Discurso del Papa Francisco a los estudiantes de la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica
El Papa Francisco tuvo este 28 de septiembre de 2024 un encuentro con los estudiantes de la Universidad Católica de Lovaina, en el tercer día de su visita apostólica a Bélgica.
A continuación, el discurso del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Gracias, señora Rectora, por sus amables palabras. Queridos estudiantes, me alegra encontrarme con ustedes y escuchar sus reflexiones. En esas palabras percibo pasión y esperanza, deseo de justicia, búsqueda de la verdad.
Entre los temas que ustedes afrontan, me ha impresionado la cuestión sobre el futuro y la angustia. Vemos bien cuán violento y arrogante es el mal que destruye el medioambiente y los pueblos. Pareciera que no conoce freno. La guerra es su expresión más brutal; como lo son también la corrupción y las modernas formas de esclavitud. En ocasiones estos males contaminan la misma religión, convirtiéndola en un instrumento de dominio. Pero esto es una blasfemia. La unión de los hombres con Dios, que es Amor salvífico, se vuelve una esclavitud. Incluso el nombre del padre, que es revelación de cuidado, se vuelve expresión de prepotencia. Dios es Padre, no un patrón; es Hijo y Hermano, no un dictador; es Espíritu de amor, no de dominio.
Nosotros los cristianos sabemos que el mal no tiene la última palabra, sino que, como se dice, tiene los días contados. Esto no quita nuestro compromiso, al contrario, lo aumenta: la esperanza es nuestra responsabilidad.
A este respecto, me preguntan qué relación hay entre cristianismo y ecología, es decir, qué proyecto tiene nuestra fe respecto a la casa común de toda la humanidad. Lo diría en tres palabras: gratitud, misión y fidelidad.
La primera actitud es la gratitud, porque esta casa nos ha sido donada; no somos patrones, somos huéspedes y peregrinos en la tierra. El primero en hacerse cargo de nosotros es Dios; nosotros somos ante todo cuidados por Dios, que creó la tierra y —dice Isaías— “no la creó vacía, sino que la formó para que fuera habitada” (Is 45,18). Y el salmo octavo está lleno de asombrada gratitud: «Al ver el cielo, obra de tus manos, / la luna y las estrellas que has creado: / ¿qué es el hombre para que pienses en él, / el ser humano para que lo cuides?» (Sal 8,4-5). ¡Gracias, Padre, por el cielo estrellado y por la vida en este universo!
La segunda actitud es la misión. Nosotros estamos en el mundo para custodiar su belleza y cultivarla para el bien de todos, sobre todo para la posteridad, en un futuro cercano. Este es el “programa ecológico” de la Iglesia. Pero ningún plan de desarrollo podrá llevarse a cabo si en nuestras conciencias permanece la arrogancia, la violencia y la rivalidad. Es necesario ir a la fuente de la cuestión, que es el corazón del hombre. De ahí viene también la dramática urgencia del tema ecológico: de la arrogante indiferencia de los poderosos, que antepone siempre los intereses económicos. Mientras sea así, toda exhortación será silenciada o sólo sera acogida en la medida en que sea conveniente al mercado. Y mientras el mercado esté en primer lugar, nuestra casa común sufrirá injusticia. La belleza del don exige nuestra responsabilidad: somos huéspedes, no dueños absolutos. En este sentido, queridos estudiantes, consideren la cultura como cultivo del mundo, no sólo de las ideas.
Aquí está el desafío del desarrollo integral, que requiere la tercera actitud: la fidelidad. Fidelidad a Dios y al hombre. Este desarrollo, en efecto, se refiere a todas las personas en todos los aspectos de su vida: física, moral, cultural, sociopolítica; y a esto se opone cualquier forma de opresión y de descarte. La Iglesia denuncia estos atropellos, comprometiéndose ante todo en la conversión de cada uno de sus miembros, de nosotros mismos, a la justicia y la verdad. En este sentido, el desarrollo integral se apela a nuestra santidad: es vocación a la vida justa y feliz, para todos.
La opción a realizar, por tanto, está entre manipular la naturaleza y cultivar la naturaleza, a partir de nuestra naturaleza humana; pensemos en la eugenesia, los organismos cibernéticos, la inteligencia artificial. La opción entre manipular y cultivar concierne también a nuestro mundo interior.
Pensar en la ecología humana nos lleva a abordar una temática que les preocupa a ustedes y más todavía a mí y a mis predecesores: el papel de la mujer en la Iglesia. Pesan aquí agresiones e injusticias, junto con prejuicios ideológicos. Por eso es necesario recuperar el punto de partida: quién es la mujer y quién es la Iglesia. La Iglesia es el pueblo de Dios, no una empresa multinacional. La mujer, en el pueblo de Dios, es hija, hermana, madre. Como yo soy hijo, hermano, padre. Estas son relaciones que expresan nuestro ser imagen de Dios, hombre y mujer, juntos, no separadamente. Las mujeres y los hombres son personas, no individuos; están llamados desde el “principio” a amar y ser amados. Una vocación que es misión. Y de aquí viene su papel en la sociedad y en la Iglesia (cf. S. Juan Pablo II, Carta. ap. Mulieris dignitatem, 1).
Lo que es característico de la mujer, es decir, lo que es femenino, no está establecido por el consenso ni por las ideologías. Y la dignidad está asegurada por una ley originaria, no escrita en el papel, sino en la carne. La dignidad es un bien inestimable, una cualidad originaria, que ninguna ley humana puede dar o quitar. A partir de esta dignidad, común y compartida, la cultura cristiana elabora siempre nuevamente, en los diferentes contextos, la vocación y misión del hombre y de la mujer y su ser recíproco para el otro, en la comunión. No el uno contra el otro, en reinvindicaciones opuestas, sino el uno para el otro.
Recordemos que la mujer se encuentra en el centro del acontecimiento salvífico. Del “sí” de María, Dios en persona viene al mundo. La mujer es acogida fecunda, cuidado, entrega vital. Abramos los ojos ante tantos ejemplos cotidianos de amor: en la amistad y el trabajo, en el estudio y la responsabilidad social y eclesial, en la esponsalidad, la maternidad y la virginidad por el Reino de Dios y por el servicio.
Ustedes mismos están aquí para crecer como mujeres y como hombres. Están en camino, en formación como personas. Por eso su itinerario académico comprende distintos ámbitos: investigación, amistad, servicio social, responsabilidad civil y política, expresiones artísticas, entre otros.
Pienso en la experiencia que viven cada día en esta Universidad Católica de Lovaina, y comparto tres aspectos, sencillos y decisivos, de la formación: ¿cómo estudiar?, ¿por qué estudiar?, ¿para quién estudiar?
Cómo estudiar: como en cada ciencia, no hay sólo un método, sino también un estilo. Cada persona puede cultivar el suyo. El estudio, en efecto, es siempre un camino al conocimiento de uno mismo. Pero también hay un estilo común, que se puede compartir en la comunidad universitaria. Se estudia juntos: gracias a quien ha estudiado antes que yo —docentes, compañeros más avanzados—, con quien estudia a mi lado, en el aula. La cultura como cuidado de uno mismo comporta un cuidado mutuo.
Segundo: por qué estudiar. Hay un motivo que nos impulsa y un objetivo que nos atrae. Es necesario que sean buenos, porque de ellos depende el sentido del estudio, la dirección de nuestra vida. A veces estudio para encontrar un determinado tipo de trabajo, pero termino por vivir en función de eso. Nosotros mismos nos convertimos en la “mercancía”. No se vive para trabajar, sino que se trabaja para vivir; es fácil decirlo, pero implica esfuerzo ponerlo en práctica con coherencia.
Tercero: para quién estudiar. ¿Para uno mismo? ¿Para dar cuentas a los demás? Estudiamos para ser capaces de educar y servir a los demás, sobre todo con el servicio de la competencia y del juicio autorizado. Antes de preguntarnos si estudiar sirve para algo, preocupémonos de servir a alguien. Entonces el título universitario certifica una capacidad para el bien común.
Queridos estudiantes, es una alegría para mí compartir con ustedes estas reflexiones. Y mientras lo hacemos percibimos que hay una realidad más grande que nos ilumina y nos supera: la verdad. Sin la verdad, nuestra vida pierde sentido. El estudio tiene sentido cuando busca la verdad, y buscándola se comprende que estamos hechos para encontrarla. La verdad se hace encontrar; es acogedora, disponible, generosa. Si renunciamos a buscar juntos la verdad, el estudio se convierte en un instrumento de poder, de control sobre los demás. No sirve, sino que domina. En cambio, la verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32). ¿Quieren la libertad? ¡Sean buscadores y testigos de la verdad! Tratando de ser creíbles y coherentes por medio de las decisiones cotidianas más sencillas. Así esta se volverá, cada día, lo que quiere ser, es decir, una Universidad católica.
Gracias por este encuentro. Los bendigo de corazón, a ustedes y a vuestro camino de formación. Y les pido que no se olviden de rezar por mí. Gracias.-