sociedad viven e interpretan el mundo.
La Declaración debe interpretarse teniendo en cuenta la diferente autoridad de las intervenciones magisteriales. Por tanto, cada texto magisterial debe leerse en relación con su «nota teológica», que en este caso lo subordina a otros documentos de autoría del propio Papa
Además, la Declaración debe interpretarse teniendo en cuenta la diferente autoridad de las intervenciones magisteriales. Por tanto, cada texto magisterial debe leerse en relación con su «nota teológica», que en este caso lo subordina a otros documentos de autoría del propio Papa, y por tanto en relación con las consideraciones que estos documentos hacen. Pero también algunos discursos del Papa pueden venir en nuestra ayuda. Podemos recordar, por ejemplo, el modo y el tono con que Francisco habla de la bioética en la Iglesia y de su aportación al debate público: «Es conocida por todos la sensibilidad de la Iglesia ante las cuestiones éticas, pero quizás no para todos es igualmente claro que la Iglesia no reclama ningún espacio privilegiado en este campo, al contrario, se da por satisfecha cuando la conciencia civil, en los diversos niveles, es capaz de reflexionar, discernir y operar sobre la base de una racionalidad libre y abierta y de los valores constitutivos de la persona y de la sociedad. De hecho, es precisamente esta madurez civil responsable el signo de que la siembra del Evangelio -éste revelado y confiado a la Iglesia- ha dado sus frutos, logrando promover la búsqueda de lo verdadero, lo bueno y lo bello en las complejas cuestiones humanas y éticas».
Del mismo modo, podemos mencionar la conferencia organizada por la Asociación Médica Mundial y la Academia Pontificia para la Vida sobre el suicidio asistido, en la que el Papa hizo un llamamiento a la necesaria mediación que se requiere en las sociedades democráticas para llegar a posiciones jurídicas compartidas con el fin de promover el bien común. Esto significa, por una parte, reconocer las legítimas diferencias y, por otra, tutelar las experiencias antropológicas que garantizan la convivencia social, basada en el mutuo reconocimiento como iguales de todos los que forman parte de ella.
También es necesario recordar un criterio interpretativo fundamental para entender el magisterio eclesiástico, incluida la Declaración que aquí presentamos. En efecto, una cosa es lo que una Declaración enuncia -el contenido de sus afirmaciones- y otra muy distinta la forma de su argumentación y, por tanto, la profundización teórica y sistemática de lo referido. Evidentemente, ambos puntos de vista no pueden separarse. Sin embargo, lo que compete específicamente al magisterio de la Iglesia no es en realidad la segunda perspectiva, relativa al modo y a la forma de la argumentación: se trata, más bien, del munus de la teología y de su servicio específico, que es la inteligencia de la fe. La diferencia entre las dos perspectivas no puede llevar en modo alguno a la separación, sino que, por el contrario, exige un fecundo compartir entre magisterio y teología, cada uno según su propia especificidad, y ambos al servicio de la única Iglesia, que es el pueblo santo de Dios, en el que cada bautizado, con su sensus fidei, colabora en la edificación de todo el cuerpo.
En esta perspectiva, a modo de ejemplo, conviene recordar que será tarea específica de la teología mostrar cómo la relación entre razón y Revelación puede pensarse de otro modo, más allá de interpretaciones reductivas, evitando, por ejemplo, el duplex ordo, que plantea una relación de oposición entre naturaleza y razón, por una parte, y fe y Revelación, por otra, pensando en el segundo binomio como confirmación e integración de lo que ya es conocible gracias al primero. La cuestión de la relación entre razón y fe vuelve varias veces en la Declaración (nn. 1, 6, 16, 22).
La distinción de los cuatro niveles de dignidad, mencionada en el primer capítulo, debe leerse también con el trasfondo del último criterio enunciado: de la dignidad ontológica -considerada la más importante por ser fundante (n. 7)- a la dignidad moral, que concierne «al ejercicio de la libertad por parte de la criatura humana» (n. 7); de la dignidad social, que se refiere a las condiciones «en que vive la persona» (n. 8), a la dignidad existencial, que se refiere a las situaciones concretas que pueden afectar a la percepción que la persona tiene de sí misma. Partiendo de la dignidad ontológica, la clara intención de la Declaración es «fundamentar» la dignidad de la persona humana, afirmando que «representa un dato original que hay que reconocer con lealtad y acoger con gratitud» (n. 6). Más allá de estas distinciones, la articulación de las diferentes formas de la única dignidad habla de su complejidad y de su significado siempre histórico y dramático, y es tarea de la teología en su conjunto dar cuenta de ella sistemáticamente.
En conclusión, la Declaración nos muestra que el compromiso con la dignidad de la persona humana es el «camino elevado» (n. 63) que hay que recorrer. Recordar la dignidad infinita del ser humano es, de hecho, un acto de esperanza para todos. Este compromiso es alentado por la Iglesia, cuya esperanza, más allá de los dramas, las luchas, las sombras, las dificultades, «brota de Cristo resucitado» (nº 66).-
| Vincenzo Paglia Arzobispo Presidente de la Pontificia Academia para la Vida/RD