Yo soy la luz del mundo

Rosalía Moros de Borregales:
Era el último día de la Fiesta de los Tabernáculos, Jerusalén resplandecía, como cada año por estas fiestas. La ciudad santa se llenaba de peregrinos que venían de todas partes para recordar cómo Dios había guiado a Israel por el desierto, habitando en tiendas, en medio de las limitaciones, bajo el amparo del Cielo.
En el atrio del templo, grandes candelabros de oro, de más de 20 metros de
altura, habían sido encendidos. Cada noche, durante esa fiesta, la luz de esos
candelabros iluminaba las calles, las casas, los corazones. Se decía que
ninguna casa en Jerusalén quedaba en tinieblas durante esta celebración. Era
la luz de la memoria que les traía el recuerdo de aquella columna de fuego que
había acompañado a sus antepasados a través de su travesía por el desierto,
guiándolos, protegiéndolos, calentándolos en las noches frías.
En ese mismo lugar, Jesús se encontraba enseñando. Él solía ir al templo, no
solo como Maestro, sino como Hijo obediente, para honrar las Escrituras, para
hablar del Reino, para revelar verdades ocultas. La multitud se agolpaba.
Algunos venían por curiosidad, otros porque sus almas hambrientas estaban en
la búsqueda de Dios. Los fariseos, ocupando los primeros lugares, como siempre, le observaban de cerca.
Y fue allí, rodeado de aquella luz de los candelabros, bajo el resplandor de sus
destellos, que Jesús se levantó y, mirando a todos, pronunció palabras que
encendieron algo mucho más grande: “Yo soy la luz del mundo; el que me
sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12)
Un silencio profundo se hizo en el templo. Él no hablaba de la luz que venía del
oro o del ritual… Él hablaba de sí mismo.
La luz que transforma el alma
Jesús se revelaba como la luz verdadera, no aquella que solo alumbraba las
calles durante unos días de fiesta, no la que dependía del aceite o del oro, sino
la luz que ilumina el alma para siempre. Su luz no conoce ocaso; no se apaga
con la noche, ni con la duda, ni con el fracaso humano. Él es la luz que alumbra
el corazón; la que revela el propósito. Es la luz que guía al extraviado. “El que
me sigue, no andará en tinieblas…” (Juan 8:12) No tropezará en la confusión
del mundo. No vivirá bajo el velo de la culpa, ni la ceguera del orgullo. Tendrá la
luz de la vida: dirección, sentido, libertad y salvación. La luz de Jesús expone lo
que está en la oscuridad, pero nunca para traer vergüenza, sino para
iluminarlo.
La luz que redime lo que antes era oscuridad
La luz de Cristo no sólo revela el pecado, también ofrece el camino de vuelta al
Padre. “Mas todas las cosas, cuando son puestas en evidencia por la luz, son
hechas manifiestas; porque la luz es lo que manifiesta todo. Por lo cual dice:
Despiértate, tú que duermes, Y levántate de los muertos, Y te alumbrará
Cristo”. (Efesios 5:13-14). La luz no condena al que quiere volver, sino que
abraza al que se deja iluminar. Cuando traemos a la luz nuestras sombras,
cuando confesamos, nos rendimos, exponemos lo oculto, la luz transforma lo
que antes era tinieblas.“Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos
comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo
pecado”.
(I Juan 1:7).
La luz que vence la oscuridad
“Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron
más las tinieblas que la luz” … (Juan 3:19) Jesús no obliga, pero invita. Su luz
nos llama a salir de la penumbra del orgullo, de la trampa del pecado oculto, de
la esclavitud de vivir en lo secreto, para entrar en la libertad de los hijos de la
luz. Su luz no solo alumbra, su luz redime. Cuando algo oscuro es traído a su
presencia, deja de ser tinieblas, porque su luz lo transforma. “Todo aquel que
obra mal, aborrece la luz. Mas el que practica la verdad, viene a la luz para que se haga manifiesto que sus obras son hechas en Dios.”
(Juan 3:20–21).
Ven a la luz que no condena, sino que restaura
Hoy, Jesús sigue siendo la luz del mundo, y sigue llamando a todo aquel que
camina en sombras, a todo corazón cansado de tropezar en la oscuridad, a
toda alma que anhela dirección, consuelo y verdad. No necesitas ocultarte
más. No necesitas cargar lo que su luz puede sanar. Ven a la luz que no
quema, sino que purifica. A la luz que no humilla, sino que levanta. A la luz que
no expone para avergonzar, sino para redimir y dar vida. Él no solo quiere
alumbrar tu camino, quiere habitar en tu corazón.
Oración:
Señor Jesús, Tú eres la luz que disipa toda sombra. Hoy te entrego lo que he
guardado en tinieblas, lo que me pesa, lo que me asusta, lo que me
avergüenza. Alúmbrame con tu verdad, límpiame con tu gracia, y lléname con la
luz de la vida. Que ya no camine más a tientas, sino guiada por Ti. Amén.-
Rosalía Moros de Borregales.
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