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¿Se puede sembrar esperanza?

 Alfredo Infante, S.J.*:

Hace una semana recibí una invitación, de la productora del programa de César Miguel Rondón, con la pregunta: ¿Se puede sembrar esperanza? Lamentablemente, no pude asistir pues a la hora del programa estaba de viaje. Sin embargo, la pregunta me ha quedado resonando y la he orado mucho.

 

La frase contiene dos palabras claves de gran fuerza simbólica: sembrar y esperanza.

 

Sembrar es siempre una apuesta y una inversión. Un acto fehaciente, es decir, un hacer con fe. El campesino cuando siembra, previamente prepara la tierra, crea las condiciones para que ocurra el milagro y la semilla germine. La semilla, abrazada por la tierra, muere a sí misma para transformarse, germinar y crecer; después requiere de los cuidados ante la amenaza de las plagas, cuyo propósito es vivir, para sí, haciendo daño. En su crecimiento, muchas veces es necesaria la dolorosa poda, para que la planta se renueve y dé frutos.

 

Pero el secreto de la semilla está en su fuerza interior, en su virtud para transformarse y dar lo mejor de sí. Sin esta disposición básica, todos los demás elementos son ineficaces. La semilla, en tierra, crece en dos direcciones: hacia abajo, extendiendo sus raíces para afianzarse, buscar fuente de agua y alimentarse de la tierra, y hacia arriba, buscando el sol, el oxígeno y haciendo visible su presencia hasta entregar y compartir sus frutos.

 

Si los frutos son buenos y abundantes, la apuesta ha sido una inversión; si los frutos no son de calidad, la apuesta ha sido un gasto y habrá que aprender de la experiencia para seguir apostando por nuevas semillas hasta cosechar los frutos.

 

En cuanto a la esperanza, nos recuerda San Pablo que «esperanza de lo que se ve ya no es esperanza». La esperanza es una fuerza interior que excita la imaginación, requiere de constancia, perseverancia, paciencia, para hacer posible aquello que, contra todo pronóstico y, muchas veces, contra toda evidencia, se cree y espera. No es obstinación ni terquedad, la esperanza se conecta más con la intuición, con un sexto sentido, con un ver el paisaje, a través de la hendija, desde un cuarto oscuro. La esperanza nos inquieta desde dentro, afina nuestra mirada, nos lleva a encontrar caminos donde pareciera que todo está cerrado.

 

Para los cristianos, la esperanza es una «virtud teologal»; esto quiere decir que, en cuanto virtud, es propia de la condición humana y, en cuanto teologal, es fuerza de Dios que, desde dentro, informa y configura nuestra condición humana, es decir, nos impulsa desde el interior y nos pone a ver más allá, captando en los signos externos las posibilidades de superación de la situación.

 

A diferencia del optimismo, que es una actitud positiva limitada a la sicología de la persona, la esperanza es una fuerza interior humana que viene de Dios y abre la percepción para ver y activar las posibilidades de transformación en medio de una situación aparentemente cerrada, apalancándose en signos. Por eso, quien vive en la esperanza no se resigna al «esto es así», al «no hay nada que hacer», al «apaga la luz y vámonos»; por el contrario, se mantiene en una constante búsqueda hasta encontrar caminos de superación que conduzcan de realidades menos humanas a realidades más humanas, ruta siempre abierta e inacabada.

 

El hombre y la mujer de esperanza tienen la convicción de que toda situación, por muy oscura y adversa que se presente, no es cerrada ni absoluta y disciernen para descubrir en las entrañas de la misma situación las hendijas por donde se ve el paisaje. El hombre y la mujer de esperanza no se resignan ante la realidad difícil; tampoco buscan los atajos, ni se desesperan o caen en el inmediatismo; son pacientes, perseverantes, buscando abrir posibilidades de transformación muchas veces inéditas. Tienen, como dice el teólogo Gustavo Gutiérrez, «paciencia histórica».

 

El hombre y la mujer de esperanza saben que el adversario e, incluso, el enemigo, por muy invencible que se presente, tiene su talón de Aquiles y, por tanto, la oscuridad que genera no es absoluta, es un eclipse que tiene el tiempo limitado y, para esto, se requiere de mucha sabiduría.

 

Sembrar esperanza es, pues, sembrar el convencimiento de que estamos llamados a vivir con dignidad y que, sea cual sea la situación que nos oprime, la misma no es absoluta y tiene su tiempo; en definitiva, que la transformación no es una ilusión, sino una posibilidad real.

 

La realidad siempre es mayor que la situación que nos ahoga y está llena de posibilidades de transformación. Si logramos captar las hendijas que nos revelan el paisaje, entonces encontraremos los caminos para habitar lo que esperamos.

 

El papa Francisco nos anima: «Ante un futuro que a veces puede parecer oscuro, seamos sembradores de esperanza, tejedores de bien, convencidos de que la vida puede vivirse de modo distinto y de que la paz es posible».
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*Alfredo Infante, S.J., es provincial de la Compañía de Jesús en Venezuela y director del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco.

Signos de Los Tiempos/Edición N° 227 (3 al 9 de mayo de 2024)

 

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