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Michael Ignatieff, insigne intelectual liberal, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales

El canadiense, expolítico, ensayista y colaborador habitual de medios de comunicación, es uno de los grandes estudiosos del nacionalismo

El intelectual canadiense Michael Ignatieff (Toronto, 1947), pensador brillante, expolítico con galones en Partido Liberal y uno de los mayores estudiosos del nacionalismo y la democracia liberal, ha sido distinguido este miércoles con el premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales. Su aportación, ha destacado el jurado en su fallo, «constituye una referencia imprescindible para orientarnos en un presente tan cargado de conflictos bélicos, de polarización política y amenazas a la libertad».

A la hora de valorar su trayectoria como pensador, los responsables del galardón también han querido subrayar que el resultado de su trabajo es «una mezcla de realismo político, humanismo e idealismo liberal donde los valores de la libertad, los derechos humanos la tolerancia y la salvaguarda de las instituciones son su preocupación fundamental».

En este sentido, en su último libro, ‘En busca de consuelo’, publicado el año pasado por Taurus, Ignatieff ya reflexionaba sobre cómo artistas, filósofos y religiones han elaborado un lenguaje del consuelo ante los momentos de zozobra. Un viaje alrededor de Primo Levi, Camus, Cicerón, Marco Aurelio, Marx y casi todos aquellos que tuvieron que lidiar con la derrota, el dolor y la muerte. El mensaje, dijo entonces, era relativamente sencillo: «La única manera de tener fe en el futuro es tener fe en el pasado. No somos los primeros en tener miedo a las pérdidas».

Pensador total en el sentido estricto, casi etimológico, del término, Ignatieff fue discípulo Isaiah Berlin, estudió Historia en la Universidad de Toronto, se doctoró en Harvard y ha ocupado puestos académicos en algunas de las universidades más prestigiosas del mundo, entre ellas Cambridge, Oxford y Harvard. En esta última dirigió el Centro Carr para Políticas en Derechos Humanos. También fue rector de la Universidad de Europa Central, con sede en Budapest hasta que la institución tuvo que abandonar Hungría por presión gubernamental. Actualmente se mantiene como profesor del departamento de Historia pero aquello, dijo, le enseñó «que puedes usar la democracia para destruirla».

Autor de títulos como ‘El honor del guerrero: guerra étnica y conciencia moderna’, y ‘El mal menor: ética, política en una era de terror’, ha probado fortuna en la ficción (‘Asya’), revisó sus raíces familiares en el aplaudido ‘El álbum ruso’, y durante una de sus estancias en Cambridge, fundó junto a un grupo de intelectuales liberales el History Workshop, un foro de discusión sobre historia, filosofía y artes. Aquello fue, en cierto modo, su plataforma de despegue; el nacimiento del pensador y ensayista que se convertiría en presencia habitual de los medios británicos.

Entre lo más destacado de su producción, todo lo que tiene que ver con derechos humanos y nacionalismo. De ahí han surgido títulos como ‘Sangre y pertenencia: viajes al nuevo nacionalismo’, textos de referencia a la hora de entender las fuerzas que conectan los nacionalismos en Quebec, la Alemania unificada, el Kurdistán, Serbia, Croacia o Irlanda del Norte. «Lo que está mal en el mundo no es el nacionalismo, sino el tipo de nación que los nacionalistas quieren crear y los medios que utilizan para lograrlo», concluía entonces. Ayer mismo se encontraba en Madrid, donde pronunció en la Fundación Ramón Areces la conferencia ‘La democracia en las urnas: cuando el sistema se convierte en el objeto del debate’.

Su gran viaje, el más apasionante, fue el que le llevó a intentar poner en práctica el viejo sueño de Platón del Rey Filósofo: entre 2006 y 2011 fue diputado del Parlamento canadiense y lideró el Partido Liberal Canadiense en 2011, pero el batacazo electoral le devolvió rápidamente a la realidad de la esfera académica.

Antes de eso, Ignatieff ya había trabajado para Pierre Trudeau, primer ministro de Canadá hasta 1984, pero de su experiencia en primera línea política aprendió, entre otras cosas, que si en algo son realmente buenos los intelectuales es en complicar las cosas. «La política es saber lo que quiere la gente, y los intelectuales muchas veces tienen juicios equivocados sobre las personas. Los políticos muy buenos tienen un tipo de instinto para saber cómo utilizar a las personas y poder conseguir un objetivo. Los intelectuales no son buenos en esto. Somos muy buenos en otras cosas, como escribir el programa electoral, pero las personas tienen que saber venderlo», reconocía años después.-

DAVID MORÁN/ABC

Barcelona

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