Lecturas recomendadas

A propósito de la Ascensión del Señor

Es fácil confiar en Dios y hacer el bien cuando el presente es un amanecer primaveral, pero la fe y la fidelidad al Evangelio se prueban y crecen en la tormenta, en la noche oscura, en el desierto calcinante

 

P. Alberto Reyes Pías:
Celebramos la Ascensión del Señor, el inicio del tiempo de la fe, porque el Señor ya no será visible ni audible con los sentidos del cuerpo.
La fe no excluye las experiencias sensibles, eso que llamamos “sentir a Dios”, pero la fe es mucho más que eso. La fe es la aceptación de la certeza de que Dios camina a nuestro lado y de que, pase lo que pase, es necesario mantener en nuestro actuar diario los valores del Evangelio.
En este sentido, la fe se parece al amor, que incluye la emoción, el sentimiento, pero que es también una decisión: la de estar ahí para el otro pase lo que pase y me sienta como me sienta.
Confiar en Dios y tratar de vivir los valores del Evangelio es cosa relativamente sencilla cuando todo va bien, pero cuando nos sentimos mal, cuando el peso de la vida nos agobia y, sobre todo, cuando entramos
en “mala racha”, y de momento empiezan a juntarse eventos desagradables e inquietantes… entonces la fe puede tambalearse.
Es este el momento en el que hay cristianos que van corriendo al santero o al espiritista, a que les diga si “me han echado algún daño”, es este el momento en el que se recurre a amuletos, y se le pone un azabache al niño para que “se le quite el mal de ojo”, o es este el momento en el que la persona se siente “traicionada” por Dios, un Dios que no ve los esfuerzos cristianos que hemos hecho y, en vez de premiarnos, “nos vuelve la vida al revés”.
De hecho, usamos incluso esa frase: “Todo me está saliendo al revés”, cuando, en realidad, la vida luego demuestra que todo estaba, precisamente, poniéndose al derecho, y que lo más que hubiéramos podido decir es “las cosas no están saliendo como yo pensaba, o como yo quiero”.
Las “malas rachas” son desestabilizadoras e inquietantes, los momentos en que la vida acumula sobre nosotros más peso del que solemos cargar son momentos incluso agobiantes, sobre todo cuando no podemos
prever cuándo aparecerá la luz en el horizonte y no sabemos cuándo las aguas “volverán a su nivel”.
Y en medio de esto, el Cristo al que no vemos ni oímos con los sentidos del cuerpo nos dice: “Yo estoy contigo, todos los días, hasta el fin de este mundo, cree, confía, lucha en paz hoy y mantente fiel a lo mejor de ti.”
Es como el pasaje en el cual los discípulos iban atravesando el lago y estalló una tormenta. Jesús dormía y los discípulos lo despiertan aterrorizados e incluso le reclaman: “¿Es que no te importa que nos hundamos?” Y Jesús, luego de calmar la tempestad, los mira y les dice: “¿Y qué ha pasado con su fe?”.
Es fácil confiar en Dios y hacer el bien cuando el presente es un amanecer primaveral, pero la fe y la fidelidad al Evangelio se prueban y crecen en la tormenta, en la noche oscura, en el desierto calcinante. No nos gusta la tormenta, ni la noche, ni el desierto, pero, reconozcámoslo, es allí donde adquirimos la fuerza para construir la vida.-

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