Rosalía Moros de Borregales:
En el curso de nuestras vidas podemos llegar a hacer contacto con cientos de personas, en el camino podemos ver pasar a miles a nuestro alrededor. Nuestras decisiones afectan directa e indirectamente a muchos más de lo que podemos imaginar. A su vez, somos influenciados de diversas maneras por el proceder de otros. En fin, el mundo es un interactuar constante de seres humanos que se teje increíblemente como una red sin límites; sin embargo, en todos esos azarosos encuentros solo unos pocos dejan huellas de bien en nuestras almas y son las personas con las que interactuamos en el seno de la familia, en nuestro primer nido, en el hogar, quienes dejan grabadas en nuestras almas las huellas más profundas, las cuales determinarán en gran medida nuestro ser y nuestro proceder.
Dentro de nuestro núcleo familiar cultivamos una de las amistades con los lazos más profundos de nuestra existencia; los hermanos pueden llegar a ser los amigos para toda la vida. Muchas veces los primos también se convierten en esos seres que cautivan nuestras almas a través de su amor, que nos conquistan para siempre a través de todas las experiencias de convivencia. Sin embargo, muchas veces, los verdaderos y grandes amigos los encontramos caminando por la vida. Nuestras almas se enlazan en un vínculo que puede llegar a ser indestructible e inolvidable. Sin embargo, quienes dejan en nuestra alma las huellas más profundas son nuestros padres, de la misma manera que el ADN que llevamos en nuestras células.
Un padre es el origen de la vida que respiramos, es parte intrínseca de la composición de cada célula de nuestro cuerpo. Todos tenemos un padre biológico, no todos un padre amoroso que los ha acompañado en el camino. Algunos nunca le conocieron, nunca le abrazaron. Otros han tenido el abrazo tierno, el techo protector, la mesa compartida, la conversación de la sobremesa con sus historias y anécdotas, la disciplina impartida, los innumerables momentos vividos; en fin, el amor incondicional de un Padre que ha dejado más huellas de amor que de dolor.
Particularmente, pienso que si la influencia del padre no fuera importante en la vida, las mujeres tendrían la capacidad de crear hijos por sí mismas. Pero la familia es un todo, en el cual cada miembro es necesario e importante. Lamentablemente, el papel protagónico del padre en la formación de los hijos ha sido relegado, muchas veces por su propia actitud de indiferencia o abandono y otras tantas, por el matriarcado imperante en nuestra cultura. Nada más alejado de la verdad que pretender minimizar la trascendencia de la relación paterna en la formación de individuos íntegros y sanos.
Muchos han vivido el abandono de su padre terrenal y esta verdad es tan antigua como la Tierra. En el Salmo 27 hay un verso que resalta entre todos porque expresa el dolor que muchos han experimentado y que se hace más palpable cada día en nuestra sociedad: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, el SEÑOR me recogerá”. Sin duda, una promesa contundente del amor que trasciende todos los amores de la Tierra. Una exclamación de la fe de aquel que ha vivido el abandono del padre terrenal y al mismo tiempo tiene la certeza de la paternidad de Aquel que puede ocupar el lugar vacío, Aquel que todo lo llena.
Desde el punto de vista espiritual, nuestra cultura nos ha inducido a relacionarnos con modelos religiosos femeninos más que los masculinos. Tendemos a adorar y exaltar más la imagen de la madre de Jesús que al mismo Señor o al Padre celestial. Y lamentablemente, hemos desdibujado la inmensa importancia que tiene la huella del padre amante en la vida de los hijos. El modelo ejercido por el padre siempre se ve reflejado en el hijo. Así que para conocer el carácter del Padre celestial solo tenemos que ver las obras de Jesús, el Hijo.
Recuerdo la llamada parábola del hijo pródigo, que al referirnos hoy a los padres, prefiero llamar la historia del padre amante: un hombre trabajador, un hombre que ha labrado un futuro para su familia. Dos hijos que han recibido de él todo lo que en sus manos y en su corazón ha tenido para darles. El hijo menor decide pedir todo lo que le corresponde de su herencia e independizarse. Se va lejos y vive una vida dispendiosa; luego de haber gastado todo lo que recibió de su padre, se encuentra en el peor estado que jamás imaginó y se da cuenta que aun el trabajador de menor rango en la casa de su padre vive dignamente. Quebrantado por la necesidad, decide regresar y pedir perdón a su padre… Todos conocemos el hermoso final, un padre que ama con todo su corazón, un padre que sabe que en el amor siempre hay lugar para el perdón; un padre que hace fiesta, que se regocija por el regreso del hijo perdido, un padre cuyos brazos se abren para arropar en un abrazo infinito.
Es una experiencia de plenitud el evocar un recuerdo de la niñez que nos hace transitar por estancias habitadas, por olores peculiares, por sabores degustados, por emociones experimentadas. Y cuando esos espacios han sido conservados intactos en el tiempo, la plenitud de la memoria nos hace revivir las mismas emociones transitadas en tiempos pasados. Cuando los espacios en los que transitamos nuestra niñez y adolescencia ya no se encuentran a nuestro alcance, cuando ya han sido desgastados por el tiempo o el abandono, siempre nos quedan las memorias grabadas en nuestro ser y todos sabemos que aunque nuestros padres hayan sido, al igual que nosotros, absolutamente imperfectos, la grandeza de su amor por nosotros nos hace cubrir todas sus faltas.
El padre amante es el líder de su hogar, en su corazón no hay cabida para la indiferencia; pues, un líder está pendiente desde los asuntos más importantes hasta los más pequeños detalles. El padre amante marca el destino de sus hijos, hace que los sueños que hay en ellos se cristalicen en una hermosa realidad. Aunque los hijos se desvíen en algún momento, el padre sabe que ha sembrado la semilla de Dios, y esa siempre da buen fruto en abundancia. El padre amante es compasivo, recuerda su propio transitar por la vida. Cuando uno de sus hijos está caído, le tiende junto con la mano el corazón, es su muleta mientras se recupera, lo lleva de la mano en sus nuevos primeros pasos, para luego dejar que remonte vuelo por los cielos de la vida.
El padre amante es el primer maestro en la vida de sus hijos; él sabe que su ejemplo es más contundente que las muchas palabras. Por esa razón, sus pasos son firmes, sus decisiones son pesadas en balanza, inspiradas en la sabiduría divina, tomadas a sabiendas de que sus consecuencias no son individuales sino que afectarán a toda la familia. El padre que enseña instruye a los hijos no sólo en los quehaceres de la cotidianidad. Él sabe que las herramientas más importantes de la vida son intangibles en lo material pero le permiten al individuo construirse un camino para una vida digna. El primer maestro establece límites, sus palabras tienen congruencia con sus actos. Más tarde, cuando los hijos ejerzan su libertad sabrán atenerse a las consecuencias de sus acciones.
Así como se marcan las huellas de nuestros pies al pisar la arena en la playa, de la misma manera el amor de nuestro progenitor es capaz de grabar en nuestro ser interior huellas que delinean en nosotros el amor, la confianza y la generosidad. Huellas que evocan recuerdos de experiencias que nutren la vida, que la alegran y la exaltan. El hogar es una construcción que siempre está en proceso de edificación, aunque eso no quiere decir que no podamos disfrutarlo como disfrutaríamos una obra física culminada en su totalidad. Construir hogar es construir familia, construir comunidad, construir ciudad y país.
El padre es una pieza insustituible del hogar, su huella permanece para siempre en el alma de cada ser humano.-