Trabajos especiales

Un nuevo y revelador libro de historia Hitler, 1932: ¿cómo facilitó la democracia que llegase al poder alguien que prometía destruirla?

Un nuevo libro del historiador Timothy Ryback

Una detallada crónica, día por día, intenta explicar cómo un país con una maquinaria democrática funcional entregó el poder absoluto a alguien que nunca tuvo una mayoría sustancial de votos.

Qué voy a hacer con este psicópata?», se preguntaba el general Kurt von Schleicher ante el comportamiento de Adolf Hitler, el dirigente del Partido Nacional Socialista aquel año de 1932. Schleicher despreciaba profundamente a Hitler, que le parecía un vago (no se levantaba antes de las 11) y un pervertido (entonces ocupaba los titulares la inquietante relación de Hitler con su sobrina de 15 años). Pero creía que el nazi podía serle útil, un caballo de Troya para saciar su propia ambición política.

 

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Un plan maquiavélico. Schleicher, que hizo carrera como militar durante la Primera Guerra Mundial y tenía mucha confianza en sus habilidades manipuladoras en política, creía que podía hacerse con el poder usando a Hitler como acicate para desestabilizar a la sociedad. Sus planes no salieron como esperaba.

Schleicher, un hombre culto, de gustos aristocráticos y maneras militares, aspiraba a gobernar Alemania y creía que Hitler le podía allanar el camino. No lo soportaba, pero soportaba menos a los comunistas y a los socialdemócratas, así que trazó una estrategia que denominó Zähmungsprozess, ‘proceso de domesticación’, convencido de que los radicales nazis aplastarían a los grupos activistas de izquierdas y luego él podría eliminar a esas organizaciones paramilitares y reconducir al partido nazi a una línea conservadora ‘tradicional’.

Schleicher se convirtió en ministro de Defensa en mayo de 1932, tras las elecciones presidenciales en Alemania en las que salió elegido el también militar Paul von Hindenburg. Éste nombró canciller a Franz von Papen, por sugerencia del propio Schleicher, devenido ya en un político maquiavélico que creía que Papen seguiría sus órdenes. Como ministro de Defensa, Schleicher incitó a las SA y la SS, los grupos paramilitares nazis, a crear tantos disturbios como fuese posible para acogotar a la izquierda. Schleicher esperaba alcanzar la mayoría en las siguientes elecciones parlamentarias formando el llamado Querfront (Frente Cruzado), con el que unificaría a ‘los alemanes descontentos’.

alternative text«Ese cabo bohemio». Paul von Hindenburg (a la derecha) había sido ya presidente en 1925 y estaba retirado. A sus 84 años, en 1932 lo convencieron para volver a presentarse a las elecciones porque era considerado el único capaz de vencer a Hitler. Y lo hizo. Ganó las elecciones presidenciales en abril. Pero, con la salud deteriorada, todas las intrigas políticas para las siguientes elecciones parlamentarias ese año lo agotaron. Llamaba a Hitler con desdén «ese cabo bohemio», pero acabó aceptando nombrarlo canciller. Hindenburg murió al año siguiente de cáncer de pulmón.

Obviamente, el plan de Schleicher –que acabaría siendo el encargado de entregar la Cancillería a Hitler en 1933– no salió bien.

Schleicher no fue el único miembro del establishment alemán determinante en aquel fatídico año de 1932 para que Hitler llegase al poder. A ese año dedica su nuevo libro, titulado Takeover: Hitler’s Final Rise to Power, el historiador Timothy Ryback, director del Instituto de Justicia Histórica y Reconciliación en La Haya y antes profesor en la Universidad de Harvard.

La detallada crónica, día por día, intenta explicar cómo un país con una maquinaria democrática funcional entregó el poder absoluto a alguien que nunca tuvo una mayoría sustancial de votos y a quien la clase política consideraba un payaso. Ryback muestra cómo políticos y empresarios conservadores creyeron que obtendrían beneficios de su ascenso y pensaron que, llegado el caso, siempre podrían controlardo.

«Los empresarios pensaron que, si mirabas más allá del pavoneo y el antisemitismo, tenías a alguien que protegería tu dinero. Los comunistas pensaban que, si mirabas profundamente en el pavoneo y el antisemitismo, podrías atisbar el patrón de una revolución popular. La derecha decente pensó que estaba ‘demasiado obviamente trastornado’ como para permanecer en el poder mucho tiempo, y la izquierda pensó que, si se mantenían fieles y firmes en el estado de derecho, la ley, de alguna manera, haría caer por sí misma al dirigente nazi», resume en ensayista Adam Gopnik en The New Yorker.

alternative textEl diablo con sombrero. Franz von Papen, miembro de una acaudalada familia católica y del Movimiento Revolucionario Conservador, jugó un papel determinante en el ascenso de Hitler. Conocido como ‘el diablo con sombrero de copa’, Schleicher creía que iba a ser su ‘marioneta política’, pero resultó tener planes propios. En la lucha por el poder, fue Papen quien finalmente propuso nombrar a Hitler canciller, porque creía que era controlable. Colaboró con los nazis hasta el final de la guerra.

El libro de Ryback se centra en el periodo que va de la victoria del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes en las elecciones parlamentarias de julio de 1932 hasta la elección de Hitler como canciller en enero de 1933. El partido nazi ganó en julio con el treinta y siete por ciento de los votos, sustancialmente por delante de cualquiera de sus rivales. Aunque lejos de la mayoría absoluta, el resultado debería haber implicado que el presidente de Alemania, Paul von Hindenburg, nombrase canciller (o sea, primer ministro) a Hitler. Pero tanto Hindenburg, un prestigioso militar, como el entonces canciller, el conservador Franz von Papen, habían sido claros en que nunca nombrarían canciller a Hitler, al que consideraban infradotado para el puesto –lejos de imaginar que su resistencia apenas iba a durar seis meses– e intentaron varios pactos alternativos.

Los planes de Hitler, por su parte, eran claros. Más que su plan, su objetivo: acabar con la democracia. Desde su fallido golpe de estado en Múnich en 1923, escribe Ryback, «le impulsa una sola ambición: destruir el sistema político al que responsabilizaba de la miríada de males que plagan al pueblo alemán».

Y eso que en aquel verano de 1932 no había tantos males. Explica el historiador que la imagen de que el nazismo llegó al poder impulsado por la hiperinflación y el desempleo no se ajusta a la realidad… ni a las fechas. Esa hiperinflación había terminado en 1923 y el resto de la década fue muy fructífera en Alemania. Aunque la crisis mundial de 1929 también les afectó, no fueron los parados los que votaron a Hitler –siguieron votando a los partidos de izquierdas masivamente–, sino la pequeña burguesía, los campesinos protestantes y los trabajadores autónomos; es decir, «no la gente que sufre la peor parte de la precariedad económica, sino la gente que siente que puede llegar a sufrirla», resume Gopnik.

alternative textPropagandistas unidos. Ultranacionalista y antisemita, Alfred Hugenberg (a la izquierda) fue un exitoso asesor financiero antes de emprender negocios por su cuenta. Creó un conglomerado de periódicos y revistas que sería determinante en el ascenso de Hitler. Hugenberg lideraba el Partido Nacional-Popular Alemán y buscó en varias ocasiones una alianza con el Partido Nazi. Esperaba que el radicalismo de Hitler disminuyese una vez en el poder. A Goebbels, ministro de Propaganda, nunca le gustó…

Ryback también analiza como, durante la campaña, Hitler había rebajado su tono disparatado y su discurso antisemita porque lo que el historiador quiere enfatizar es que los alemanes no eran unos furibundos nacionalistas votando por un cambio de régimen que restaurase la gloria de Alemania, sino que mayoritariamente votaban por medidas que pensaban que les beneficiarían económicamente e impulsados por el miedo a perder privilegios.

Obviamente, no a todo el mundo le pasó inadvertido el peligro que representaba Hitler. Uno de ellos fue el general Kurt von Hammerstein-Equord (que inspira el personaje del mayor Seegers de la serie Babilon Berlín). Profundamente antinazi, en aquellos seis meses de 1932 tras las elecciones de julio en los que la violencia de las SS iba en aumento, Hammerstein estudió la posibilidad de imponer la ley marcial. Y lo hizo con el general Schleicher, a quien «el psicópata» de Hitler ya se le estaba yendo de las manos. Pero Hindenburg rechazó la posibilidad de decretar medidas tan excepcionales porque sospechaba, no sin razón, que Scheicher preparaba una maniobra para quedarse él con todo el poder.

El magnate Hugenberg lideró la Katastrophenpolitik, una ‘política catastrófica’ cuya estrategia era, dice Ryback, «inundar el espacio público con noticias incendiarias, verdades a medias, rumores y mentiras directas»

«Las acciones extraparlamentarias que se contemplaron fugazmente en los meses posteriores a las elecciones, una confrontación civil que conduciría a un golpe militar, parecían horribles», escribe Gopnik.  «El problema es que, dado que lo que sucedió después es lo peor que ha sucedido nunca, cualquier alternativa habría sido menos horrible. Uno quiere gritarle a Hammerstein: ¡Adelante, toma el gobierno! Arresta a Hitler y a sus secuaces, gobierna durante unos años y luego vuelve a intentarlo. No será tan malo como lo que sucede después».

Ryback dedica parte de su libro a otro empresario relevante en el ascenso de Hiter: Alfred Hugenberg que había construído un imperio mediático y que compartía con Hitler el odio a la democracia y a los judíos. Hugenberg dio apoyo publicitario y dinero a Hitler. Y llevó a cabo lo que llamaba la Katastrophenpolitik, una ‘política catastrófica’ de guerra cultural, en la que la estrategia, dice Ryback, era «inundar el espacio público con noticias incendiarias, verdades a medias, rumores y mentiras directas».

El objetivo pasaba por polarizar al público y luego erigirse como el ‘solucionador’ del caos. Solo que Hugenberg, que ya había creado su propio partido, pensaba que esa figura salvadora sería él mismo. Hitler debía ser solo la herramienta desestabilizadora.

alternative textLa última oposición. El líder socialdemócrata Otto Wels, fue el único en oponerse en 1933 en el Reichstag a la Ley Habilitante de Hitler que acabó con la democracía, al permitir al gobierno legislar al margen del parlamento. Pocas semanas después, el partido socialdemócrata fue prohibido. Los otros partidos decidieron disolverse para evitar ser procesados. El partido nazi se convirtió en el único legal. Wels tuvo que huir de Alemania. Murió en París en 1939, a los 66 años.

¿Por qué nunca se intentó en serio una coalición entre los socialdemócratas y los conservadores? Dado que Hitler había prometido usar el proceso democrático para destruir la democracia, ¿por qué aquellos comprometidos con la democracia le permitieron hacerlo? Muchos historiadores se han hecho esa pregunta, sin respuesta clara, explica Gopnik. Los verdaderamente afines al nazismo, no eran tantos en el parlamento en 1932, pero los radicalmente opuestos estaban en una posición débil.

El partido socialdemócrata había perdido cualquier capacidad de atracción entre los jóvenes que veían a sus líderes, que sobrepasaban los 60 años (ancianos, entonces), alejados de la realidad. Y, sin un dirigente carismático al frente, los socialistas no ejercían una oposición sustancial. El historiador alemán Lewis Edinger, que había conocido bien a los líderes de los socialdemócratas y entrevistó luego a los supervivientes, concluyó que simplemente «confiaban en que los procesos constitucionales y el retorno de la razón asegurarían la supervivencia de la República de Weimar».

Papen, con los estrategas conservadores, defendió nombrar canciller a Hitler. Argumentó que el nazi había hecho concesiones y podía ser controlado: «¡En dos meses, tendremos acogotado a Hitler en un rincón!»

Prueba de ello es el discurso del presidente de los socialdemócratas, Otto Wels, el 23 de marzo de 1933 en el Reichstag. Fue el único miembro del parlamento en hablar contra la Ley Habilitante de Hitler, que daba derecho a su gobierno a aprobar las leyes sin la participación del Parlamento, lo que supuso de facto el fin de la democracia. El discurso de Wels puede parecer hoy ingenuo: «En esta hora histórica, nosotros, los socialdemócratas alemanes, nos comprometemos solemnemente con los principios de humanidad y justicia, de libertad y socialismo. Ninguna Ley Habilitante te da el poder de destruir ideas que son eternas e indestructibles».

Los 96 miembros del Partido Socialdemócrata fueron los únicos que votaron en contra de la ley. Los comunistas no estaban presentes; ya habían sido encarcelados. El resto del espectro político, incluidos los democristianos, ya habían claudicado ante Hitler.

alternative textEl principio del fin. Hitler habla en 1934 en el Reichstag, el Parlamento alemán, el día en que se aprobó la ley habilitante que acabó con la democracia. El Parlamento estaba instalado en la sede de la Opera tras un incendio en el edificio del Reichstag en febrero de 1933, cuyo origen (los nazis acusaron a los comunistas de provocarlo) todavía sigue siendo objeto de debate.

En el sector más conservador de la derecha había afinidades ideológicas con Hitler, pero el factor determinante añadido eran los católicos, que rechazaron cualquier intento de acercarse a los socialistas por su miedo a los comunistas. Y Hitler era muy hábil a la hora de tranquilizar al centro católico, prometiendo ser «el fuerte protector del cristianismo como la base de nuestro orden moral común». Con los judíos ya tenía suficiente enemigo.

Era imposible acorralar a Hitler «no porque dirigiera una maquinaria eficiente, sino porque era inmune a los naturales impedimentos humanos ante el poder: vergüenza, cálculo o incluso tener un programa político en concreto»

En noviembre de 1932, se volvieron a celebrar elecciones en el parlamento alemán, que no lograba elegir un gobierno estable. Una vez más, fue una decepción para Hitler y su brazo derecho, Joseph Goebbels. La ola nazi que todos esperaban no se materializó. Los nazis perdieron escaños y, una vez más, no lograron la mayoría absoluta que ansiaban.

Pero Hindenburg, que ya tenía 84 años y estaba enfermo, se hartó de las estratagemas de Schleicher y prescinció de él como canciller. Hindenburg le pidió a Papen, al que había cesado poco antes, que organizase como fuese una mayoría parlamentaria funcional. Papen le dijo que la única forma de lograrlo era nombrar canciller a Hitler. Argumentó que el nazi había hecho concesiones significativas y podía ser controlado. ¿Qué podría salir mal? Los estrategas conservadores celebraron su victoria. Papen dijo: «¡En dos meses, tendremos acogotado a Hitler en un rincón!»

Pero era imposible acorralar a Hitler, ni siquiera era posible desanimarlo «no porque dirigiera una maquinaria eficiente, sino porque era inmune a los naturales impedimentos humanos ante el poder: vergüenza, capacidad de cálculo o incluso el deseo de poner en marcha un programa político en particular», explica Gopnick.

¿Qué fue de…?

Los destinos finales de los protagonistas de libro de Ryback son reveladores. Cuando Hitler se hizo con el poder, el magnate de los medios Hugenberg aceptó un puesto ministerial creyendo que el radicalismo de Hitler menguaría. Pero no duró en el cargo ni un año. Goebbles no lo consideraba de fiar, entre otras cosas porque se oponía al control estatal de la economía alemana. En meses, sus negocios de prensa fueran expropiados por el régimen nazi. Al final de la guerra, fue exonerado por un tribunal de desnazificación. Murió en 1951.

Franz von Papen trabajó para Hitler como embajador en Austria y Turquía y con sus habilidades para las intrigas consiguió manejarse con los nazis. Cuando Alemania perdió la guerra, volvió a jugar sus cartas y trató, sin éxito, ser un ‘negociador para la paz’. Sin embargo, fue absuelto por el tribunal de Nuremberg y aunque el tribunal de desnazificación le condenó a ocho años de trabajos forzados, logró esquivarlos gracias a sus abogados. Papen, que había dado el impulso final a Hitler hacia el poder, murió en su casa de la Selva Negra en 1969 a los 89 años.

Hitler, ya convertido en Führer, consolidó su poder con numerosos asesinatos en sus propias filas, aquellos que podían hacerle sombra, como Ernst Röhm, demasiado idolatrado, para intranquilidad de Hitler, por las SA, las milicias de asalto nazis que el mismo Röhm había creado. Gran parte de los asesinatos políticos selectivos –al menos, 85– se llevaron a cabo en la Noche de los Cuchillos Largos, entre el 30 de junio y el 1 de julio de 1934. Kurt von Schleicher, el general que ‘empoderó’ a los paramilitares nazis para trazar su propia estrategia, fue uno de los muertos. A las 10.30 de la mañana del día 30, varios hombres vestidos con gabardina llamaron a su puerta. En cuanto se identificó, le dispararon dos tiros. Su mujer, que acudió al oírlos, también fue asesinada. Días después, Hitler lo justificaría alegando que Schleicher era un traidor que conspiraba a sueldo de los franceses.–

Judy Clarke/ABC de España

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