The Economist:
No hay nada más abiertamente partidista que una convención política estadounidense. Por eso resultó tan sorprendente que, en el jamboree demócrata celebrado en Chicago en agosto, Barack Obama decidiera dejar de lado el partido por un momento y dirigirse a todo el país: «Nuestra política se ha polarizado tanto en estos días», dijo el ex presidente, “que todos nosotros, en todo el espectro político, parecemos tan prestos a suponer lo peor de los demás a menos que estén de acuerdo con nosotros en todas y cada una de las cuestiones”. Mientras los delegados agitaban sus pancartas, lanzó un apasionado llamamiento a los estadounidenses de ambos bandos para que pusieran fin a la descomposición. «La inmensa mayoría de nosotros no quiere vivir en un país amargado y dividido», dijo. «Queremos algo mejor. Queremos ser mejores».
«Partidismo negativo» es el árido término académico para el fenómeno tenso, emocional y perjudicial que Obama describe y que aflige a la política estadounidense. Es la inclinación de la gente a votar no a un partido en el que creen, sino contra otro al que temen o desprecian. Esta forma de hacer política ha experimentado un notable aumento en las democracias de todo el mundo desde el final de la guerra fría, un aumento que se ha acelerado notablemente en la última década. Es algo nocivo.
La política anti es una táctica. No se centra en un conjunto de cuestiones ni se basa en una filosofía política. Está disponible tanto para la derecha como para la izquierda: aunque la derecha puede ser más susceptible a ella, a menudo puede utilizarse en beneficio de la izquierda. Los votantes mayoritarios sienten hostilidad hacia la extrema derecha con más frecuencia que hacia la extrema izquierda.
Los directores de campaña de todas las tendencias están más que dispuestos a utilizar la antipolítica cuando creen que les dará una ventaja. Si usted es un republicano tibio pero odia a los demócratas por la amenaza que suponen para la república; si era un «Remainer» [ciudadano británico partidario de permanecer en la UE] tan indignado por los estúpidos Brexiteers [deseosos de abandonar la UE] que no podía aceptar su victoria en el referéndum; o si desprecia a Donald Tusk por preferir adular a Alemania en lugar de defender a Polonia, lo más probable es que haya estado en el extremo receptor de una exitosa campaña negativa.
Los beneficios electorales de animar más a los «anti» que a los «pro» son evidentes. La ira despierta a la gente y la hace participar. A menudo es más fácil suscitar desprecio que entusiasmo. Si eso enfada a los partidarios del otro partido, que así sea. Motivar a tus propios votantes es más fácil que persuadir a los del otro partido para que cambien de bando. El odio también crea un margen útil para la política. Como hace que los votantes se preocupen más por los resultados políticos del partido que por cualquier otra cosa, a veces están dispuestos a apoyar planes que van en contra de sus intereses simplemente por la satisfacción de ver sufrir a sus enemigos.
Pero una poción mágica para las elecciones puede ser un veneno para la democracia, y Estados Unidos es un buen ejemplo de un lugar que está sufriendo sus efectos nocivos. Antes de la campaña electoral de este año, el Centro de Investigación Pew (Pew Research Center), una organización de sondeos y encuestas de todo tipo, preguntó a los estadounidenses por una palabra que describiera la política de su país; el 79% de ellos utilizó términos como «dividido» o «corrupto». Sólo el 2% tenía algo bueno que decir. Aproximadamente un 90% de ellos estaba agotado y enfadado; menos de la mitad se mostraba esperanzado. Es difícil ver cómo la contienda entre Kamala Harris y Donald Trump ha hecho algo por animarles. En declaraciones a Pew este mes, cuatro quintas partes de los encuestados afirmaron que no les había hecho sentirse orgullosos de su país.
El orden político no puede mantener tal cinismo sin sufrir graves daños. Según las encuestas del año pasado, casi dos tercios de los estadounidenses tienen poca o ninguna confianza en su sistema político. Algo menos de un tercio no confía en ningún partido. Si la política no funciona, es más probable que la gente enfadada recurra a la violencia, como hicieron contra los agentes de policía tras el asesinato de George Floyd en 2020 y contra los políticos electos en el asalto al Capitolio seis meses después. Una encuesta realizada por la Universidad de Chicago en enero reveló que el 12% de los demócratas, el 15% de los independientes y el 19% de los republicanos están de acuerdo en que «el uso de la fuerza está justificado para garantizar que los miembros del Congreso y otros funcionarios del gobierno hagan lo correcto.»
Dados sus nefastos frutos, ¿por qué entonces se ha extendido el partidismo negativo? «Porque funciona» es una respuesta demasiado simple. Los políticos llevan denigrando a sus oponentes desde que Cleón calumniara a Pericles en la antigua Atenas. Mientras los candidatos puedan explotar el miedo atávico y la sospecha para desencadenar hostilidad hacia el otro bando, siempre lo harán. Para que la animadversión partidista aumente hoy, algo se debe estar haciendo para que los beneficios sean mayores o los costes menores.
La cultura del agravio tiene muchas explicaciones, entre ellas la profesionalidad de las campañas políticas actuales y la fragmentación y consiguiente partidismo del mercado de los medios de comunicación. Pero también ha cambiado algo más profundo. Este ensayo trata sobre qué puede ser ese algo y qué pueden hacer los políticos al respecto.
La mayoría de los estudios académicos sobre el partidismo negativo se centran únicamente en Estados Unidos. Pero, aunque Estados Unidos se ha contagiado de un caso pernicioso de antipolítica, no es ni mucho menos el único. Centrarse únicamente en Estados Unidos confunde lo que es fundamental en todas las democracias con lo que es particular; por ejemplo, el efecto de la clasificación de los estados y condados estadounidenses en bastiones monoculturales republicanos y demócratas. Además, en el fragor de la contienda entre Harris y Trump, es difícil situarse lo suficientemente lejos como para tener una visión desapasionada de cómo los directores de campaña utilizan la antipolítica para manipular las emociones de los votantes, porque todo el mundo está ya muy metido en las suyas.
Para entender las razones profundas del empeoramiento de la política de antipatía -y quizás, por tanto, para ver formas de mejorar las cosas- The Economist ha adoptado una visión más amplia. Hemos reunido lo que creemos que es el mayor conjunto de datos de la historia sobre los sentimientos de los votantes acerca de los partidos que apoyan y a los que se oponen mediante el seguimiento de 274 elecciones en 50 democracias, desde Alemania Occidental en 1961 hasta los Países Bajos en 2021.
Recopilados con la ayuda de
Diego Garzia y Frederico Ferreira da Silva, de la Universidad de Lausana (Suiza), los datos proceden de encuestas en las que los votantes expresan su simpatía hacia su propio partido y hacia otros partidos en una escala de cero a diez. Cuando hay más de un partido distinto, hemos tomado la media. Nuestro análisis termina en 2021 porque algunos países mantienen en secreto los resultados de las encuestas electorales durante varios años y no queríamos que los datos más recientes se basaran en una muestra subyacente diferente. En cualquier caso, 60 años de datos deberían bastar para descubrir lo que está ocurriendo (nuestros datos y código pueden consultarse en
GitHub).
Durante los primeros 20 años, la gente se sentía más cálida tanto hacia el partido al que votaba como hacia los demás. Hacia 1980 empezaron a enfriarse respecto a ambos grupos. El afecto por el partido al que votaron descendió lentamente, pero por los demás partidos se desplomó. (…)
Nuestros gráficos están ponderados por población, por lo que el crecimiento de la antipolítica en Estados Unidos explica una parte significativa de este malestar adicional, especialmente en los últimos tiempos. Pero la tendencia es más amplia. El aumento del partidismo negativo puede observarse incluso si Estados Unidos, o para el caso, toda la «anglosfera», se excluye del análisis. Se observa en los sistemas bipartidistas de mayoría relativa y en aquellos en los que la representación se reparte proporcionalmente entre una plétora de partidos. Se muestra cómo ha empeorado el partidismo negativo en países de todo tipo. Podría decirse que la política democrática está infectada no tanto por la animosidad como por la panimosidad.
Analizamos estas tendencias recopilando datos sobre los factores que los académicos y otros han sugerido que podrían ser causas del partidismo negativo. Sólo pudimos mostrar correlaciones, no causalidad. Pero la ausencia de correlaciones puede arrojar serias dudas sobre la causalidad, y muchas de las correlaciones que cabía esperar no aparecieron.
Cabría esperar, por ejemplo, que en los países donde las diferencias ideológicas van en aumento la gente se enfadara cada vez más con la otra parte, pero en todo caso ocurrió lo contrario. La afluencia de refugiados no parece propagar la animadversión; una cultura de respeto por los oponentes políticos y sus argumentos no parece moderarla; las economías en auge no estaban menos divididas que las estancadas.
¿Qué hay de las correlaciones que encontramos? Una es con la percepción de amenaza de guerra. La idea de que la unidad se resquebraja sin un agresor externo tiene un largo pedigrí. Salustio, político e historiador romano del siglo I a.C., remontó a la caída de Cartago, casi un siglo antes, la agitación interna que acabó llevando a Julio César a cruzar el Rubicón. En su opinión, privar a Roma de su principal rival la privaba del objetivo común que necesitaba para seguir siendo una república.
Nuestras medidas de amenaza externa incluían el gasto militar, la frecuencia de enfrentamientos militares mortales y enfrentamientos armados, y datos de encuestas sobre el miedo a las guerras. En cada caso, los sentimientos de los votantes hacia otros partidos eran menos negativos cuando estaban más preocupados por la guerra. También encontramos que un mayor gasto militar en un país estaba correlacionado con una menor animosidad partidista. La excepción es el gasto militar de Estados Unidos, que desde el cambio de siglo ha dedicado mucho tiempo y dinero a luchar en el extranjero en ausencia de cualquier amenaza existencial para sus ciudadanos.
La otra gran correlación es con un conjunto de creencias sobre la política en sí misma. Cuando los votantes creen que la política genera beneficios económicos y sociales que todos pueden compartir, independientemente de su partido, se sienten más cercanos a la otra parte. Por el contrario, cuando ven la política como una lucha por un conjunto limitado de recursos, son susceptibles a las campañas que los enfrentan entre sí.
Cuando la gente piensa que su Gobierno es eficaz tiende a sentirse mejor con los políticos. Del mismo modo, si esperan prosperar en los próximos años y si se sienten bien con sus vidas, tienden a mirar a los partidos políticos con más simpatía. En todos estos casos, la mejora del sentimiento de los votantes es mayor hacia los partidos rivales que hacia el suyo propio.
Otro indicador de si la gente ve futuro en un país es si se queda en él. Hay muchos factores que influyen en la emigración, pero la correlación con el partidismo negativo es sorprendente, tanto si se compara un país con otro como si se observa un solo país a lo largo del tiempo.
Todo esto ayuda a explicar por qué el partidismo negativo a menudo parece comenzar con los malos sentimientos de la derecha hacia la izquierda. En general, la derecha es inherentemente más escéptica sobre las buenas obras del gobierno. También es más probable que vea la sociedad en términos de grupos en competencia. Si la derecha es más rápida en atacar de esta manera, la izquierda tiende a responder descalificando las opiniones de sus críticos como intolerantes, inmorales y fundamentalmente ilegítimas. Así, se engendra la ley del ojo por ojo.
Nuestro análisis también puede explicar esos tres pronunciados descensos del afecto por otros partidos, después de 1990, 2008 y 2016. El primero coincide con el final de la Guerra Fría. Si no el fin de la historia, fue para muchos el colapso de un rival ideológico hostil al capitalismo y, en varios países, el fin de la amenaza de un ataque soviético. Como nuestros datos terminan en 2021, no podemos decir si la invasión rusa de Ucrania en 2022 tuvo ese efecto inverso en los países vecinos, con facciones que dejaron de lado sus diferencias para trabajar juntas para proteger el Estado del que todos dependen.
Trabajar amistosamente con tus oponentes es de tontos
El segundo declive se acerca sugestivamente a las conmociones económicas que siguieron a la crisis financiera mundial de 2007-08. Tras ella, el Gobierno pudo ser retratado como demasiado incompetente para que la política fuera una gran fuente de prosperidad. En los nuevos tiempos de austeridad, el dinero escaseaba y la política se convirtió en una lucha por ver quién se quedaba con cuanto. En los rescates bancarios, independientemente de sus méritos teóricos, las élites parecían estar acaparando grandes sumas para sí mismas a costa de todos los demás. La crisis cambió la trayectoria de la política. Trabajar amistosamente con tus oponentes era para tontos; tenía más sentido apartarlos a codazos.
¿Y el tercer descenso, después de 2016? Aquí no podemos encontrar ningún desencadenante evidente. Pero esa ausencia plantea una posibilidad alarmante. En una serie de votaciones celebradas en esa época, incluida la contienda entre Trump y Hillary Clinton, la táctica del partidismo negativo se llevó a nuevos extremos. En esas contiendas se aprovechó el sentimiento generalizado contra las élites mediante un nuevo populismo de la derecha. En algunos lugares, la izquierda respondió de forma polarizadora. La táctica electoral de la oposición se convirtió en la estrategia definitoria de la política y el Gobierno.
El partidismo negativo no sólo es indecoroso, sino que puede llevar a la política a una espiral descendente. En un sistema sano, todos tienen algo que ganar trabajando juntos. El gobierno presenta todo un panorama de posibilidades, algunas de las cuales pueden atraer a facciones de partidos rivales. La antipolítica del partidismo negativo lo reduce a un espectro unidimensional de suma cero entre nosotros y ellos.
Cuando la búsqueda del poder domina el uso del poder, sabotea los mecanismos que producen un gobierno eficaz. El gobierno requiere compromiso. Sin embargo, los legisladores se esfuerzan por trabajar al otro lado del pasillo, porque sólo un vendido cedería terreno a los malvados del otro lado. El compromiso requiere debate. Sin embargo, los medios de comunicación, cuyo negocio se nutre de conflictos, rumores, caricaturas y conspiraciones, orquestan alegremente una pelea a gritos. El debate requiere hechos. Pero los políticos que buscan demonizar a sus oponentes se esfuerzan y rompen los límites de la verdad, denunciando la corrupción, el extremismo o la traición del otro bando. Afrontar los hechos requiere liderazgo. Pero los malos candidatos prosperan porque los votantes enardecidos por los supuestos monstruos del otro bando están más dispuestos a pasar por alto los defectos de su propio campeón.
La antipolítica colapsa todo en un espectro unidimensional de suma cero
Cuando el gobierno se vuelve disfuncional, los partidarios prosperan. Como muestran nuestros datos, esto se debe a que el país se parece más a un lugar unidimensional de suma cero que premia el partidismo negativo como táctica electoral.
Para ver este bucle de retroalimentación destructiva en acción, consideremos tres ejemplos. En Gran Bretaña, los políticos enardecidos por el rencor y el desprecio que caracterizaron la campaña del referéndum del Brexit fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre una política para abandonar la UE. En Polonia, el odio entre los dos principales partidos creó un pretexto para que el Gobierno se apoderara de las instituciones que sustentan el Estado de Derecho imparcial. En Estados Unidos, la campaña presidencial de 2004 vio recompensada en las urnas una despiadada iniciativa para invertir los hechos sobre el historial bélico de un candidato, sentando un funesto precedente.
El referéndum sobre el Brexit de junio de 2016 estuvo marcado por el desprecio en ambos bandos: unos se mofaban de la élite cosmopolita y otros miraban por encima del hombro a los fanáticos nacionalistas. Sin embargo, el Brexit fue inusual porque produjo un resultado que obligó a los activistas a abandonar su campaña negativa y a presentar políticas prácticas. En esto fue como la sentencia del Tribunal Supremo estadounidense que anuló el derecho al aborto establecido por el caso Roe contra Wade. El euroescepticismo y la política provida fueron grandes motivadores. Pero cuando los perros atraparon a los coches, personas que sabían con convicción a lo que se oponían, de repente tuvieron que decir qué cosa favorecían. Y se quedaron perplejos.
Los partidarios del Brexit no estaban preparados para un debate muy técnico sobre cómo negociar la salida de Gran Bretaña. ¿El Brexit debe ser duro o suave? ¿Debería Gran Bretaña aspirar a ser como Noruega o Suiza, que están cerca de la UE en algunos aspectos, pero no en otros? ¿O debería abandonar la UE sin ningún tipo de acuerdo? Se desató el caos. Como los partidarios de la salida no se ponían de acuerdo sobre lo que querían, Gran Bretaña no tenía una posición coherente en las conversaciones con la UE. El Parlamento se estancó cuando los diputados conservadores, presas del vértigo de la resistencia, se rebelaron contra su propio Gobierno.
En un sistema político sano, los políticos británicos se habrían reunido para decidir qué Brexit satisfaría mejor los numerosos intereses en juego. Para algunos Brexiteers, sin embargo, la «dureza» del acuerdo se convirtió en una prueba de pureza en lugar de una cuestión de política práctica. Los partidarios del Brexit, como The Economist, llenaron el vacío con apasionados llamamientos a un referéndum de confirmación, alimentando una narrativa de traición según la cual el verdadero Brexit estaba siendo saboteado por los partidarios del Brexit. El Brexit y sus consecuencias dañaron gravemente la fe de los británicos en la competencia de sus políticos.
El Brexit estiró y retorció la mal codificada Constitución británica. Las tradiciones, las normas y las instituciones suelen aceptarse como buenas formas de refrenar las pasiones. Sin embargo, si los políticos pueden convencer a sus partidarios de que el carácter de sus oponentes pone en peligro a la nación, pueden enmarcar la ruptura de las normas y el estiramiento de las reglas no como vandalismo constitucional, sino como valentía y liderazgo fuerte.
El ejemplo reciente más dramático fue el intento de Trump de frustrar el traspaso pacífico de poderes tras las elecciones de 2020. Una erosión más gradual tuvo lugar en Varsovia, donde, en el transcurso de las dos últimas décadas, un par de dotados políticos poscomunistas se dedicaron firmemente a impulsar la polarización.
Donald Tusk, que domina Plataforma Cívica, y Jaroslaw Kaczynski, que domina Ley y Justicia (PiS), empezaron su vida política luchando codo con codo contra el comunismo. En 2005, ambos partidos estuvieron a punto de formar un gobierno de coalición. Desde entonces, cada uno ha demonizado al otro, sobre todo después de que el hermano gemelo de Kaczynski, Lech, muriera al estrellarse el avión en el que viajaba el 10 de abril de 2010. Aquella catástrofe dio pie a teorías conspirativas sobre la colaboración de Tusk con el Gobierno ruso para ocultar los detalles de lo que realmente ocurrió aquella mañana de niebla en las afueras de Smolensk.
La mayoría de los politólogos creen que la polarización en Polonia comenzó como una forma de diferenciarse entre dos partidos poscomunistas similares. Para atraer a los votantes de fuera de las grandes ciudades, que sentían que les había ido mal tras el colapso del Pacto de Varsovia, el PiS dijo que la Plataforma Cívica era impía, globalista y que vendía Polonia a las élites cosmopolitas. Por su parte, la Plataforma Cívica tachaba a los votantes del PiS de reaccionarios y poco sofisticados. Las tácticas se endurecieron hasta convertirse en identidades enfrentadas, y esas identidades alimentaron una amarga lucha por el poder que empezó a destrozar las jóvenes y vulnerables instituciones polacas.
Tusk y Kaczynski han impulsado la polarización
Un antiguo ministro describe así el modelo de negocio: necesitas miedo para motivar a tu base: «ponle cuernos a Tusk, haz que parezca el diablo, Satán o un nazi». Así se ganan unas elecciones. Pero no es en sí mismo una base firme para el poder a largo plazo. A diferencia de las políticas sobre las que se puede construir, el miedo es un activo que se gasta y que hay que reponer, lo cual es un trabajo duro. La mejor garantía para mantenerse en el poder es aprovechar el tiempo que se esté en el poder para hacerse con las instituciones del país.
Con Kacynski, el PiS gestionó cada vez más empresas estatales y medios de comunicación como si fueran extensiones del partido. También entró en un prolongado conflicto con la UE sobre la sustitución de altos jueces polacos. El PiS insistía en que, dado que los jueces nombraban a sus propios sucesores, el poder judicial nunca había sido debidamente purgado de su pasado comunista. Sus oponentes acusaron al PiS de otra toma de poder partidista. Dicen que si, habiendo ganado las elecciones en 2015 y 2019, el partido hubiera obtenido un tercer mandato en 2023, habría establecido tal control sobre las instituciones de Polonia que habría sido difícil expulsarlo del cargo, de forma muy parecida a Fidesz, el partido de Viktor Orban, en Hungría.
Una tercera forma en que la antipolítica se alimenta de sí misma es erosionando la verdad. En Polonia, la idea de que el señor Tusk conspiró en el accidente aéreo de Smolensk no tenía por qué ser cierta para sembrar la sospecha de que no era un verdadero patriota. Con el Brexit, la afirmación de los partidarios de la salida de la UE de que la pertenencia a la UE llevaría a un gran número de turcos a trasladarse a Gran Bretaña no tenía sentido, y ellos lo sabían. Pero les ayudó a centrar la atención en la inmigración. Se podría haber pensado que los mentirosos serían castigados por estirar la verdad. Pero
cuando la política está consumida por el odio y el desprecio, mentir forma parte de la emoción.
Las redes sociales son un vehículo para todas estas mentiras, pero no las crearon. Un ejemplo temprano, y especialmente significativo, se produjo en la campaña presidencial de 2004, cuando John Kerry se enfrentó a George W. Bush. Kerry dio mucha importancia a su condición de héroe de guerra. «Sus tres Corazones Púrpuras podían acallar a quienes le tachaban de ‘chiflado’», escribió Mitch Reyes, del Lewis & Clark College de Oregón, en un análisis publicado un par de años después. «Su Estrella de Plata podría acallar las críticas a su historial de seguridad nacional».
Los Swift Boat Veterans for Truth tenían otras ideas. Se trataba de un grupo de unos 200 ex combatientes de Vietnam, algunos de los cuales afirmaron haber luchado junto a Kerry. Poco después de la convención demócrata (en la que Kerry saludó a la multitud diciendo que «se presentaba al servicio»), afirmaron que no había ganado sus medallas de forma justa, cuestionaron su versión del pasado y le acusaron de ser deshonesto y poco digno de confianza. Los Swiftvets publicaron a continuación un anuncio y un libro en los que despreciaban el «valor robado» de Kerry. En pocas semanas, su ventaja sobre Bush se había evaporado. Perdió las elecciones.
Las afirmaciones de los Swiftvets eran falsas. Muchos de ellos no habían luchado junto a Kerry. Su campaña presentó pruebas convincentes de que algunos de los veteranos habían elogiado su carácter antes de que fuera el candidato demócrata, y de soldados que respaldaban su versión de lo ocurrido en Vietnam. Un investigador naval confirmó a principios de septiembre, dos meses antes de las elecciones, que sus medallas se habían concedido correctamente. Lo que un asesor anónimo de Bush denominó «la comunidad basada en la realidad» no tenía una respuesta adecuada a las acusaciones. En su ausencia, se confirmó la afirmación del funcionario al New York Times de que «creamos nuestra propia realidad». La realidad creada era que la experiencia de Kerry en Vietnam no lo calificaba para ser comandante en jefe de Estados Unidos. Uno de los artífices de los mensajes de los Swiftvets fue Chris LaCivita, que ahora es codirector de la campaña de Trump.
En la política consumida por el odio, mentir forma parte de la emoción
¿Condena este escenario catástrófico a la democracia? No necesariamente. Nuestros datos muestran que en algunos lugares la antipolítica ha disminuido. Disminuyó en Corea del Sur desde 2004 hasta las elecciones de 2016 (no tenemos datos más allá de eso); en Chile desde finales de la década de 1990 hasta aproximadamente 2020; en la República Checa desde 1996 hasta 2013 y en Suiza desde principios de la década de 2000 hasta las elecciones de 2015. En otros lugares, como Taiwán, Islandia, Japón, Noruega y Alemania Occidental, la animadversión partidista ha sido sistemáticamente baja.
Gran Bretaña ha tenido la suerte de que los duros bandos que se formaron en torno al Brexit no se tradujera en lealtades partidistas fijas. De hecho, los votantes británicos se han mostrado cada vez más dispuestos a cambiar su lealtad entre partidos en los últimos años. Al hacerlo, demostraron una debilidad clave de la antipolítica: a cierto nivel, la competencia importa. El desastroso minipresupuesto que la administración de Liz Truss presentó en otoño de 2022 provocó una corrida de la libra y puso fin a su mandato. Por mucho que ella argumentara que había sido saboteada por el Estado profundo, los votantes británicos se dieron cuenta de que los había empobrecido a todos, es decir, que la política no es en realidad una competición de suma cero.
Los pésimos resultados de una política no son la única forma en que la realidad afecta a la capacidad de los políticos para suscitar animadversión casi de la nada. Un equipo de politólogos estadounidenses descubrió que la fuerte división partidista sobre cómo abordar el covid-19 se atenuaba en las personas cuyas vidas se habían visto directamente afectadas por el virus. Mientras negarse a usar tapabocas pareciera una insignia de lealtad política, los partidistas no se las pondrían. Si descubrían de primera mano que esto suponía un peligro para ellos o su familia, cambiaban de actitud.
En Polonia, Tusk logró convencer a los votantes de que la captura institucional del PiS amenazaba la democracia polaca. En las elecciones del año pasado se alió con otros partidos para hacerse con el poder. Desde que asumió el cargo, ha utilizado a veces tácticas de mano dura para sustituir a personas nombradas por el PiS, incluso en la agencia estatal de noticias y en emisoras de radio y televisión.
Pero invertir el partidismo negativo no es fácil. Naturalmente, el PiS ha vuelto a acusar a Tusk de abuso de poder. Las normas y las instituciones caen víctimas de las maniobras partidistas con angustiosa rapidez pero, como probablemente demuestre Polonia, el trabajo que supone restaurarlas es largo y arduo.
La historia de Israel es aún más aleccionadora. El país es una parábola de cómo puede proliferar la antipolítica cuando las circunstancias la favorecen. Y su experiencia sugiere que el proceso muestra mucha histéresis. Los nefastos resultados persisten incluso cuando las condiciones que los crearon se han hecho añicos.
Antes de los ataques asesinos lanzados por Hamás el 7 de octubre de 2023, Israel había sido terreno fértil para la antipolítica. La sensación de amenaza externa nunca había sido tan baja, ya que Israel había firmado la paz con un país árabe tras otro. La política dividió a los ciudadanos del país en grupos. A muchos israelíes les molestaba que los ultraortodoxos no tuvieran que servir en las fuerzas armadas. A pesar de ser formalmente iguales, los árabes-israelíes eran de hecho ciudadanos de segunda clase. Y el primer ministro, Binyamin Netanyahu, estaba siendo juzgado por corrupción. Netanyahu, que negaba rotundamente haber actuado mal, había difundido teorías conspirativas sobre cómo «elementos de la policía y de la fiscalía se habían aliado con los medios de comunicación de izquierdas» para fabricar casos infundados contra él.
Las divisiones alcanzaron un punto crítico en el verano de 2023. El gobierno más derechista de la historia de Israel se había propuesto cambiar las instituciones a su favor, frenando el poder del Tribunal Supremo. Sus opositores organizan las mayores manifestaciones de la historia del país. Los reservistas amenazan con no presentarse a filas. Con motivo del 75 aniversario de la independencia de su país, Yair Lapid, líder de la oposición y ex primer ministro, se preguntaba en una columna de The Economist si Israel podría seguir siendo una democracia vibrante.
Los atentados del 7 de octubre deberían haber cambiado todo eso. Los costes de la división se han arrojado brutalmente bajo una nueva luz. Se ha despertado un sentimiento de amenaza, no sólo porque 1.200 personas fueron asesinadas esa mañana, sino también porque el país lucha ahora contra Hamás en Gaza, Hezbolá en Líbano y los Houthis en Yemen y ha montado ataques aéreos contra Irán. A pesar de ello, Israel estuvo unido en el dolor y la conmoción durante sólo unas semanas. Aún no se dispone de datos cuantitativos, pero para Omer Yair, de la Universidad Reichman de Israel, que estudia la polarización, el país parece tan dividido como siempre. La derecha culpa a la izquierda de haber debilitado sus defensas antes del atentado; parte de la izquierda culpa a la derecha. Netanyahu sigue siendo conflictivo y polarizador a pesar de que Israel acaba de matar a los líderes de Hamás y Hezbolá. Israel demuestra que cuando la antipolítica consigue un control lo suficientemente firme, puede ser difícil de revertir.
En ningún lugar se dedica tanto dinero, estudio y talento a la política como en Estados Unidos. En ningún lugar la política está tan determinada por datos sofisticados sobre el comportamiento de los votantes. Esto no tiene nada de malo. Pero tampoco es ninguna protección contra la disfunción. Hasta cierto punto parece lo contrario.
Demasiados esfuerzos se dedican a lo que los rusos llaman «tecnología política»: la piratería de ganar elecciones explotando el instinto profundamente arraigado y universal de los votantes de permanecer unidos ante una amenaza. A medida que ha aumentado la energía dedicada a las campañas negativas, se ha atrofiado el Gobierno en Estados Unidos. A medida que el Gobierno se ha atrofiado, los estadounidenses han llegado a ver a Washington como un lugar unidimensional, de suma cero, donde los partidarios se pelean por el botín, pero no hacen nada para que todo el país sea más próspero. Tachar a los políticos normales de extremistas ha agotado el lenguaje del castigo, sin dejar nuevas palabras que utilizar cuando los verdaderos extremistas pujan por el poder.
Un hecho destacable es que se ha hundido la confianza en el Gobierno en los últimos 60 años. Lo primero que hay que señalar es que ha caído tanto que resulta sorprendente que se pueda hacer algo. Lo segundo es observar el patrón de la caída. En los años sesenta y setenta, republicanos y demócratas fueron notablemente similares en su respuesta a la guerra de Vietnam, que no se podía ganar, y a la conspiración del Watergate, bajo los presidentes Lyndon Johnson y Richard Nixon. Con Ronald Reagan los republicanos ganaron algo de fe; con Bill Clinton lo hicieron los demócratas; los atentados del 11-S con Bush recordaron a los estadounidenses de todas las tendencias que el gobierno importa. Pero por poco tiempo. Hoy, la actitud de los votantes cambia en cuanto un presidente del otro partido entra en la Casa Blanca, sin otra razón obvia que la de detestarle a él y a todas sus obras.
La hipérbole ha creado el espacio para que los ogros y bárbaros se encarnen y se hagan presentes
Como señala la politóloga Lilliana Mason, ser demócrata o republicano se ha convertido en una «megaidentidad» que define muchas otras cosas sobre la forma en que la gente decide llevar su vida. La consistencia de esa división es misteriosa, pero una de las razones puede ser que, cuando los votantes están motivados por el miedo y la desconfianza, les inquieta que un único partido consiga una ventaja consistente. Cada elección se convierte en una elección a favor del cambio.
La votación del 5 de noviembre es una oportunidad para empezar a enderezar esta situación. Hasta ahora las señales no son buenas. Trump ha adoptado una plataforma aún más negativa que antes. Ha condenado a Harris como una «vicepresidenta de mierda» y ha dicho que «es marxista y fascista». Ha hablado de venganza contra quienes considera que le han perseguido, y ha advertido de la presencia de alimañas y de un enemigo interior. Y ha declarado en términos apocalípticos que «este mundo se hunde», entre vítores de sus partidarios. Hace tiempo que dejó atrás la verdad; las afirmaciones de una lucha política a vida o muerte entre el bien y el mal, que empezaron como una hipérbole, han creado el espacio político para que los ogros y bárbaros se encarnen y se hagan presentes.
Joe Biden hizo campaña con la idea de que Trump era un tirano en ciernes y que, por tanto, votar por él era una quiebra moral. Durante gran parte de su campaña, Harris ha intentado ser más optimista. Cuando se vio catapultada a la nominación tras la retirada de Biden en julio, trató de presentarse como la candidata del cambio. Parte de ese esfuerzo consistió en mirar hacia el futuro, declarando en su discurso de la convención que las elecciones eran «una oportunidad preciosa y fugaz para dejar atrás el rencor, el cinismo y las batallas divisivas del pasado, una oportunidad para trazar un nuevo camino hacia delante. No como miembros de un partido o facción, sino como estadounidenses». Sin embargo, a medida que ha ido perdiendo terreno en las encuestas, su retórica se ha vuelto más negativa. El 23 de octubre aprovechó las acusaciones del antiguo jefe de gabinete de Trump para calificar a su oponente de «fascista».
Si Trump gana las elecciones, ¿se hundirá aún más Estados Unidos en la oscura antipolítica de la animadversión? ¿O, a diferencia de Israel, la amenaza exterior de China y sus socios en Rusia, Irán y Corea del Norte ayudará a unir al país? Si Harris gana y -en contraste con 2020- el Sr. Trump no logra persuadir a su partido de que el voto fue robado, ¿lo tomarán los consultores como una señal de que el catastrofismo se ha convertido en una táctica perdedora? ¿Podría la próxima generación de líderes llegar a la conclusión de que el país necesita más del optimismo de Harris?
De ser así, una serie de medidas podrían contribuir a devolver la salud a la política, demostrando que un gobierno eficiente puede beneficiar a todos, independientemente del partido al que pertenezcan. Dar justificaciones razonadas de las políticas parece funcionar, presumiblemente porque los votantes pueden entender más fácilmente cómo el gobierno puede servir al bien común. Dado que las percepciones de injusticia, y especialmente la compra de votos, están vinculadas a una marcada animadversión contra tu propio bando y aún más contra los demás, la obsesión estadounidense por hacer trampas en las elecciones es especialmente dañina. Lawrence Lessig, de la Universidad de Harvard, sostiene que las asambleas de ciudadanos son una forma de poner en marcha una fase constructiva de compromiso político. Un ejemplo es Irlanda, que votó abrumadoramente a favor de legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo y el aborto después de que asambleas de 18 meses superaran un atasco legislativo aparentemente inamovible.
En todas las democracias del mundo, la tarea consiste en restaurar la fe en la política. Si los votantes creen que la política puede ser justa y por el bien común, estarán menos enfadados. Si piensan en políticas en lugar de en héroes y villanos, es más probable que traten a ambos partidos como legítimos. La gente necesita creer que la política no consiste sólo en decidir quién consigue qué, sino en hacer la vida mejor o peor para todos, y que el resultado depende de sus propias decisiones.
No cabe duda de que, independientemente de lo que pretendan los mercaderes de agravios, las decisiones de los votantes marcan la diferencia. A menudo se tacha a la política de cínica y sucia, pero, como dijo Obama en Chicago, no tiene por qué ser así. Bernard Crick, teórico de la política, celebraba la política como un logro humano sublime. Permite a sociedades complejas resolver sus diferencias y asignar recursos escasos para el bien común sin recurrir a la violencia. El compromiso en política crea la estabilidad necesaria para que la gente persiga sus sueños sin concesiones.
La idea de que el voto en Estados Unidos el 5 de noviembre podría determinar el rumbo de la historia es el tipo de afirmación grandilocuente que cabría esperar de los partidarios que intentan agitar a sus bases. Esta vez podría ser verdad. –
Image: Miguel Porlan
The Economist/31 de octubre 2024