
Nelson Martínez Rust:
El treinta y uno de diciembre del 2022 moría en la paz del Señor el que en vida fuera Joseph Aloisius Ratzinger. El año pasado se cumplió el segundo aniversario de su partida. Debo ser sincero: esperaba un reconocimiento más cálido por parte del Vaticano, dada la trascendencia de la obra realizada, no solo en el campo de la teología sino también por el significado y la trascendencia de lo que Ratzinger aportó en su momento a la Iglesia del postconcilio y en los años de preparación del mismo. Un cardenal amigo celebró la Eucaristía en las grutas vaticanas en su sufragio acompañado por un grupo de fieles cristianos. En seguida vino a mi mente un momento de la liturgia antigua “In summo Pontifice Eligendo” = “Con motivo de la Elección Papal”. Después de ser elegido y de la prestación de fidelidad llevada a cabo por el resto de los cardenales electores, en presencia del nuevo Sumo Pontífice, se quemaba un pedazo de estofa. Mientras la tela ardía consumiéndose, uno de los cardenales dirigía la palabra al elegido diciéndole: “Pater Sancte, sic transit gloria mundi”. ¡Nada queda de la grandeza de este mundo!
La vida de Ratzinger no me ha sido indiferente. Desde hace muchos años he admirado en él su capacidad y honestidad intelectual, su conciencia de saberse en las manos de Dios y su firme deseo de cumplir con su voluntad – echo que se le fue manifestando mediante acontecimientos históricos personales, diría que en “el día a día de su existencia” – su apasionada e incesante búsqueda de “La Verdad”, y, finalmente, su postura clara, sin estridencias ni ambigüedades, pero firme en los momentos que eran necesarios. Su personalidad como también sus escritos me han hecho profundizar seriamente en mi propio caminar espiritual, de manera determinante mediante la lectura de su libro: “Servidor de vuestra alegría. Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal”.
A dos años de su muerte y con el deseo de brindar un muy pequeño reconocimiento póstumo, al hombre “buscador incansable” de “La Verdad”, que terminó sus días de peregrino diciendo: “Jesús, te amo”, he deseado, poner por escrito mis reflexiones nacidas del libro anteriormente citado. Por lo tanto, el escrito de esta semana y el de la próxima estarán dedicados a su memoria.
1.- “Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13,15).
Cuando se habla de espiritualidad, habitualmente nos referimos a un fundador, a una escuela, o a una corriente espiritual. De esta manera se habla de la espiritualidad carmelitana, ignaciana, agustiniana, benedictina, monacal… Cada una de estas espiritualidades compromete, de manera particular, a sus seguidores, a vivir la imitación y el seguimiento a Cristo, según el matiz acentuado que le ha dado su fundador. La Iglesia es rica en este sentido. Ella refracta, como lo hace un prisma, la única luz procedente de la gloria de Dios-Padre, manifestada por medio de Cristo y realizada en medio de los hombres por obra de la acción del Espíritu Santo “que lleva a término toda la obra de santificación”.
Por su parte, el sacerdote diocesano no tiene esa referencia a una espiritualidad determinada, que es lo característico de la pertenencia a un grupo específico. Ciertamente, algunos buscan en una Asociación o en un Instituto Secular la espiritualidad que matizaría y orientaría su ministerio; mostrando al hacerlo, como una ausencia o falta de espiritualidad en el clero diocesano. Esta ausencia la satisfacen acudiendo a sustitutos. Sin embargo, todos ellos tienen en común que incardinados a una determinada Diocesis o a Comunidades diversas con objetivos múltiples, deben estar “disponibles”, más allá de las corrientes de espiritualidad y de las formas variadas de ministerio.
En efecto, la vida espiritual del clero diocesano, por sobre sus fines pastorales y más allá de los “carismas” personales, no está determinada por el carisma específico de un fundador o congregación o de un superior regional, que, frente a las múltiples necesidades, las modifica o las adapta a las circunstancias que se presentan. Esta situación del clero secular reclama un fundamento mucho más vigoroso, que mire a la fuente primaria de su sacerdocio. Esa fuente es la persona de Jesucristo y a su Evangelio, expresión perfecta y modelo de toda vida en el Espíritu, y con mayor razón la del clero secular.
2.- La Palabra de Dios, fuente de la oración
Pero este recurrir a Jesucristo, no debe convertirse en una simple búsqueda científica histórica o arqueológica que la exégesis, en parte, puede proporcionar. Es necesario que el sacerdote tenga presente que el Señor Jesús, el Resucitado, está actualmente con él, y que esta presencia permanecerá hasta el fin de los tiempos. La Palabra de Dios circunda la vida de todos y de cada uno de los bautizados, a la manera de un ser vivo y actuante que no deja indiferente a nadie y delante del que siempre hay que tomar postura, no existiendo la indiferencia ni la escusa del que dice: “mañana lo haré, para lo mismo repetir mañana”. Por consiguiente, el hecho de realizar la oración – rezar – en el sacerdote y situarla en profunda referencia a la de Jesús, no debe ser entendida como un mero hecho solo y exclusivo de comparación entre dos modelos de oración al cual escoger y seguir – el de Cristo y el que sea de mi agrado -, si esto ocurre, entonces significaría que la oración del presbítero siempre va a permanecer en la periferia, sin la debida penetración en el alma sacerdotal. Es un hecho aberrante, que termina por convertir en rutina lo que es fundamental en la vida sacerdotal; que cansa y finaliza dejándose por aburrida, sin hacerse una y consustancial con la de Cristo. No se debe olvidar que el ministro está animado por el Espíritu Santo y que es miembro del “Cuerpo de Cristo” y no solo del “Pueblo de Dios”, es de ambos a la vez. El sacerdote no es sólo un burócrata dentro de una corporación – la Iglesia – que cumple con elevar su oración a Dios-Padre, cumpliendo así su cuota de trabajo diario, sino que debe ser un “administrador fiel de los misterios de Dios”. No es él – sacerdote – el que define lo que hay que pedir, es Cristo quien dirige la oración a su Padre. Por consiguiente, la oración del sacerdote será única y exclusivamente cristiana en la medida en que sea oración llevada a cabo con y por medio de la oración de Cristo, haciéndose “una” con la de Él. Si el sacerdote medita la Palabra y los Hechos de Cristo en su vida ordinaria, es para descubrir por su medio lo que Dios-Padre desea realizar en el mundo a través de y mediante su elegido. El presbítero no debe nunca sustituir, cuando ora, el deseo de conocer y cumplir la voluntad de Dios-Padre revelada en Jesucristo, por los deseos de su voluntad personal, por el contrario, lo primero e importante radica en pedir que se lleve a feliz término aquello que Cristo ya realiza por medio de la presencia de su Espíritu, y a lo cual quiere asociar a su ministro: la salvación de la humanidad y la edificación del Reino de Dios. Así se cumple la función de la “mediación sacerdotal”, en “la mediación de Cristo”: “Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano…” (Lc 11,1-4).
De lo dicho se desprende que la contemplación de Cristo muerto y resucitado, que se alcanza por el logro de una vida profunda de oración es, para la fe del presbítero, alimento indispensable. ¿Acaso no es por ello que la Eucaristía, la primera entre todas las oraciones, es también la que brinda una fortaleza, una razón de ser y un sentido a cualquier otra oración? ¿Qué es lo que fundamenta la lectura de las Sagradas Escrituras y da respuesta a la incesante búsqueda de claridad en la vida cotidiana? Claridad, que se hace cada vez más necesaria para guiar y alimentar el ministerio sacerdotal del tiempo presente. Este es el sentido profundo de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor que se encuentra cuando un sacerdote celebra el misterio eucarístico. De esta manera, el presbítero tiene la ocasión de orar en cada momento del día cuando reza el Oficio Divino, en el ejercicio de la liturgia de los sacramentos, de la preparación de la catequesis, de la homilía y de la atención gustosa de sus fieles cristianos. De esta manera se crea, se profundiza y se estrecha la relación con Cristo.
Si la oración es de verdad un diálogo con Dios-Padre mediante su Hijo, Jesucristo, se presupone un “escuchar” aquello que Dios-Padre ha querido comunicarnos por medio de su revelación: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo a quien instituyó heredero de todo…” (Heb 1,1-2). La oración de los Apóstoles no consistía en otra cosa que no fuera la “escucha” atenta de la voluntad de Dios-Padre, como la Virgen que “…María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Ellos han visto, escuchado, tocado y contemplado al “Verbo de la Vida” en Jesucristo. Es la “familiaridad” con Jesús lo que fundamenta el testimonio creíble de los Apóstoles (1 Jn 1,1-4). No es el cambiar todo, para no cambiar nada y, al fin, que todo siga igual o peor. Lo que los fieles cristianos están pidiendo y buscando es “testimonio”. Ver a Jesucristo en el sacerdote.
El anuncio de Jesucristo, muerto y resucitado, ha sido y será siempre el corazón de la misión de la Iglesia, y del ministerio de los presbíteros. Por lo tanto, ¿cómo pretender dar cumplimiento a tal cometido si no se tiene un conocimiento profundo unido a una familiaridad profunda con el Señor?.-
Valencia. Enero 25; 2025