Una carta desteñida
Sigo buscando libros y tratando de encontrar nuevos indicios y señales para entender el sentido de mi hallazgo
Reporte Católico Laico ofrece a sus lectores un cuento de Reyes en la festividad de la Epifanía
Horacio Biord Castillo:
Los dueños de un almacén de pinturas en San Antonio de Los Altos, ubicado a la orilla de la carretera Panamericana[1], obsequian libros usados. No sé cómo surgió la idea. Ahora mucha gente aporta ejemplares que aseguran la continuidad de la iniciativa. Se exhiben encima de una mesa que se coloca en la parte de afuera del establecimiento y a veces también adentro, en especial cuando llueve o quedan pocos volúmenes. Es un pequeño centro comercial muy concurrido y quienquiera se detiene, revisa los libros y se lleva los que sean de su interés: amas de casa, oficinistas y trabajadores, casi ningún estudiante, empero. En un cartoncito, escrito a mano, se ruega a los usuarios dejarlos en orden. Con frecuencia paso por allí y debo confesar que he conseguido muchos libros para mí o para otras personas, a quienes obsequio alguno acorde con sus gustos.
Con la ilusión de darme un regalo para leer en los primeros días del nuevo año, pasé por allí la tarde del 2 de enero. Contrariamente a lo que se podía esperar en una fecha tan cercana a las celebraciones decembrinas, la tienda ya había abierto y en la mesa relucían manuales de matemáticas, leyes, recopilaciones de sentencias y manuales para calcular impuestos.
Debajo de aquellos edictos de la ley, que evocaban condenas de tribunales, tasaciones y empadronamientos, encontré cosas más seductoras. Había un libro sobre cómo medir el aura de las personas y un relato de viajes, traducido del francés, que tenía por subtítulo “en busca de Marco Polo”, y cuyo autor era M. Laragnon Dévot des Rois. Sin pensarlo dos veces, tomé ambos. Allí mismo, mientras apenas empezaba a hojear el libro de relatos, encontré entre sus páginas un texto manuscrito doblado. Lo abrí con mucho cuidado para no dañar el delgado papel, de calidad entre pergamino y cebolla.
Ya en la casa desenvolví por completo el manojo de papeles. La letra lucía bastante regular, sin trazos sinuosos, escrita con tinta verde. Por contacto con la humedad, se había desteñido y chorreado con profusión. Todo ello debió ocurrir antes de que se guardara el manojo dentro del libro, pues las páginas donde lo encontré y las contiguas no mostraban manchas de humedad ni trazos de tinta verde.
Por instinto derivado de la costumbre, busqué de inmediato en las primeras páginas el nombre del dueño del libro, alguna dedicatoria o fecha, pero no había nada, excepto una tarjeta de saldo de esas que, en una época, se usaron para hacer llamadas desde los teléfonos públicos, inicialmente llamados monederos, cuando todavía no existían o no se habían popularizado los móviles. El libro no parecía estar relacionado con el documento. Este, en cambio, y el dueño del libro, o el último de sus dueños en el caso de haber tenido varios, quizá hubieran tenido alguna vinculación, pensé. También pudiera tratarse de objetos solo unidos por el azar. Alguien pudo haber marcado una página al revisar el libro en la mesa y olvidó el papel, por ejemplo.
Aquel fajo, plegado de nuevo sobre un primer y distinto doblez, era en realidad una carta, con data pero sin lugar. Por el estado del papel, sin manchas amarillas que delatasen antigüedad, parecía más bien reciente ya que la fecha aparecía muy borrosa. Me dispuse a leerla con gran curiosidad, pensando que, si había llegado a mis manos de una manera tan fortuita, sería por alguna velada razón o que algo, al menos, debía aprender o derivar de aquello. La humedad había causado manchas y corrimientos de las letras, por lo que parte del texto resultaba realmente ilegible. Sin embargo, se podía seguir el sentido general.
Su autor se dirigía a alguien muy cercano, quizá su pariente, compadre o amigo. Tras un simple y, a la vez, cálido “Mi querido Jesús”, empezaba el relato: “Te escribo desde esta ciudad a la que me mudé hace unos meses”. Sigue una oración larga de la que solo se salvaron unas pocas palabras “allá”, “lamenté”, “espero vol[manchado]”. Le da noticias de sus actividades y labores: “Afortunadamente conseguí un trabajo, gracias al apoyo de un amigo de [ilegible]”.
Sin duda, se trataba de un migrante acosado por la soledad personal y el distanciamiento de sus parientes y amigos, de su tierra natal. De tanto en tanto, se queja de la situación que vive; “duele haber tenido que salir, dejar tantas [ilegible] y afectos y estar tan lejos”. No obstante, le dice al destinatario que lo han tratado bien, aunque aún se ha relacionado muy poco. “No he conocido sino a escasas personas, entre ellas a un vecino de la parte de atrás de la casa”.
Explica que vive en un pequeño departamento, ubicado en un vecindario que en una época debió ser un barrio elegante o más cuidado de lo que luce en la actualidad, pues ya se notan signos de deterioro y decadencia. “No es feo, pero a veces deambulan mend[desteñido], chul[roto] y prost[ilegible] y muchas casas han sido divididas en pequeñas residencias de alquiler, como la q[ue oc]upo”.
Los ventanales del apartamento, le cuenta, no dan hacia la calle sino hacia una casa que tiene entrada por la calle posterior. “Las ventanas y un pequeño balcón con [el texto está borroso, pero parecería que sigue “plantas y objetos”, aunque solo se lee “tas” y “je”] casi chocan con las [desteñido, tal vez “mías”]”, apunta.
En esa casa vive un hombre de avanzada edad, que parecería ya retirado, aunque de aspecto fuerte y lozano. Suele asomarse al balcón, “para cuidar las plantas y recibir el sol porque aquí el frío y la hu[desteñido] reinan casi todo el tiempo”.
El remitente añade que su vecino “Llegó hace muchos años de” y allí justo un gran manchón impide seguir leyendo. Tiene muchos libros, cuadros y objetos que se divisan por las ventanas y la puerta del balconcillo, según precisa. A veces, ambos vecinos conversan: el hombre parado en su balcón y el remitente desde la ventana.
“Nunca he ido a su casa ni lo he visto más allá de [ilegible]. A veces me cuenta historias [desteñido] no [ilegible] de su vida[2] y me da indicaciones sobre esta ciudad tan grande y de tráfico enrevesado”. Este último término no está tan claro, pero se puede inferir por el contexto. “Insiste en que la [desteñido] manera de moverse [roto] es [ilegible] prestando atención [quizá señales ??] o rótulos, como dicen aquí, [manchado] tránsito”.
El vecino también le prestaba libros y discos, que le “pasa por medio de una cesta atada a una caña que él usa [roto] enviar o recibir [ilegible, tal vez objetos o bártulos] poco pesados”.
En la carta, su autor le cuenta al destinatario que, no obstante la extraña forma de contacto, el anciano “se ha convertido en mi mejor amigo, aunque no hemos intimado mucho y no sé, ni siquiera, si vive solo o con su familia u otras personas que lo acompañen. No me ha contado mucho de las razones [roto]”. En este punto nuevamente se pierden las palabras y parecería que comenta sobre los orígenes del anciano y un viaje que aún tiene pendiente, a pesar de su edad, una búsqueda no concluida pero anhelada, un reto. Ya al final del deteriorado párrafo, entre ribetes y flecos verdosos, se lee “me lleva a pensar que […] salió hace mucho tiempo”. Al parecer conoce muchos países y lugares (“ha viajado muc”, se lee en alguna parte). Es, pero ya esto constituye una inferencia o hipótesis solo mía, como si el principal oficio de aquel hombre haya sido ser viajero, quizá un vendedor o alguien que por razones de trabajo o incluso de gusto personal, cuando no por las dos razones, recorría muchos, distintos y apartados lugares.
No sería irrelevante preguntarse qué interés tendría el remitente en contar tantos detalles sobre su vecino. Quizá se pueda hallar alguna pista en una pequeña e incluso críptica frase, por fortuna bastante legible, a pesar de estar entre otras ya del todo imposibles de entender: “es un sabio”. Tal vez el remitente lo viese o asumiera como un protector, una figura paterna que lo amparase y consolara en medio de la tristeza de su situación.
Hasta ahí las referencias al vecino en la carta. De resto, entre borrones y pequeños ríos de tinta verde, la misiva da cuenta de noticias íntimas, algún evento familiar evocado con nostalgia y hechos cotidianos carentes de trascendencia. Sin embargo, la lectura de los fragmentos todavía legibles me llevó a buscar en el libro donde encontré la carta otros posibles indicios que permitieran reconstruir o ampliar aquella historia.
A veces, lo que siempre me ha incomodado o cuando menos sorprendido, la gente escribe notas o datos, nombres, direcciones o números telefónicos en las últimas páginas de un libro. Las del ejemplar que encerraba la carta habían sido desprendidas sin estropearlo, casi de forma imperceptible. Solo quedaba un pedacito de papel que simulaba una barriga de irregulares contornos, un mapa de territorios ignotos, quizá un pequeño continente con cordilleras, ríos, lagos, bosques y también desiertos e islas fabulosas en sus costas. Tendría grandes ciudades y descomunales castillos, fortalezas y murallas, templos y puentes, rebaños y cotos de caza. Con solo colocar el dedo sobre aquellas tierras de papel, casi se podía sentir el aroma de las cocinas, las voces de pastores y comerciantes, las peticiones de los soberanos y los juegos de los niños, los portentos de sus magos.
Más allá de la tentación de aquellos mundos, apenas advertidos al acariciar ese borde anfractuoso de la pretendida última página, solo disponía de cuatro elementos más: la carta desteñida e imposible de seguir con coherencia, el libro mismo, la tarjeta de teléfono ilustrada con médanos bajo una noche estrellada para promover el turismo y el vago conocimiento de aquella conexión entre el remitente y su vecino, tan fortuita como mi involucramiento en esta historia.
Aumentaba, cada día más, mi curiosidad sobre esas coincidencias y mis deseos de comprenderlas se habían convertido en impostergable necesidad. A la par de ello, también se incrementaba mi confusión.
El libro de M. Dévot evoca y celebra los viajes de Marco Polo. El autor narra cómo hizo varias de las rutas indicadas por el célebre viajero. Algunas referencias geográficas de los relatos de Laragnon Dévot son verificables, a pesar de las inconsistencias en la transcripción de palabras y nombres en lenguas bárbaras. En cambio, muchos otros lucen ficticios, como los referidos a los encuentros con héroes y dignatarios vestidos con colores semejantes al ocaso o a la aurora, según apunta. Quizá, lo cual es razonablemente probable, su narración y prolijidad de detalles estén trastocados por las reminiscencias del autor, que parecía emocionarse al contarlas porque las volvería a vivir con igual intensidad.
Allí donde encontré la tarjeta de teléfono, se puede leer “Los reyes de estos países a veces se demoran y parecen evitar, o incluso extraviar, las rutas principales. Sus camellos, con no poca frecuencia, se quedan atascados en los arenales sin fin que como bailarinas cruzan los caminos. Para recuperar las energías tras las fatigosas jornadas, los señores y su séquito se distraen en festines bajo la luna o, ya en villas y ciudades, visitando los amplios bazares instalados sobre tapetes de arabescos y bajo gruesos toldos” (p. 240).
Una observación final, que yace como pedestal de ese aserto, colocada tras una larga enumeración que omito para evitar la dispersión y el cansancio, señala que “Son muchos los obstáculos del viaje y las tentaciones que demoran el progreso de los pasos; pero siempre las caravanas reales, con sus pajes, acróbatas y prestidigitadores, encuentran la manera, no exenta, como hemos mostrado, de abundantes sinuosidades, de llegar al destino marcado por los astros. Si, en medio de aquellas francachelas y convites que a veces se arman, alguien pierde la pista, quizá vencido por el agotamiento y los vinos guardados en odres y botijas de arcilla, sigue buscándolo hasta encontrar a sus compañeros o el germen de la inicial salida, sin importar el tiempo que se invierta en aguardar como señal una estrella en el Oriente, lo que ha dado pábulo a innúmeras leyendas e historias” (p.244).
Leyendo al viajero francés, me da por pensar que el condescendiente anciano de la carta desteñida quizá haya concluido su paciente espera. Mientras tanto sigo buscando libros y tratando de encontrar nuevos indicios y señales para entender el sentido de mi hallazgo.-
San Antonio de Los Altos, enero, 2025
Fotografía: Xavier Villegas Godoy
[1] De fácil identificación gracias a las nuevas tecnologías de geolocalización.
[2] Parecería decir que le cuenta historias que no necesariamente son verdaderas o al menos no se refieren propiamente a su vida, pero esas líneas están muy deterioradas.