Trump y la nueva era del imperialismo
Trump no esconde su ambición expansionista, hace tratos con otras grandes potencias a costa de países más pequeños y trata de imponerse por la fuerza. Esta política imperialista es una oportunidad para China y a largo plazo perjudicará a Estados Unidos, que renuncia a defender el orden liberal que el propio Washington impulsó.

Alba Leiva/ElOrdenMundial:
Pocas imágenes representan mejor el imperialismo que las caricaturas de la Conferencia de Berlín, en las que los ávidos imperios europeos se repartieron el pastel africano. Estas viñetas decimonónicas están hoy de rabiosa actualidad: Donald Trump parece decidido a emularlas, inaugurando una nueva era del imperialismo. Una era en la que grandes potencias como Estados Unidos, Rusia o China se imponen por la fuerza, están a la orden del día la conquista y el reparto de territorios, y se resquebrajan el derecho internacional, el multilateralismo o la defensa de valores compartidos
Tras solo un mes en la Casa Blanca, Trump ha humillado a Volodímir Zelensky, el presidente ucraniano, llamándole “dictador”, responsabilizándole de la guerra de Ucrania y tratando de imponerle un acuerdo para extraer los minerales estratégicos ucranianos. También ha amenazado con anexionarse Canadá, el canal de Panamá o Groenlandia, y ha prometido que convertirá la Franja de Gaza en un destino turístico a costa del destierro de cientos de miles de palestinos. Su visión expansionista y transaccional anuncia el fin del orden internacional liberal.
Vuelven las esferas de influencia
Se esperaba que Trump fuera a presionar a Zelenski para firmar la paz en Ucrania, pero nadie esperaba que fuera a llegar tan lejos. Trump ha comprado por completo el discurso ruso sobre el conflicto: que Ucrania no tiene derecho a entrar en la OTAN, pues eso pone en riesgo la seguridad rusa. Zelenski, además, sería un presidente ilegítimo por no haber celebrado elecciones en plena guerra, con parte de su país ocupado y arrasado por la guerra y millones de ucranianos huidos fuera del país. Poco importa que Rusia lleve sin celebrar elecciones libres más de una década o que la invasión a Ucrania rompa la legalidad internacional de forma flagrante. A ojos de Trump, como país más grande y poderoso, Rusia tiene derecho a imponer su punto de vista. Washington y Moscú ya están negociando para normalizar su relaciones.
Esta lógica es la de la paz a través de la fuerza: sólo aquellos países con la suficiente fuerza militar y económica podrán imponer sus condiciones a otros. En el caso de Rusia es Ucrania, pero en el de Estados Unidos son Canadá o México, a los que amenaza con aranceles del 25%, o Panamá, a la que anunció que recuperaría el canal por “haberlo cedido al control chino”. Para socios como Israel, Trump deja la puerta abierta a seguir destruyendo a Palestina a su antojo y erigiéndose como el policía de Oriente Próximo. Los perdedores de este sistema son, como siempre, los Estados más débiles. Si sus opciones eran limitadas en el mundo liberal, con la lógica imperialista se reducen todavía más.
En el nuevo imperialismo, el poder duro se vuelve una prioridad y la desconfianza, la norma. La tensión entre potencias propicia carreras armamentísticas que aumentan el riesgo de una escalada. Las críticas de Trump a Ucrania y la Unión Europea acelerarán la inversión europea en defensa. Pero también podrían llevar a que Irán apueste definitivamente por el arma nuclear, Corea del Norte dé rienda suelta a sus ensayos nucleares, China aumente su expansionismo territorial, o que países como Japón y Corea del Sur se militaricen rápidamente. Un mundo más incierto e inseguro en el que la competición imperialista por asegurar un entorno seguro lleve, paradójicamente, a más y mayores conflictos.
Imperialismo transaccional
¿Caben la diplomacia en este nuevo imperialismo? Sí, pero a un precio más alto. Zelenski lo está descubriendo estos días: antes de humillarle en la Casa Blanca el 28 de febrero, Trump había pasado semanas atacándole, negociando la paz con Rusia sin contar con el Gobierno ucraniano, y exigiendo a Kiev un acuerdo para explotar los recursos minerales ucranianos que casi convertía al país en un protectorado estadounidense. Trump impone su visión transaccional: ninguna acción puede justificarse por la defensa de las alianzas o los valores compartidos, sino por un cálculo de coste y beneficio. También es una visión imperialista: el acuerdo de explotación de Ucrania recuerda al control británico o francés de los pozos de petróleo en Oriente Próximo o de infraestructuras estratégicas como el canal de Suez a principios del siglo XX.
Nada escenifica mejor este nuevo imperialismo empresarial de Trump que sus ideas sobre el futuro de la Franja de Gaza. Propone que Estados Unidos “se quede” con Gaza para reconstruirla y convertirla en un destino turístico internacional, después de expulsar a los palestinos. La anexión israelí de Cisjordania también entra dentro de los cálculos de Trump de convertir a Israel en la mayor potencia de Oriente Próximo y apoyar su expansión territorial a costa de acabar de una vez con el sueño de una Palestina independiente. Como si de una nueva versión del acuerdo Sykes-Picot se tratase, estadounidenses e israelíes se reparten el territorio palestino y los beneficios de su explotación.
Otro ejemplo de la visión transaccional son los recortes a Usaid, la agencia de ayuda humanitaria estadounidense que en la última década ha invertido más de 45.000 millones de dólares en todo el mundo. Washington también abandonará de nuevo el Acuerdo de París para la lucha contra el cambio climático y la Organización Mundial de la Salud. Estas decisiones, unidas a la agresiva y generalizada política arancelaria, deterioran el multilateralismo. El nuevo imperialismo anuncia un mundo más fragmentado y egoísta, en el que los grandes problemas comunes, como el cambio climático o la desigualdad, desaparecen de la agenda internacional de las potencias.
Jugar al juego de China
“La edad dorada de Estados Unidos ha comenzado”. Con estas palabras inauguraba Trump su segundo mandato. Pero en realidad, su giro podría llevar a Estados Unidos a perder mucho del poder que ha amasado tras décadas de hegemonía. La Segunda Guerra Mundial inauguró un orden internacional basado en normas y liderado por Estados Unidos. Esta arquitectura liberal no eliminaba la lucha de intereses o la competición geopolítica, tampoco la primacía de los poderosos, pero existían de forma más sútil. El control territorial y las guerras directas perdían peso frente al neocolonialismo y los conflictos subsidiarios. Estados Unidos seguía una lógica imperialista, pero con normas que le favorecían a la hora de competir con sus rivales.
Sin embargo ahora, al abrazar esta visión pragmática, Estados Unidos entra a un juego en el que China tiene más experiencia. Tanto que la propia Administración Trump la menciona. El vicepresidente, J.D. Vance, proclamó que Estados Unidos debía cambiar “la política exterior moralizante” por otra como la china, “que construye carreteras y puentes y da de comer a los pobres”. Siempre que haya un beneficio económico o geopolítico en el horizonte, claro. Y aunque Estados Unidos tiene músculo para competir con China en esa lógica, eso no implica que vaya a ganar.
El resultado es doble: por un lado, la competición entre las dos potencias puede volverse más encarnizada en los próximos años, con el foco geopolítico consolidándose de forma definitiva en Asia-Pacífico, mientras que el resto de regiones sufren las imposiciones o la indiferencia de Trump. Por otro lado, el abandono estadounidense a Europa y la visión excesivamente transaccional supone una oportunidad para China. Si Pekín refuerza su diplomacia blanda, sin exigir beneficios inmediatos, puede atraer a países desencantados con el giro estadounidense, empezando por la propia Europa. Trump quiere dictaminar el devenir global a base de fuerza y aranceles. A la larga, puede provocar que Estados Unidos pierda poder.-
El Orden Mundial/Imagen EcuRed