Nelson Martínez Rust:
En lo más profundo del ser humano existe un deseo de trascendencia, de ir más allá de la mera existencia presente. La afirmación que recoge el libro del Génesis y pone en la boca de Dios, viene a confirmar lo antes dicho: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen como semejanza nuestra…” (Gn 1,26). “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó…” (Gn 1,27). En la lírica hebrea el salmista canta desbordante de emoción y deseoso de exaltar la realidad divina al contemplar la obra creadora de Dios: “Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y esplendor; Señor, lo hiciste de las obras de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies” (Sal 8,6-7). Pero, al hecho de señalarle un fin trascendental a la creación, hay que añadirle que el Creador se ha hecho uno más al entregarse a su creación: Dios se ha tornado, no solo Señor y Hacedor, ¡sino “amigo” del hombre! (1 Jn 1,1-3).
De esta manera, Dios ha roto su silencio y se ha comunicado de la manera más espectacular posible en las realidades del espacio y el tiempo, centralizando en sí, toda la historia de la humanidad. ¡Que misterio tan singular el del tiempo, el espacio y la historia! Con el mismo asombro y estupor con que lo hace el salmista, debemos leer el prólogo de San Juan (Jn 1,1-18). Es uno de los pasajes más densos del Nuevo Testamento. En él se le dice al lector “quién” es “La Palabra” = Cristo y “lo que ha hecho” = dador de “La Luz” y “La Vida”, y deja en suspenso, para la curiosidad del lector, la lectura del Evangelio como respuesta al “cómo” ha acontecido esta acción de Dios-Padre en la historia humana. ¡Dios se ha encarnado!
Para realizar tal portento, Dios eligió un pueblo. De esta manera se hace “historia” y así asume la “temporalidad” y, al entrar en el “tiempo”, escoge un momento determinado, un lugar concreto: En tiempo de César Augusto y en Belém de Judea (Lc 2,1-5), y, desde entonces, la “eternidad” se torna presente en la realidad del “tiempo” y de los “avatares de la vida”. Si no hubiera existido la encarnación, no existiría tampoco la posibilidad de un diálogo entre la divinidad y la creación. En efecto, por medio de la encarnación, el hombre obtiene la capacidad y la posibilidad de entablar un diálogo con Dios en el mismo plano que la divinidad, puesto que la divinidad se ha abajado – “hecho” – hombre en el espacio, en el tiempo y en la historia de la humanidad. De esta manera ha fundamentado todo este diálogo en el amor, porque Dios es amor y toda semejanza o diálogo o participación en su realidad tiene que ser realizado por medio de la realidad del amor: “Queridos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7-16; Cf. 3,16)).
El término utilizado por el autor del cuarto Evangelio para señalar esta presencia divina es “sarx” que en griego significa “carne fresca” (Jn 1,14). De esta manera se acentúa el realismo con el cual aparece “El Logos” = “la Palabra” en el mundo de lo creado. Dios – El Logos – se ha revestido de nuestra humanidad – carne viviente -, asumiendo en la persona de Jesucristo todas las debilidades ocasionadas por el pecado, inclusive la muerte (Jn 6,51; Rm 6,10; 7,5-6; Flp 2,6-8; 1 Jn 4,2; 2 Jn 7). De esta manera, Dios al encarnarse en Cristo, no solo realiza la salvación de la humanidad sufriente por el pecado, sino que revela su “gloria”, es decir, la intimidad de su divinidad, lo que es Dios en su ser más íntimo, consistente en su realidad trinitaria – comunión de amor -, su misericordia – deseo de salvar al hombre – y su fidelidad– fiel a su palabra -. Todo ello se hace realidad en la gruta de Belém (Lc 2,6-7). De los pastores – hombres marginados por la sociedad – brotó la primera alabanza y profesión de fe: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace” (Lc 2,14). De esta manera se testimoniaba su misericordia y fidelidad.
Juan define a “La Palabra” como “La Vida” y “La Luz” (Jn 1,3-4). ¿Por qué? En el ser humano, la palabra existe en función de comunicar algo, de dar a conocer algo que concierne e intetresa a “otro”. De este modo, Dios al encarnarse, revela su divinidad, mediante “La Palabra”, que es uno de los temas relevantes en el Evangelio de San Juan: aparece en estos versículos como el contenido de lo que revela el Padre: “Dios-Padre”, mediante su “Palabra”, revela que Dios-Trino es, en su existencia y esencia más íntima, para los hombres “Vida” y “Luz”. Sin embargo, es conveniente señalar, que el evangelista evita que se dé, sin más, una identificación entre Dios-Padre y la Palabra reveladora: no son una misma cosa. En efecto, algunos comentaristas traducen: “lo que Dios era también lo era la Palabra” (Jn 1,1). De admitirse esta traducción se estaría admitiendo también que el autor sagrado indicaría que la Palabra y Dios mantienen cada uno su singularidad, no obstante, la unidad que fluye de su intimidad: las dos realidades son Dios, con el mismo ser y los mismos atributos, pero, al mismo tiempo, son dos realidades distintas. Esta Palabra hecha carne se transforma para el creyente en Vida y Luz (Jn 1,12).
¿Qué significado tiene “La Luz”?
La luz aparece como la primera de las creaturas, como la que “hace ser” que lo creado sea y sin la cual las cosas son “como si no existieran” (Gn 1,5). En su vinculación con el ser humano tiene un significado importante. Al ser humano no le interesa la presencia física de los objetos, a no ser que estén relacionados con el hombre; o si se quiere, dicho de otra manera: lo creado adquiere valor en la medida en que le sirven al hombre. La ausencia de la luz hace que las cosas desaparezcan y la relación deja de darse. La aparición gradual y progresiva de la luz al amanecer, primero hace que las formas emerjan, poco a poco estas mismas cosas se perfilan en su propia dimensión y profundidad, y posteriormente adquieren color y esplendor, para finalmente obtener el movimiento y la vida. Solo entonces, según el libro del Génesis, todo está preparado para la creación del hombre.
La irradiación de la luz se convierte en ordenamiento del cosmos. Ella es la fuerza fundamental que, además de ser condición para la existencia, lo es también para la vida misma. Y como la luz no tiene existencia en sí misma, sino que la recibe de otro, el proceso de solarización será directo y espontaneo. Por eso la luz aparece con mucha frecuencia como una “hierofanía” – manifestación de lo sagrado – o una “cratofania” – manifestación del poder divino -. En sentido analógico, mientras las tinieblas son símbolo del mal, de la infelicidad, de la perdición y de la muerte, la luz exalta lo que es bello y bueno, lo que es iluminación, conocimiento y sabiduría, lo que es “vida”. Es por eso que el significado de las expresiones bíblicas de “Venir a la luz” significa nacer; “Ver claro” equivale a comprender; “Iluminarse por la luz” equivale a abrirse a Dios, expandirse; “Recibir la luz” quiere decir iniciación, transfiguración, comprensión.
La luz viene a ser un instrumento de Dios. Tanto la luz como las tinieblas son entendidas en las Sagradas Escrituras de manera figurada ya que no tienen consistencia en sí mismas. Cuando se quiere expresar, de manera simbólica, la relación salvífica entre Dios y el Hombre se utiliza el término “Luz”. Dios es luz (Sal 27,1; Is 9,1), la Ley y la Palabra que vienen de Dios son luz para el hombre (Sal 118; Is 2,3-5), Jesús es la Luz del mundo porque es el que da “La Vida” (Jn 8,12; 9,5), el que cree, se convierte en luz (Mt 5,14), Una vida inspirada por la fe es “un caminar en la luz” 1 Jn 2,8-11). En este contexto la transfiguración de Jesús adquiere la demostración de una anticipación de la gloria pascual que ilumina – es luz – a todos los que creen en Él.
¿qué significado tiene “La Vida”?
Los sacramentos hacen tomar conciencia de que Cristo en su misterio salvífico es “el pan de Dios” y aquel que da “la vida” (Jn 6,33). Pero si Cristo se da como alimento, el cristiano no debe olvidar que también enseña: “El pan que yo daré es para la vida del mundo” (Jn 6,51). Por consiguiente, se debe dar una orientación comunitaria y universal a la celebración litúrgica y a la moral. El hombre que recibe los sacramentos debe ser un hombre transformado en apóstol, en luz para el mundo. Bajo el influjo del Espíritu de Cristo y unido a Él, debe trabajar para la transformación del mundo. Nace para la Iglesia y para el creyente la necesidad del “apostolado”.
Cristo se presenta como: “El camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Si se estudia dicha expresión desde el punto de vista exegético se puede observar que la palabra principal es “VIDA”. Al decir “soy la Vida”, Cristo se presenta como aquel que sacia las expectativas y los deseos del hombre.
Si se vuelve a las primeras líneas de la reflexión de esta semana se puede nota que el ser humano busca, de manera consciente o no, la eternidad, el proyectarse más allá del tiempo y de la realidad presente para alcanzar la inmortalidad, pues bien, solo Dios en la persona de Cristo brinda al hombre esa capacidad de vencer el tiempo y proyectarse en un infinito de felicidad y de vida. Viene a nuestra mente la afirmación del primer prefacio de los difuntos: “Porque para los que en ti creemos, Señor, la vida no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.-
Valencia. Septiembre 1; 2024