Testimonios

Cautiva en los «campos de la muerte» de Pol Pot conoció a Dios: «Fue un milagro, siempre estuvo ahí»

Tran Lam, camboyana, relata el horror rodeada de muertos, su encuentro con Dios y su camino a la fe

«Entendí que Dios había estado ahí en cada momento de mi vida, que me había dado la fuerza para continuar y perdonar», relata Tran Lam, cautiva de los Jemeres Rojos durante años.

Miedo, sangre, cadáveres en descomposición y masacres. Son buena parte de los recuerdos de infancia de Tran Lam. Nació en Camboya en 1970, tres años después de que comenzase la guerra civil en su país natal (1967-1975) y cinco antes de que los Jemeres Rojos iniciasen su régimen de terror y persecución hasta 1979.

Entrevistada por el diario canadiense Le Verbe, comienza recordando el 17 de abril de 1975, fiesta del Año Nuevo camboyano. Su madre había acudido a visitar la tuba de su padre, pero sería el último día que la viese con vida.

Ese día, los Jemeres Rojos -el brazo armado del Partido Comunista de Kampuchea- liderados por Pol Pot culminaron la victoria que les llevaría al poder.

Durante los siguientes ocho años, Camboya asistió al genocidio de la tercera parte de la población, al menos 1,5 millones de personas, según las cifras más reducidas. La madre de Tran fue una de las víctimas. Muchos fueron enviados a los oficiales «campos de reeducación», también conocidos como «campos de muerte«.

«Sin la ayuda de Dios, habría muerto»

La joven, por entonces de unos 5 años, también fue llevada a los campos. Allí permanecería cuatro años privada de alimentos, dedicada por entero a los trabajos forzados y rodeada de amenazas de muerte, sin conocer prácticamente desde la niñez lo que significaba una muestra de cariño.

«Sin mi hermano mayor y la ayuda de Dios, habría muerto», cuenta la mujer.

Su extenuante trabajo se desarrollaba en los arrozales plagados de sanguijuelas. Lo bueno, dice, «es que nos chupaban las heridas y nos curábamos más rápido».

En los campos, la pequeña fue interrogada por los Jemeres sobre su hermano, consciente de que «si decía que sabía leer y escribir lo matarían». Por eso el silencio era la respuesta de Tran, lo que la llevó a comer aún menos que buena parte de los maltrechos prisioneros y tener que asar ranas y sapos por su cuenta para poder sobrevivir.

«Los tiraba al fuego para cocinarlos. Recuerdo el terror en sus ojos, ¡como los nuestros! ¡Éramos como esas bestias! ¡Aterrados, sin salida!», recuerda.

Rodeada de cadáveres «Nunca podré olvidarlo»

Llegado un momento, los supervivientes de la guerra debían trabajar incluso en la noche, valiéndose de algunos granos de arroz y sal negra como único sustento para los que lograban sobrevivir al calor del día.

«Caían como moscas. Literalmente. Había gente muerta por todas partes. Recuerdo una mañana en que, sin motivo alguno, nos soltaron. Caminé con la esperanza de encontrar a mi madre. Sólo había cadáveres alrededor. Los Jemeres Rojos habían enterrado a los muertos, pero no lo suficientemente profundo…  Llovía y los cuerpos emergían del suelo. Nunca podré olvidar aquellas imágenes», confiesa.

Tran Lam.

Cautiva del régimen de Pol Pot, Tran Lam escuchó el nombre de Jesús por primera vez en los campos de la muerte. 

En el campo, escuchó el nombre de Jesús

Su estancia en los campos marcarían buena parte de su vida. Y no solo por los horrores: allí, por primera vez, escuchó el nombre de Jesús.

Tran fue liberada una noche de 1979, mientras observaba atónita como los jemeres huían del fuego de ametralladora proveniente de Vietnam, lo que obligó a Pol Pot a abandonar el país y ocultarse. Se dice que, cuando tuvo constancia de la huida de algunos camboyanos a Tailandia, Pol Pot sembró la frontera con diez millones de minas antipersona para evitar nuevas huidas.

Su descanso no duraría mucho: aquel año, las fuerzas del comunismo vietnamita, enemigo del camboyano, ocuparon Phnom Penh y pusieron fin al dominio jemer, pero la resistencia se cobró otras decenas de miles de vidas y salir del país con vida era prácticamente imposible.

Por eso, Tran recuerda como «un milagro» que ella y Bunna, -nombre ficticio de la mujer de un familiar de la cautiva-, se encontrasen en el bosque, evitasen los disparos y llegasen a Tailandia, mientras «las balas silbaban por todos lados«.

Aunque todavía no tenía claro por quién, sabía que «estaba realmente protegida».

Cautiva de nuevo y confiada a Dios

Con Bunna y a salvo en Montreal (Canadá) tampoco obtuvo la libertad que esperaba: a los 16 años, lejos de enviarla a un colegio, la obligaba a trabajar en una fábrica seis días por semana, sin salario, apenas comía y sin saber leer o escribir.

«Era como Cenicienta. Bunna me pegaba y me encerraba en una habitación. Cuando salía, fue para hacer las tareas del hogar», recuerda.

Finalmente la echó de casa en pleno invierno y Tran estaba segura de que «iba a morir congelada«.

«Entonces pensé en Jesús. Le confié mi vida mientras lloraba. Siento que mi fe nació en ese momento. Entendí que él había muerto en la cruz y que yo iba a morir de frío», recuerda.

Salvada por un matrimonio de fe

Congelada, solo tenía dos personas a las que acudir, Lucille y Maurice, el matrimonio que ayudó a las dos  refugiadas tras su llegada a Canadá.

Al verla, la preparó un  baño, algo de lo que Tran nunca había disfrutado: «Lucille lloraba mientras me aplicaba un ungüento en las quemaduras [a causa de la congelación]. Yo no sabía cómo reaccionar ante su cariño. Era la primera vez que alguien me quería así. Fue como un sueño».

También pudo comer como no lo hacía en mucho tiempo, mientras tomaba conciencia de que Dios la había salvado definitivamente de Bunna.

Pasaba el tiempo y el matrimonio fue como una auténtica familia para ella: la enseñaron francés, respondieron todas las preguntas que Tran se hacía sobre la fe y Jesús y la acompañaron durante su catequesis.

Bautizada y aprendiendo de Dios: «Siempre ha estado ahí»

A los 18 años, tres meses después de la muerte de Lucille, Tran recibió el bautismo, llorando a su madre por segunda vez en su vida.

La última en acogerla fue una de las Siervas del Sagrado Corazón de María, que la matriculó en un colegio interno en Waterville, donde vivió y rezó con las hermanas durante los siguientes tres años.

Algo más tarde, cuenta que en un retiro, durante un momento de oración, sintió la voz de Jesús llamándole a «entregar» su sufrimiento, a lo que siguió una experiencia «indescriptible».

«Entonces entendí que tenía que morir a mi pasado para poder seguir viviendo. Entendí que Dios había estado ahí en cada momento de mi vida, que me había dado la fuerza para continuar y perdonar. Dios es inocente, como yo lo era. En la cruz perdonó a sus verdugos. Tiene razón: ¡no sabemos lo que estamos haciendo!», concluye la cautiva.

J.M.C.

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